San Lucas 16, 19-31:
Parábola de Jesús y yo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Jer 17, 5-10; Sal 1; Lc 16, 19-31

Había un hombre rico que vestía de púrpura y de lino, y banqueteaba espléndidamente cada día”… Veinticuatro horas de banquete diario, todas para mí; salud, proyectos, ambiciones, fuerzas, un cuerpo y unas facultades, un corazón capaz de amar y de odiar… Todo para mí, cada día, para mi único disfrute… mi banquete.
“Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico, pero nadie se lo daba”.

Postrado ante mis puertas, esperando que algún día le abra, está Jesús crucificado, cubierto con sus llagas. “No te marches” - le he dicho durante años-; “no te marches, porque algún día te abriré y te dejaré tomar posesión de mi casa”… Y, obediente a mi súplica, no se ha marchado; pero yo aún no le he abierto las puertas. Mi casa sigue siendo mía, y mi banquete me lo como yo; Él recoge las migas: el tiempo que me sobra, las fuerzas que me sobran, el cariño que aún me resta cuando me he prodigado con las criaturas… Digo que le doy, y quizá es verdad; le doy, pero las migas, mientras le mantengo a la puerta para poder habar con Él. Le doy, pero no me doy a Él. Yo sigo siendo rico, muy rico, y Él sigue siendo pobre, muy pobre.

“Y hasta los perros se acercaban a lamerle las llagas”… Al Monte Calvario se acercan los perros, los pecadores, a lamer las llagas de Cristo para obtener de ellas misericordia. Yo mismo acudo a diario a lamer las llagas de mi Lázaro. Y así, mientras desde mi casa le doy las migajas, desde la Roca del Calvario se me entrega Él enterito en alimento, porque conoce que mi banquete sabe a muerte.

No quiero seguir. No quiero seguir porque la parábola toma ahora un sesgo irreversible, y quisiera cambiarle el final. Quisiera, con mi vida, cambiar el mismo Evangelio, para que la “parábola de Jesús y yo” se tuerza, o, mejor dicho, se enderece.

Entonces aquél hombre rico ablandó su corazón de piedra y, saliendo a la puerta de su casa, se despojó de sus vestidos y ser arrodilló ante el Pobre, pidiendo una limosna. El Pobre partió sus harapos, y con ellos se vistió quien hasta entonces se cubría de grandezas humanas. Después introdujo a Lázaro en su casa, y allí se puso a servirle. Las puertas de aquella mansión, hasta entonces cerrada, se abrieron de par en par, y todos los pobres venían a saciarse del pan que se les daba en la que era, ya, la casa de Lázaro. Con todo, el siempre Pobre y el antes rico vivieron sólo de limosnas, pidiendo ambos de puerta en puerta”.

¿Será posible, Madre mía, que entre los dos cambiemos hoy la parábola? ¿Me prestarás tu mano, si las mías tiemblan, para que abra las puertas de mi casa y le dé a tu Hijo lo que tu Hijo me pide?

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid