San Lucas 7, 36-8, 3:
Amor y Perdón
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

Amor y perdón interaccionan mutuamente. Perdona el que amó hasta entregar la vida y ama el que se siente perdonado. La diferente actitud de la Magdalena y el fariseo hace verdadera aquella frase de Pascal: “Hay dos clases de hombres: los unos justos que se creen pecadores, y los otros pecadores que se creen justos”. La conversión comienza cuando uno se reconoce como pecador y se encuentra a sí en la actitud receptiva de fe en Cristo, que salva contra toda esperanza y seguridad humanas. 

El mensaje central de este domingo undécimo puede resumirse así: el Dios que se revela en Cristo es un Dios que ama y perdona. El hombre para reconocer,.su pecado necesita de una presencia profética que le ayude a tomar conciencia de su situación con la inevitable claridad de la propia verdad. 

San Lucas, que es el evangelista de la misericordia, propone el tema en tres etapas sucesivas: el encuentro ocasional de Jesús con una pecadora durante un banquete en casa de un fariseo; la reacción escandalizada del fariseo (los fariseos no practican la hospitalidad para con los pecadores) y la consiguiente parábola de los dos deudores aplicada a la mujer; por último, el anuncio del perdón a la mujer, puesto en relación con su amor. 

Dios siempre toma la iniciativa en el amor y lo hace gratuitamente; el hombre que se siente amado, perdonado y acogido por Dios expresa su arrepentimiento agradecido en un amor fiel y profundo. Amor y perdón son recíprocamente relación y dependencia: de una parte el perdón es pura gratuidad de Dios y acogida, donde el hombre se abre al amor; y de otra, el hombre que ama se siente potenciado por el perdón y libre para poder amar más. 

Es importante subrayar que el amor, lo mismo que la fe, se expresa en obras y en gestos. La Magdalena expresó en gestos todo el amor-dolor que almacenaba en su vida: rompió el frasco, lavó en lágrimas los pies del Maestro, los limpió y secó con sus propios cabellos, besó sin descanso los cansados pies de Jesús. Porque supo amar mucho y de verdad, sus pecados desaparecían del mismo modo que se deshacían sus lágrimas. Quedó limpia su fe fortalecida, su alma pacificada. 

Hay que imitar a la Magdalena en saber llorar por dentro nuestros pecados (es la conversión) sin ser plañideros fáciles, pero sobre todo en amar de verdad, profundamente, “a tope”, como diría un joven de hoy. 

Andrés Pardo

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid