San Lucas 8, 1-3:
¿Resucitaremos?
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

1Co 15,12-20; Sal 16; Lu, 8,1-2

Sería fácil creer en la inmortalidad del alma, como los platónicos y tantos otros, pero ¿resurrección de la carne? Eso es otro cantar. En tiempos de Jesús los fariseos, y la gente llana, creían en la resurrección. El bando de saduceos y autoridades religiosas importantes, la gente guapa de entonces, no; les parecía una novedad falsaria que se había introducido en las creencias de Israel. Los cristianos, de sopetón, proclamaron que Jesús, muerto ignominiosamente en la cruz, había resucitado por la fuerza de Dios. La resurrección, así, se convirtió en quicio de nuestra creencia. Porque, no sólo Jesús resucitó, y los apóstoles y discípulos, junto a su Madre, tuvieron experiencia del Resucitado, de la que dejaron muy amplia constancia en sus escritos del NT, sino que su muerte y resurrección era para nosotros perdón de los pecados y promesa de vida eterna. El pecado de nuestros primeros padres, que comieron del árbol prohibido, les llevó a la muerte, y a nosotros con ellos; la naturaleza humana quedó desde entonces quebrada por el pecado y la muerte. Mas la muerte en cruz de Jesús, al que nosotros seguimos, nos abrió las puertas de una vida distinta en el seno de Dios. Él está allá con su cuerpo glorioso, abriéndonos camino, inaugurado ya por María en su asunción a los cielos en cuerpo y alma.

El argumento de Pablo sorprende. Porque nosotros resucitaremos, no tiene sentido alguno decir que Cristo no resucitó. Si los muertos no resucitan, tampoco Cristo resucitó. Mas, entonces, nuestra predicación no tiene sentido, y tampoco nuestra fe. Seguimos con nuestros pecados, y todos los que se dejaron morir por Cristo se perdieron en la pura insensatez. Somos unos embusteros, porque predicamos lo que no es, es decir, que Cristo resucitó. Así, hemos llegado a que nuestra esperanza termine con esta vida. Todo lo nuestro queda bien corto. ¡Somos unos desgraciados! No tenemos ningún más allá hacia el que mirar, en el que esperar. Vivimos en un embudo, acercándonos a marchas forzadas a su final, en donde nos aguarda la mera nada del no-ser. Una vida en vano la nuestra. Ilusas ilusiones.

¡Pero no!, grita Pablo. Cristo resucitó de entre los muertos: el primero de todos. Y por eso, él es garantía de que nosotros resucitaremos. Como señala el salmo, al despertar nos saciaremos de su semblante, pues también nosotros veremos a Dios, nuestro Padre, cara a cara. Si la resurrección y el perdón de nuestros pecados no está en el centro de nuestra fe, esta es una vana pompa de jabón: alegra un momento con sus colores, mas luego queda en pura nada.

Tal fue la convicción de los que siguieron a Jesús desde el comienzo, como vemos hoy en el evangelio de Lucas. No una convicción de virtualidades ilusas, sino la certidumbre de una vida. Lo dieron todo por él. Le siguieron, como esas mujeres que le ayudaban con sus bienes, presenciaron la crucifixión; ellas, de cerca, ellos, desde bien lejos. Bajaron el cuerpo muerto para enterrarlo en una tumba nueva. Y la mañana del domingo fueron testigos de la resurrección, y vieron al Resucitado, le contemplaron con sus ojos, metieron sus dedos en sus llagas y la mano en su costado, comieron con él, y él les envió a predicar por todo el mundo el evangelio de salvación y de resurrección.

Algunos dicen que vivimos sólo de la certeza en la experiencia (subjetiva) de los apóstoles, que también nosotros hacemos experiencia nuestra. ¡Pero no!, gritamos con Pablo, vivimos de una realidad: la del Resucitado.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid