San Lucas 12, 49-53:
El fuego de Cristo
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

Jesús dice: “He venido a traer fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!” Son unas palabras fuertes del Señor, en las que está implicado todo su corazón. Desea que la tierra arda con el fuego que Él ha venido a traer. El fuego indica una cierta violencia. Quema las cosas, arrasa con todo lo que encuentra a su paso. Si alcanza altas temperaturas nada se le resiste. El fuego es destructor.

Pero el fuego también aparece utilizado en la Sagrada Escritura como signo de purificación. San pedro se referirá a él para decir que hemos sido depurados de nuestra inmundicia, como el oro. Por el fuego se separa la ganga del mineral. Así se hace en los altos hornos, y es una imagen muy antigua para designar que Dios quiere quitar del mundo todo lo que lo afea: el pecado.

Pero la clave para entender el fuego que trae el Señor nos la dan las palabras que dice a continuación: “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”. Ese bautismo se refiere a su pasión y muerte en cruz.

Cristo podía incendiar el mundo ahorrándose la pasión y el Calvario. Sin embargo, va a hacer que todo arda no con un fuego destructor sino con las llamas de su amor. Su sacrificio es el que va a encender el mundo. Entre las letanías dedicadas al Sagrado Corazón hay una en la que lo invocamos como “horno ardiente de caridad”. De su corazón traspasado van a salir las llamas que encenderán después los corazones de los fieles con el fuego del Espíritu Santo. También a Él nos referimos en ocasiones bajo la figura de fuego (lenguas de fuego bajaron sobre los apóstoles en el día de Pentecostés).

La imagen del fuego y las palabras que Cristo pronuncia a continuación indican la profundidad de la sanación que va a producirse. La paz que trae Cristo no es la del mundo, es una paz que pasa por la acción purificadora del fuego del Espíritu Santo: es la verdadera paz. No admite componendas de ninguna clase. No puede estar amalgamada con la injusticia ni con la deshonestidad. Es una paz que conlleva la absoluta división entre el bien y el mal. Recuerdan estas palabras aquella división que estableció Dios tras el pecado de Adán (“pongo enemistad entre ti y la mujer…”). Porque ha de haber una clara diferencia entre lo que es de Dios y lo que va contra Él.

Por eso el cristiano continuamente es introducido en el fuego del Señor para una purificación más grande. Al igual que el bautismo de Cristo (su pasión), también nosotros hemos de experimentar el sufrimiento que nos desligue del mal y nos adhiera con mayor fuerza al bien. Esa purificación puede llegar hasta lo más profundo de cada uno, simbolizado en las palabras que hablan de división incluso en el seno de las familias. No siempre es así, pero ha sucedido históricamente (el padre de santa perpetua no entendía la fidelidad de su hija que iba a conducirle al martirio y san Hermenegildo murió a manos de su progenitor), y sigue sucediendo aunque no con la extremosidad de esos ejemplos.

Pidámosle a la Virgen María que nos ayude a querer ser cada día más fieles a su Hijo y a apartarnos de todo lo que nos impida cumplir su voluntad. Que el fuego del Señor arda dentro de nosotros y consuma cuanto hay de pecado en nuestros corazones.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid