San Marcos 4, 26-34:
Compartisteis el sufrimiento
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

Heb 10,32-39; Sal 36; Mc 4,26-34

Sufrimiento. Prueba. Palabras sofocantes que aparecen, además de ahora, en varios momentos de la carta a los Hebreos (véase 2,18; 5,8), como también en las páginas sublimes de la oración de Getsemaní (Lu 22,39-46; y más recatadamente en Mc 14,35s y en Mat 26,38s). Porque Jesús es la víctima inmolada. Y porque la suya es una carne sufriente como la nuestra, hasta el punto de que, a partir de ahora, la nuestra es carne como la suya. Sufrimiento redentor. El suyo, claro, pero también el nuestro, por ser nuestra carne a semejanza de la suya. También nosotros nos hacemos solidarios de los que son tratados injustamente, de los que ni siquiera reciben un vaso de agua, de los encarcelados por cualquier causa, no digamos si es por su fe o por pura injusticia prepotente e imperial. También nosotros aceptamos alegres que se nos confisquen los bienes, porque sabemos que los nuestros son mejores, pues son de allá arriba. Da alegría escuchar cómo el autor de esta carta, tan hermosa, nos dice que no renunciemos a nuestra valentía. ¿Cómo seremos capaces de ello, nosotros, personas tan débiles, un puro cúmulo de fragilidades? Ah, sí, porque ahora nuestra carne se asemeja a la suya. Él, siendo Hijo, sufriendo, aprendió a obedecer. Nosotros, siendo hijos, porque con él, por él y en él somos hijos, siguiendo sus pasos, obedecemos a lo que nos traiga el camino de su seguimiento, aunque sea, y cómo no sería de este modo, sofocos, sufrimientos, incluso puras debilidades. Como la de Jesús, nuestra carne se hace carne martirial. O es así o no somos de verdad seguidores de la carne traspasada de Jesús. El Señor vendrá, falta muy poco para su llegada. No podemos arredrarnos, no sea que él nos quite su favor y nos convirtamos en desgraciados caminantes sin camino. Porque nosotros, nos indica la carta a los Hebreos con fuerte alegría, somos hombres de fe para salvar el alma. Es el Señor quien salva a los justos como José, a los humildes como María, a quienes, como los discípulos, le siguieron, a los que necesitaron subirse a la higuera para ver, porque eran pequeños, y el Señor, al pasar, mirando a lo alto nos dijo: Sígueme. La aventura nuestra es suya.

Bendito seas, Padre, Señor de cielo y tierra, porque has revelado los secretos del reino a la gente sencilla. Y, pues tan pequeños, compartimos tus sufrimientos, porque nuestra carne es como la tuya, hecha a tu semejanza. Carne sufriente. Carne crucificada. Carne resucitada. Carne redimida. Carne cuyo lugar de su descanso está, finalmente, en el seno de la Gloria del Dios Trinitario, junto a la carne de Jesús resucitado y ascendido a los cielos. También nosotros, sufriendo, aprendemos a obedecer. Carne redimida la nuestra. La visión sacrificial de la cruz de Cristo, pues, es esencial para saber quiénes somos y cuál es nuestro camino genuino; para que nunca olvidemos la complejidad salvífica del camino que, siguiendo a Jesús, por la suave atracción de su gracia, nos conduce hasta el cielo. Camino de purificación; muchas veces en pura fragilidad, casi en el borde del abandono. Mas sin ella no seremos carne semejante a la suya.

Pues el reino de Dios que adviene a nosotros es pequeño grano de mostaza, que crece y echa ramas. La tierra va produciendo la cosecha en nosotros, ella sola, porque la sangre derramada de Jesús es redentora, pequeño grano que se convierte en frondoso árbol. Así crece en nosotros y entre nosotros el reino de Dios.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid