San Juan 15,18-21:
No nos niegues ahora tu ayuda
Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

Hch 16,1-10; Sal 99; Ju 15,18-21

Pues sin ella, aunque bautizados, y por ello engendrados para la vida contigo en el Padre, ¿cómo conseguiríamos los bienes eternos? Solo con tu ayuda incesante. No vale con que nos hayas salvado y redimido con tu cruz, debes sostenernos de continuo y hasta el final. ¿Qué haríamos si no con nuestras escasas fuerzas? El bautismo es puntual, pero su efecto es para siempre, pues se trata del bautismo de agua y del Espíritu Santo. Y el Espíritu permanece en nosotros, ayudándonos a orar gritando: Abba, Padre.

Pobre Pablo, qué de correteos por toda la parte oriental del Mediterráneo y por la actual Turquía. Pero hoy vemos cómo salta a Europa. Sus ansias de evangelizar, de predicar el evangelio de la cruz y de la resurrección eran tan grandes, desde que el Señor resucitado se le apareció camino de Damasco, que todo se le hace pequeño. Busca todo el mundo. Quiere llegar al centro, a la urbe que todo lo rige: Roma. De este modo la Iglesia se robustecía en la fe y creía en Jesucristo un número cada vez más grande.

Sorprende cómo prendió el cristianismo en aquella sociedad tan internacionalizada por los romanos. Era tan grande el embrollo de religiones, cada una por su lado, y de desenfreno moral en aquella sociedad tan diversificada y, a la vez, tan unitaria, que —aseguran historiadores como Paul Veyne y otros muchos— había verdadera ansia de espiritualidad limpia y pura, de vida moral recatada, de búsqueda del Dios único, y no de esa excrecencia de dioses y diosecillos, de diosas y diosecillas, que se amparaban en el culto al emperador como único elemento aglutinador del imperio, tan sumamente abigarrado, de modo que el cristianismo, junto con el judaísmo —al comienzo, lo sabemos, no aparecía claro si eran la misma religión o no—, fue tomado como la fe esperada. Una fe que llenaba los anhelos de quienes buscaban la limpieza del corazón, de los mansos y misericordiosos. Se ha dicho que el cristianismo era una religión mistérica más, como la de los órficos, por ejemplo, pero nada de eso hubo. Era, si vale decirlo así, una religión racional, en la que fe y razón estaban perfectamente conjuntadas. No era la religión de la irracionalidad y del desenfreno. Al contrario, la del Logos, de la Palabra, del Verbo. La cual, conforme quedaba claro que no era una secta más del judaísmo, sobre todo cuando fue apareciendo claro que los únicos herederos del AT eran los fariseos y los cristianos, cada uno por su lado. Pero estos tenían una mayor libertad de acción y de contemplación en el Espíritu y en la predicación de la cruz, locura para judíos e insensatez para paganos. El cristianismo se fue expandiendo como la pólvora por todo el Mediterráneo, el mundo conocido de entonces.

No importaron las persecuciones, ¿no había muerto Jesús en la cruz? Al contrario, sirvieron para aumentar el cristianismo de manera fulgurante. Nos lo dice hoy Jesús en el evangelio de Juan. Si el mundo os odia, sabed que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Ay, si fuéramos del mundo, este nos amaría con empeño. Pero no somos del mundo, aunque nosotros seamos colaboradores del Señor en la salvación al mundo.

Sorprende, pues, esa doble línea que se diseña en la historia desde el comienzo. Por un lado, la atracción irresistible del cristianismo. Por otro, el odio encarnizado contra él. Jesucristo nos ha escogido para sacarnos del mundo y, paradoja asombrosa, para salvar al mundo.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid