San Juan 16, 20-23a:
Vuestra tristeza se convertirá en alegría

Autor: Arquidiócesis  de Madrid

 

Hech 18,9-18; Sal 46; Ju 16,20-23a

El trozo del Evangelio de Juan que hoy leemos retoma, repitiéndolo, el final del de ayer. Nada de tristeza porque el mundo nos sofoque con sus alegría. Porque piense que Jesús ha desaparecido del mapa y nos ha dejado solos, abandonados a nuestra propia suerte. Irá al seno de amor y de misericordia de la Trinidad Santísima. Pero no entrará en él con las manos vacías, sino que llevará a ella la materia de su cuerpo no ya solo trasfigurado, sino resucitado. La materia que conforma el cuerpo, la carne de encarnamiento, no ha sido un periodo fugaz del tiempo, allá en ese trotar de Belén a Nazaret y luego el largo camino desde esta ciudad hasta el Gólgota, fuera de las murallas de Jerusalén, en pura expulsión del Templo y de lo que ello significaba. No se va de nosotros para dejarnos con dos palmos de narices, abandonados de todo lo que nos ofreció, dejando también invisible su figura, en cuyo rostro visible veíamos que se nos daba el rostro de gracia del Padre. Nadie nos va a quitar nuestra alegría, porque, nos dice, volverá a vernos y vendrá con el Espíritu Santo para que habite en nosotros y nos enseñe a orar en nuestro corazón gritando: Abba, Padre. Una oración de gracia, esta, que nos empujará a ir por todo el mundo predicando el evangelio. ¿Qué rién de nosotros? No importa, el Señor está con nosotros en su Espíritu; Espíritu enviado desde el Padre a su través.

Por eso, pueblos todos batid palmas. Vemos cómo Dios asciende entre aclamaciones, al son de trompetas. Esta es la música celestial. Por eso, tocad para Dios, tocad, tocad para nuestro Rey; tocad. El Señor Jesús nunca nos abandonará. Y, al final, la alegría será nuestra, porque también nosotros seremos conducidos a aquel lugar de gracia y de amor que acogerá, porque él es salvador y redentor nuestro, nuestra carne resucitada.

Pero Pablo necesita ser remontado: No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo, y nadie se atreverá a hacerte daño; muchos de esta ciudad son pueblo mío. Quizá Pablo no se había dado perfecta cuenta. Nosotros tampoco. Hay más de los que él creía que son pueblo del Señor. Lo mismo nos pasa a nosotros seguramente. Después pasará lo que Dios quiera, pero allá se estuvo nuestro apóstol un largo período de tiempo. Con problemas, siempre con acusaciones a los tribunales, romanos esta vez. Pero para el procónsul Galión son discusiones de palabras entre judíos Yo no quiero meterme a juez de estos asuntos. Por una vez, son sus contradictores los que salen trasquilados. Pablo seguirá en sus correrías, pero ya por poco tiempo, embarcándose para Siria con Priscila y Aquila, sus amigos tejedores de lona.

También nosotros necesitamos ser remontados, pues en demasiadas ocasiones nuestro espíritu decae. Son tantos los avatares de nuestra vida. El mundo, enemigo del evangelio del Señor, parece tan poderoso que casi nos devora. ¿Qué haremos?, ¿dónde encontraremos fuerzas para proseguir nuestra vida y nuestra predicación de la buena nueva? El Señor nos dice lo mismo que a Pablo: No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo. Y si él Señor está con nosotros, ¿quién contra nosotros? Pondremos nuestra confianza en él. Viviremos de la fe en esa esperanza de que él siempre estará con nosotros por medio del Espíritu Santo. Porque nuestra fe, eso que es tan nuestro, necesita el riego de la esperanza.

Nota: Con permiso de la Arquidiócesis de Madrid