II Domingo de Cuaresma
Gn 12, 1-4a; Sal 32; 2Tim 1, 8b-10; Mt 17, 1-9
Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan,
y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se
puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. En
esto, se le aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él. Tomando Pedro la
palabra, dijo a Jesús: “Seor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres
tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. Todavía estaba
hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salió
una voz que decía: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco;
escuchadle”. Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo.
Mas Jesús, acercándose a ellos, los toc y dijo: “Levantaos, no tengáis miedo”.
Ellos alzaron sus ojos y no vieron a nadie más que a Jesús solo. Y cuando
bajaban del monte, Jesús les orden: “No contéis a nadie la visin hasta que el
Hijo del Hombre haya resucitado de entre los muertos”.
La liturgia de este Segundo Domingo de Cuaresma nos presenta la
Transfiguración de Jesucristo delante de tres de los discípulos. Hoy se nos
manifiesta a los creyentes junto con los Apóstoles el anuncio de la Resurrección
No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de
entre los muertos», en este camino cuaresmal que nos llevará hacia Jerusalén,
donde viviremos el misterio de la pasión, muerte y resurrección del Señor. El
Papa Benedicto XVI nos dice al respecto de este domingo: “este día, segundo
domingo de Cuaresma, siguiendo el camino penitencial, la liturgia, después de
haber presentado el domingo pasado el evangelio de las tentaciones de Jesús en
el desierto, nos invita a reflexionar sobre el evento extraordinario de la
Transfiguración en el monte. Considerando juntos, ambos episodios anticipan el
misterio pascual: la lucha de Jesús con el tentador preludio del gran duelo final
de la Pasión, mientras la luz de su cuerpo transfigurado anticipa la gloria de la
Resurrección. Por un lado vemos a Jesús plenamente humano, que comparte con
nosotros la tentación; y lo contemplamos Hijo de Dios, que diviniza nuestra
humanidad. Por lo tanto, podremos decir que estos dos domingos han servido
como pilares sobre los que se posa todo el edificio de la Cuaresma hasta la
Pascua, y, de hecho, integra toda la estructura de la vida cristiana, que consiste
esencialmente en el dinamismo Pascual: de la muerte a la vida” (Benedicto
XVI, Ángelus del II domingo de cuaresma, 2007).
La primera lectura tomada del libro del Génesis nos pone frente a la obediencia
de Abraham, quien no duda en sacrificar a Isaac, el hijo único que había nacido
en su vejez, el hijo de la promesa, pero a quien ofrece en sacrificio por
obediencia a Dios. Abraham se encuentra frente a la realidad de un sacrificio que
para él, como padre, es mayor de lo que se pueda imaginar; pero en medio de
ello, Abraham no duda y, después de haber preparado lo necesario, parte con
Isaac hacia el monte, el lugar señalado. Entonces obedece fielmente: construye
un altar, coloca la leña, ata al hijo amado y toma el cuchillo para sacrificarlo. En
el momento final una voz lo detiene y escucha desde lo alto: No alargues tu
mano contra tu hijo ni le hagas nada, que ahora ya sé que tú eres temeroso de
Dios, ya que no me has negado tu hijo, tu único hijo.. Este acontecimiento es
testimonio vivo de la fe y el abandono de un padre en las manos de Dios, porque
más allá del entendimiento humano Abraham confía en que Dios no lo
abandonará y aún de la muerte podrá devolverle a su hijo, de allí que Abraham
es llamado “padre de la Fe”.
En la liturgia de hoy el misterio del amor divino es revelado en el sacrificio de la
cruz. El sacrificio de Isaac anticipa o prefigura el sacrificio de Cristo: el Padre no
escatimó a su propio Hijo, sino que lo entregó para la salvación del mundo. Dios
que detuvo el brazo de Abraham en el momento en que estaba a punto de
inmolar a su hijo Isaac, no duda en sacrificar a su propio Hijo, el Hijo Amado,
por nuestra salvación.
En el evangelio de hoy la transfiguración del Señor, que según la tradición tuvo
lugar en el monte Tabor, pone de manifiesto la persona y la obra de Dios Padre,
presente junto al Hijo de modo invisible pero real. San Beda nos dice: Cuando
el Señor se transfigura, nos da a conocer la gloria de la resurrección suya y de la
nuestra. Porque tal y como se presentó a sus discípulos en el Tabor, se
presentará a todos los elegidos después del día del juicio.
En la segunda lectura Pablo dice: “... Él ha vencido la muerte, manifestándose la
vida e inmortalidad...”. Y, por qué Pablo puede confesar esta verdad, porque en
él, el don de la Palabra lo ha introducido en el misterio de la salvación de Dios.
Debemos tener en cuenta que la vida cristiana es una vida que se nos tiene que
revelar, porque Cristo hoy se nos revela, dándonos a conocer; no sólo quien es
Él, sino a lo que estamos siendo llamados si lo acogemos.
En la transfiguración, aplicándola a nuestra vida, podemos decir que en la
medida que participamos de la vida divina, así como el Padre se complace en el
Hijo, también se complacerá en nosotros, porque en el Hijo está contemplado su
amor, su voluntad; e igualmente, el Padre de la Misericordia quiere contemplar
en nosotros su obra. En este punto retomamos lo que habíamos anticipado en la
introducción, si el don que introduce al misterio es acogido por el hombre, tiene
la potencia de transformar-transfigurar la vida de nosotros los hombres: “...este
es mi Hijo amado, escuchadlo...”.
El Papa Benedicto XVI nos dice: “la Transfiguración del Señor, que
celebraremos mañana, nos invita a dirigir la mirada "a las alturas", al cielo. En la
narración evangélica de la Transfiguración en el monte, se nos da un signo
premonitorio, que nos permite vislumbrar de modo fugaz el reino de los santos,
donde también nosotros, al final de nuestra existencia terrena, podremos ser
partícipes de la gloria de Cristo, que será completa, total y definitiva. Entonces
todo el universo quedará transfigurado y se cumplirá finalmente el designio
divino de la salvación” (Benedicto XVI, 17 agosto de 2007). La Transfiguración
del Señor es una llamada e invitación a los creyentes a vivir en la esperanza
verdadera apoyados en Cristo, Palabra viva del Padre, enviado para nosotros,
para que podamos vivir una vida plena, en la cual nos configuremos con la
imagen del Hijo, para que así también el Padre pueda complacerse en cada uno
de nosotros contemplando su obra, por ello la transfiguración es un anticipo de
la victoria de Cristo sobre la muerte, anuncio de la humanidad redimida por el
misterio pascual.
Pbro. Oscar Balcázar Balcázar