III Domingo de Cuaresma, Ciclo A
"Dame agua viva, así no tendré más sed "
Pautas para la homilía
Yahvé, el Dios de la paz, no de la discordia (1 Cor 14,33)
La proverbial enemistad entre judíos y samaritanos en tiempos de Jesús hunde sus
raíces en el origen de estos últimos a la vuelta del destierro (2 Re 17,24-41). En su
inmigración habían traído consigo el culto de varios dioses paganos, representados
hoy en los cinco maridos de la samaritana, además de aquel con el que convivía en
el presente. La ortodoxia judía no podía aceptar en su credo a quienes habían
pervertido la tradicional fe monoteísta de su pueblo.
¿Cómo afrontar este conflicto religioso? Jesús, que ya había criticado valientemente
algunas desviaciones de la religiosidad judía en la acción simbólica de la purificación
del Templo (Jn 2, 13-22), quiere dialogar ahora con los samaritanos, desdeñados y
despreciados por sus hermanos judíos, haciendo de puente entre ambos. Los unos
no le entendían: “¿cómo tu, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una
mujer samaritana?“. Para los otros, su trato con los samaritanos ya era un signo
evidente de que estaba endemoniado (Jn 8,48). A pesar de todo, él no ceja en su
misión profética de hermanar en la paz a un pueblo que heredaba la inveterada
herida, ya crónica, de su escisión en los dos reinos del norte y del sur (Ez 37, 18-
28).
¡Si conocierais el don de Dios!
Si la aparente ausencia de Dios ante el cansancio y la sed de su pueblo había
desencadenado una auténtica crisis de fe en su marcha por desierto (1ª lectura), no
era menor la turbación y el desconcierto provocados por la actual rivalidad religiosa
entre el santuario del monte Garizím en Samaria y el templo de Jerusalén en Judá.
Presuntamente, todos invocaban y rezaban al mismo Dios del salmista: “como
busca la cierva corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío; tiene sed de
Dios, del Dios vivo” (Sal 42). Sin embargo, eran justamente sus expectativas
religiosas y prácticas cultuales las que les dividían y enfrentaban. ¿No estaban
adorando, como más tarde los atenienses (Hch 17, 23), a un Dios desconocido?
La bella composición literaria de Jn está al servicio de un soberbio guión teológico
en el que la samaritana ejemplifica el proceso de encuentro de todo creyente con el
Dios manifestado en Cristo Jesús: judío sí, pero que será reconocido por ella como
Señor, Profeta, Mesías y Salvador. El relato, en su vivo e intenso diálogo en torno al
pozo de Jacob, presenta la renovada oferta de un Dios que es espíritu y que se
hace el encontradizo a cuantos le buscan y adoran en espíritu y verdad, más allá de
las fronteras de cualquier culto religioso. Aquella mujer, extranjera y pagana para
los fieles devotos judíos del templo jerosolimitano, se había encontrado
inesperadamente en Jesús con el rostro del Dios auténtico, con la fuente de agua
que brota para la vida eterna. Comprendía ahora en todo su alcance aquel
proverbio popular: “un agua profunda es la palabra en el corazón del hombre, un
río que brota, una fuente de vida” (Prov. 18,4).
Tensionados hacia el Absoluto
El Dios de Jesús inhabita nuestras vidas. En Él vivimos, nos movemos y existimos
(Hch 17,28). Ha hecho morada en lo más profundo del corazón humano, verdadero
templo de Dios (1 Cor 3, 16), para ratificar la promesa de amor sellada desde
antiguo en la alianza. Una alianza de paz por la que derribar el muro divisorio de la
enemistad (Ef 2,14-18). Un Dios que nada tiene que ver con nuestros enredos,
litigios y contiendas por más que intentemos a veces justificarlos en su nombre. Un
Dios al que sólo satisface la ofrenda de un corazón contrito y humillado. Ese es el
culto en el que Dios se complace.
Engendrados por el bautismo en el Espíritu del Dios de amor, los cristianos se
reafirman en su inquebrantable esperanza (2ª lectura). “De su seno correrán ríos
de agua viva”, clamaba gozosamente Jesús refiriéndose al Espíritu que iban a
recibir los que creyeran en él (Jn 7,37-39). Como el agua de la roca en el desierto
sinaítico (Ex 17), así también el agua derramada por el Bautista, el agua de Caná
convertida en vino, el agua del pozo de Jacob o el agua de la piscina de Betesdá no
eran sino un anticipo del don definitivo de Cristo Jesús, el agua verdadera que sacia
la sed del Absoluto para siempre. “Quien me ha visto a mí, le dirá un día Jesús a
Felipe, ha visto al Padre” (Jn 14,9).
Fray Juan Huarte Osácar
Convento de San Esteban (Salamanca)
(con permiso de dominicos.org)