III Domingo de Cuaresma, Ciclo A
La Samaritana
El evangelio de la Samaritana (Jn 4,4-43) con su riqueza simbólica revela un nuevo
horizonte de dignidad y de grandeza para la mujer en su encuentro con Jesús,
encuentro que se convierte en paradigma de la relación del ser humano con Dios en
espíritu y verdad. En la región de Samaría, que era símbolo de prostitución para los
judíos desde los tiempos del profeta Oseas, Jesús traspasa las fronteras sociales y
religiosas y de género para hacerse el encontradizo y necesitado ante una mujer
marginada por su condición de mujer, por su forma de vida y por ser de Samaría. A
través del diálogo se crea una relación profunda, que posibilita a la mujer el
reconocimiento de su peculiar historia personal y de su condición social y religiosa,
y permite la reestructuración de su vida en virtud de la acogida y de la apertura a
Jesús como fuente de agua viva. El agua viva representa el don del Espíritu de
parte de Jesús que restablece la dignidad de la mujer cambiando su identidad de
marginada en testigo ante los suyos de la humanidad nueva que emana del Mesías
Jesús. El paso de Jesús la ha convertido en un manantial de vida nueva.
Hay elementos extraños y fascinantes en el texto. El encuentro es entre un hombre
y una mujer, entre un judío y una samaritana. Sobre todo es sorprendente la
referencia improvisada de Jesús al marido de la mujer. En el trasfondo del texto
resuenan ecos del Antiguo Testamento. En el profeta Oseas la prostituta y la
adúltera (Os 3,1) simbolizan el Reino de Israel, cuya capital es Samaria. Allí se
había abandonado al verdadero Dios (cf. 2 Re 17,29-32) y se habían construido
cinco ermitas. Se percibe en el fondo la cuestión del culto diferente, que tras el
cisma de Jeroboán y Roboán, en el siglo X a C., se desarrolla en Jerusalén y
Garizim (1 Re 12,25-33). El encuentro con Jesús es revelador y desvelador. Es
revelador de su identidad última, como hombre, profeta, Mesías y Salvador del
mundo. Y es desvelador de la identidad humana, mujer, prostituta, sin marido, que
pasa a ser discípula y testigo de la verdad. Este tipo de encuentro con Jesús es al
que nosotros estamos llamados en la Cuaresma, un encuentro en el que Jesús nos
pide agua de nuestro pozo, nos pide lo que somos y tenemos, no importa cuál sea
la oscuridad ni cualquier otra circunstancia de la vida pasada. Él se hace el
necesitado para darnos de su propia agua, el agua de la vida, el agua de la vida
nueva y eterna. Al contacto con él, en diálogo con él, progresivamente se va
desvelando quiénes somos nosotros.
Si miramos hacia la humanidad es posible que seamos de aquellos que se quejan
de Dios, como el pueblo de Israel (Ex 17,3-7) hasta querellarse con Dios en Meribá.
Especialmente ahora somos sensibles a las catástrofes sísmicas del Japón, a las
guerras en las regiones de Libia y del entorno árabe, o a la violencia y a la
corrupción en las zonas Latinoamericanas, sin dejar de recordar el estado crítico del
mundo europeo que lleva al cambio político y al rescate económico a Portugal. Y si
nos asomamos al panorama africano el desastre humano y social del hambre tiene
el rostro permanente de la barbarie. Son motivos para preguntarnos “¿Está o no
está el Seor en medio de nosotros?”. Probablemente ocurra lo mismo si centramos
la atención en nosotros mismos y descubrimos que frecuentemente estamos sin
fuerza y somos pecadores, sobre todo si nos dejamos ver e interpelar por Jesús, el
cual, como a la Samaritana, nos conoce muy bien en nuestro interior y en nuestra
historia. Sea cual sea nuestra circunstancia y nuestro estado, al encontrarnos con
Dios en Jesús hemos de decir, con el Salmo 50, que en esa querella particular de la
humanidad con Dios, éste resulta inocente, puesto que la gran manifestación de su
amor no es otra que la entrega de la vida de Cristo por nosotros, pecadores. Así
serevela como profeta, Mesías Salvador. Por eso nos regala con su persona el don
de Dios y de su Espíritu. Él es la fuente de agua viva que se convierte en cada uno
en manantial que brota hasta la vida eterna.
Jesús propone además un nuevo culto, el culto al Padre en espíritu y en verdad, en
el amor y en la verdad, simbolizados en el agua viva. Ha llegado la hora de la
transformación del culto, la hora de abandonar un culto exterior, formal y ritualista
para vivir el culto interior. Ese culto es la transformación del corazón por el Espíritu,
que capacita a los seres humanos para hacer la única ofrenda agradable a Dios, la
de la propia vida. La propuesta de Jesús es adorar al Padre en la Verdad, que es
Cristo y bajo el impulso del Espíritu. El Espíritu es el amor. Y este amor ha sido
derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Ese
amor es Cristo, que, siendo nosotros pecadores, murió por nosotros (cfr. Rom 5,1-
2.5-8).
En esta escena evangélica de la samaritana en nuestro recorrido cuaresmal hacia la
pascua es muy importante la posición de Jesús respecto al culto religioso. Para él,
ni el monte Garizím de Samaría, ni el monte Sión de Jerusalén, ni cualquier otro
sitio, santuario o tradición son ya lugares de los que dependa el culto auténtico. La
religión que Jesús propone es la comunión íntima con Dios Padre, el cual busca
quienes lo adoren “en espíritu y en verdad”. Un poco antes, con la expulsin de los
mercaderes (Jn 2,13-22), el evangelio de Juan había mostrado que el templo de
Jerusalén era una institución caduca, sustituida por la persona de Jesús como
nuevo templo de Dios. Cuando Jesús habla ahora del culto lo hace para sustituir el
orden religioso antiguo. El culto que el Padre quiere es el culto que se realiza desde
la entrega sincera de la vida por amor a los demás, especialmente a los más
necesitados y marginados, en el reconocimiento de que Jesús es la fuente de agua
viva, el Mesías y el Salvador del mundo.
José Cervantes, sacerdote misionero y profesor de Sagrada Escritura