Cuarto Domingo de Cuaresma - Ciclo A
Padre Leoncio de Grandmaison, S.J.
Milagros de curaciones
La impresión que reflejan las narraciones del
Evangelio consagradas a los milagros de Jesús, es la de un poder
soberano en todos los dominios. Este poder, a veces se
limita voluntariamente, desde dentro, o se restringe, con un fin de
enseñanza, a ciertas formas, como la imposición de mano s P ero
fuera, el poder maravilloso del Señor no conoce obstáculo: ni la
inercia de las fuerzas naturales desencadenadas, ni la progresión fatal
de elementos morbosos. No hay ninguna de estas muertes parciales :
heridas, fiebre, lepra, parálisis, ceguera, que no sea vencida ; y la
última muerte, aquella "a quien nadie abre la puerta de buen
grado", también se ve obligada a retroceder, soltando su presa.
En esta obra extraordinaria, el procedimiento de Jesús, tan lejano
de toda vana complacencia y (le todo lo que huele a ostentación o
charlatanería, ¡qué sencillo es, y al mismo tiempo qué grande! Unas
palabras, un mandato, un gesto, el tocar simbólico de los ojos que se
abren, de las lenguas que se desatan, y siempre la seguridad del
hijo que se mueve en casa de su padre y sabe que será obedecido a
la primera indicación.
En presencia de estos hechos, cuya historicidad global es cierta,
buscar hipótesis explicativas, que en otras circunstancias podrían
tener su probabilidad, nos parece enteramente pueril. La que lo
atribuyera todo a la habilidad del taumaturgo sería simplemente
ridícula. El más diestro prestidigitador triunfa sólo en un género de
prodigios bastante limitado y por medio de manipulaciones y
complicidades que acaban por despertar sospechas en aquellos que
tienen interés en descubrir el fraude. Entre los enemigos de Jesús, a
ninguno se le ocurrió hacer esta conjetura.
La hipótesis de las fuerzas ocultas, utilizadas por el Maestro, no es
más digna de consideración, aunque sea el refugio de la
contraapologética popular. Y es que es muy fácil resumirla en
fórmulas efectistas: "¡Milagros de ayer, experiencia de mañana! ¿No
vemos ahora energías aprisionadas o en vías de serlo: electricidad,
hipnosis, rádium, etcétera, que eran desconocidas en otro tiempo, y
cuya aplicación fortuita entonces hubiera pasado por un
milagro? Tal o cual fuerza de esa especie actuaba entonces en
Judea".
En esta forma, la dificultad tampoco se sostiene, a poco que se
reflexione. Todo un grupo de milagros evangélicos escapa a esta
explicación: que una cualidad oculta haya permitido multiplicar los
panes, sosegar de repente una tempestad o resucitar un muerto, si
hay alguno que lo admite, será inútil proseguir la discusión.
Limitando ésta a los hechos menos evidentemente refractarios, se
observará, además, que las fuerzas desconocidas, precisamente por
ser tales, deben producir muy raramente su efecto natural: su
intervención, por tanto, pocas veces se presentará durante la vida
de . un hombre, por afortunado y hábil que se le suponga. ¿Se dirá
que estas energías, por una especie de armonía preestablecida, se
habían dado cita en un rincón de Judea, prontas a obrar cuando
pasara Jesús? Manda él, y una fuerza oculta purifica al leproso;
quiere, y una fuerza se dirige a casa del siervo del centurión y le
cura: dice a Pedro: "Ven", y una fuerza solidifica las ondas bajo los
pies del apóstol. Pascal diría seguramente: "¡Cómo abomino estas
necedades!"
Pero los enemigos serios de los milagros no se satisfacen con
esto. A los efectos extraordinarios asignan una causa misteriosa, aun
mal definida, pero ya relativamente manejable y desconcertante por
la rareza y amplitud de algunos de sus efectos. Sea cualquiera el
nombre que se le dé —añaden—, sugestión victoriosa o fe que
cur a p arece ser que Cristo tenía de ellas una idea y en todo caso él
la utilizó. Sus puntos de apoyo son la imaginación y la emotividad
del enfermo, bien se presenten ellas en el hipnotismo natural o
provocado, más manejables, más plásticas, libres del control
ordinario del estado de vela ; ya excitadas por la esperanza y
expectación, caldeadas por un medio efervescente, se ofrezcan ellas
mismas al llamamiento de una personalidad superior. En los dos
casos, dócil a la sugestión inconsciente, o estimulada por la palabra
imperativa, nace una idea-fuerza que ocupa instantáneamente el
campo mental de un débil, reúne sus virtualidades dispersas y las le-
vanta en un arranque súbito. Esta violenta conmoción es, a veces
saludable; lo que parecía imposible se realiza. Salida, en apariencia
de no se sabe dónde, pero, en realidad, surgiendo de lo profundo del
organismo, una ola se desata, y barre entonces los obstáculos
inveterados y los males reputados incurables. Así otras veces, han
curado los reyes. Numerosos hechos de este género han reivindicado
para sí las sectas que profesan la virtud curativa de la fe. Más
modestos, los practicantes de la sugestión obtienen a veces
resultados mejor comprobados y relacionados, si no tan sor-
prendentes. Un enfermo que se creía incapaz de comer o
de moverse o de prescindir de un estupefaciente, come, anda o se
abstiene, ante el mandato del doctor en el cual ha puesto confianza.
Tal es, en líneas generales, el mecanismo psicofisiológico, que un
estudio más científico utilizará mejor alprecisarlo.
Pero, de este mecanismo, nosotros hallamos algo en el Evangelio:
antes (le curar a los enfermos, Jesús exige la fe: "Hija, tu fe te ha
salvado"; "Si tú puedes creer, todo es posible al que cree"; "Vete, tu
fe te ha hecho salva " . Por otra parte, a poca fe, pocos, o ningún
milagro.
Esta hipótesis, a la que se adhieren, con pequeñas variantes de
matiz, los críticos liberales, explica, según ellos, los hechos
maravillosos, cuya realidad reconocen. O, mejor dicho, ellos no
reconocen como reales, entre estos hechos, sino "aquellos en los
cuales la confianza personal del enfermo ha podido desempeñar un
papel" . Desde Ernesto Renán a Alfredo Loisy, de J. M. Guyau a Emilio
Zola , d esde J. E. Carpenter, al doctor Edwin Abott , d esde A. von
Harnack a E. Meyer y a J. Klausner , e l terna reaparece con variaciones
sin importancia.
Pero éstos son ya nombres de ayer más bien que de hoy; y es
manifiesto que entre los más aptos, dentro de los adversarios de lo
milagroso, la fe en "la fe que cura" ha disminuido mucho. Convendrá,
sin embargo, decimos nosotros, bajo una u otra forma, si se quiere
sostener el empeño racionalista, volver a ella. Con efecto, los
errores y los fracasos de las medicaciones psicofisiológicas , l a re-
gresión o, si se quiere, la evolución que lleva a los psiquiatras hacia
métodos más complicados, más especializado y por consiguiente más
lentos, y reduce a casi nada la amplitud concedida a los efectos
repentinos de la sugestión , n o tan tenido su contrapartida en el
dominio del milagro. ¿Y cómo la habrían de tener? El carácter
instantáneo de estas curaciones suprime el interés de su comparación
con los procedimientos minuciosos, laboriosos y a largo plazo,
del psicoanálisis , p or ejemplo. Corno quiera que sea, y por
comprometida que parezca entre los clínicos serios, la fe que sana, es
todavía el argumento principal de todos los historiadores que padecen
la manía de explicar naturalmente los milagros evangélicos. Y en esta
materia ocurre también que una teoría, ya abandonada y desacreditada
entre la é l i t e intelectual, sirve todavía de refugio a los
vulgarizadores. Por esto hay que insistir un poco más en ella.
Esta interpretación de lo milagroso deja fuera de su radio una gran
parte de los hechos que debiera explicar. Concedámoslo todo a los
objetantes, y siempre subsistiría esta disyuntiva: o negar en bloque
todos los milagros distintos de las curaciones propiamente dichas,
obradas por acción de presencia: tempestad calmada, multiplicación
de panes, enfermos curados a distancia sin previo aviso, muertos re-
sucitados, etc.; o recurrir a lo sobrenatural. Con ello se habría
practicado una brecha en la tesis cristiana; pero esto no equivale a su
derrumbamiento completo. Y resultaría que un número
considerable de hechos, referidos en documentos, por lo demás dignos
de fe, quedaba descartado a p r i o r i , por razones que no conoce la
historia.
Pero ateniéndonos a los milagros de las curaciones realizadas
instantáneamente, los únicos que aquí examinamos ahora
(comprendiendo en ellos las expulsiones demoníacas, que, para
nuestros adversarios, son una simple variedad de curaciones", ¿hay
que conceder mucha confianza al poder misterioso de la sugestión?
Notemos, antes de responder a fondo, que si la explicación
bosquejada arriba pretende informarnos del cómo y no de la causa
profunda, de las curaciones del Evangelio; si se reduce a la
descripción mediante imágenes de una fuerza extraordinaria, de una
actividad excepcional que seguiría, aunque vertiginosamente, las
líneas normales de una curación natural —como la rapidez
centuplicada de un auto no dejaría de !hacerle franquear cada
accidente de terreno de la pista recorrida—, podemos encontrar la
conjetura admisible. Al menos' no habrían razones doctrinales que
oponerle.
Si se quiere, yendo aún más lejos, conceder en esta revolución
orgánica, en esta reviviscencia repentina, un papel instrumental
preponderante al elemento psíquico o nervioso , e sto sería todavía
una cuestión libre, del todo independiente de la realidad del
milagro.
Pero el punto vivo es saber, no cómo las cosas han sucedido,
sino si, con sólo las fuerzas naturales allí concretamente aplicadas
pudieron suceder así. Se trata de saber si los casos conocidos y
legítimamente verificables de sugestión médica, de autoridad
fulgurante, de curación instantánea obtenida por la confianza, dan
solución a los milagros obrados por Cristo, suministrando base
sólida a la explicación de estos hechos por la fe que cura.
Primera aseveración comprobada, y que derrama mucha luz
sobre una materia, que en el estado actual científico permanece
obscura, y quizá siga siéndolo mucho tiempo, por falta de medios
directos de observación: la sugestión salutífera cura, a veces, los
males que la sugestión mórbida ha producido, y solamente éstos.
A un mal que no ofrece sino síntomas sin lesión apreciable de
tejidos, todavía única o casi únicamente psíquico (se llama a veces
mal funcional o sin materia), un remedio igualmente psíquico,
sugerido o imperado, según los casos. Este principio de
equivalencia entre el poder creador de la imaginación y su poder
sanador es enunciado y constantemente supuesto en las
discusiones de los sabios acreditados . E l doctor Moxon, por
ejemplo, lo formula así: "En la proporción en que el mal es una
falta de fe, en esta misma proporción exacta, la curación del mal
es un caso de fe que sana" . E stos casos no son imaginarios:
se da en mayor número entre los civilizados, pero en todas
partes, entre los débiles —débiles crónicos o simples anémicos—,
en cuyo estado morboso tiene una parte preponderante la
imaginación, la desconfianza, el temor, las emociones, en fin, el
factor moral. Estos son los sujetos aptos para las curaciones por
sugestión; v aun no lo son sino en la medida en que el mal es
imaginario y ha seguido siéndolo. Si el estado de los deprimidos
se debe, como ocurre con frecuencia, sobre todo a la fatiga, o si
indicios más materiales, efecto de la mala circulación de la
sangre, anquilosis, caducidad, etc., han sucedido a los solos
síntomas psíquicos, los pacientes no son ya inmediatamente
accesibles a la cura mental. Un tratamiento somático debe
precederla, y casi siempre acompañarla.
En fin, y para no abandonar el terreno de los males que
dependen más o menos de la sugestión, es muy claro que el
factor tiempo no es aquí menos indispensable que en las otras
provincias de la patología. Los . psicólogos' más hábiles, los
especialistas más afortunados (le enfermedades nerviosas. saben
cómo se defienden éstas, y que son necesarias ordinariamente
para llegar a feliz término —lo que a veces no sucede— largas
medicaciones proseguidas en condiciones de aislamiento, de
régimen, de repeticiones extraordinariamente complejas.
Después de establecido sobre bases racionales y técnicas muy
estudiadas, el tratamiento que conviene a este género de
afecciones, se ha visto que por ser tan naturales como las otras,
las curas de psicoterapia, no eranni más rápidas ni más fáciles
que las de enfermedades orgánicas.
Porque (¿a qué insistir en ello?) no todo son psicópatas. Las
nueve décimas partes de las afecciones que prueban, atormentan
y, en fin, matan al viejo Adán; todas éstas que llevan consigo
llagas; la ulceración profunda de órganos o su atrofia; la lesión de
tejidos musculares y nerviosos; el crecimiento morboso de las
células, su degeneración o su alteración por los microbios
patógenos, escapan a la competencia principal de la terapéutica
emotiva y voluntaria. La mayor confianza del mundo, si bien
ayuda a estos enfermos a curar, no los curará jamás por sí sola,
ni, con mayor razón, instantáneamente. La 'reconstitución de un
órgano fisiológicamente alterado supone un lapso de tiempo,
siempre apreciable y ordinariamente considerable. La persuasión,
la autoridad del médico, la simpatía y la confianza que inspira
abren el camino a intervenciones útiles y pueden devolver su
elasticidad a fuerzas interiores de regeneración que una ilusión o
preocupación tenaz paralizaba en el enfermo. Esto es mucho,
pero esto es todo.
Siendo esto así, y no creemos que se halle ningún médico honrado
que lo ponga seriamente en litigio, la tentativa de explicación de los
milagros por la fe que cura viene a quedar desvirtuada o anulada.
Porque es pueril suponer que todos o casi todos los enfermos
llevados a Jesús: campesinos galileos, pescadores de Tiberíades, etc.,
eran enfermos exclusiva o principalmente de imaginación. Consta, por
el contrario, que un gran número de estos desgraciados padecían
enfermedades orgánicas con lesión: lepra, atrofia, ceguera,
hemorragia crónica, fiebre, etc.
En los casos mismos en que quede como probable una enfermedad
sobre todo psíquica, contractura o mutismo histérico, la terapéutica
de Jesús comparada con la de los más hábiles psiquiatras —no
hablemos de los virtuosos de la sugestión—, es enteramente distinta y
de otro orden. La fe exigida por el Señor, "la fe que salva", es una
disposición religiosa, meritoria, versando, con frecuencia, sobre su
persona o su misión: no es, en modo alguno, una confianza ciega en
su poder taumatúrgico. Así unas veces la exigía antes, otras,
después del milagro, y su ausencia o su eclipse en este caso
induce responsabilidad moral en los testigos. Con frecuencia la
demanda al paciente, pero otras veces, a sus padres, a sus deudos, a
sus amigos, lo que excluye un influjo de orden físico sobre el doliente.
En fin, ella no serefiere sólo a los efectos materiales comprobables,
como una curación, sino que versa también sobre realidades invisibles
y del todo espirituales: la remisión de los pecados, la recuperación de
la gracia . E l milagro evangélico no resulta, automáticamente, del
desencadenamiento de una fuerza mágica; Do nace del juego
espontáneo de las energías naturales; brota en el punto de
intersección de dos fuerzas personales, inconmensurablemente
desiguales, pero ambas normalmente necesarias. La fe es el
instrumento providencial que las une; ella asocia a la Potencia
creadora, que da sin imponerse, la buena voluntad dócil del
beneficiario; y por esta razón su maravilloso fruto no es sólo un
prodigio, sino también un signo y una virtud.
Por lo que hace a las modalidades de estas curas extraordinarias,
nada común ofrecen con los procedimientos de la sugestión o con sus
resultados: sin manipulaciones, sin tratamiento anterior o preparación
concertada, sin recaídas, iguales, en fin, para los males más
diferentes, obran a veces, a distancia, sobre personas que no saben la
hora en que el Maestro se interesará por ellas, ni siquiera si
consentirá en beneficiarlas.
( P. Leoncio de Grandmaison, S.J. , Jesucristo: Su Persona, su
Mensaje, sus pruebas, pp. 500-508, Ed. Litúrgica Española,
Barcelona )