VIERNES SANTO
Padre Pedrojosé Ynaraja
Hoy no celebramos misa, es el único día que está prohibido hacerlo. Nos reunimos
para una acción litúrgica exclusiva de esta jornada. Los que gozamos de larga y
provechosa vida, sabemos cómo impacta y enriquece la muerte de un ser
entrañablemente amado. Sus últimas palabras las recordamos siempre. Su marcha,
que no huida, hacia la eternidad, nos interroga profundamente. Los que le hemos
amado en vida, nos encontramos abrazados en el dolor. Acude gente que también
le amaban. Hablamos, son momentos de generosidad, de renovación de amor, de
ofrecimiento de ayuda… El entierro posterior, nos vuelve a interrogar…
Sobre este cañamazo humano, debemos bordar lo que celebramos hoy. Rezamos.
La liturgia occidental sugiere que la oración del sacerdote al menos, se haga como
en el momento álgido de sus ordenaciones diaconal y presbiteral: totalmente
postrado, estirado en el suelo. No es un espectáculo. Anonadado me siento cada
año, iniciando la conmemoración y comunión íntima con el acto que cambió la
historia humana. No soy digno de estar allí. Si a Santa María, la Madre del Señor,
se le permitió estar cerca del calvario, a ella, a Juan y a las dos Marías, a mí, a
nosotros los que con fervor estamos celebrando la liturgia de hoy, se nos concede
la Gracia de entrar en comunión sacramental.
Por si hemos visto demasiados crucifijos bonitos, tal vez incluso convertidos en
joyas preciosas, la lectura de Isaías es un jarro de agua que nos desconcierta, pero
que debe limpiarnos de equívocas imaginaciones. Jesús en la cruz, a los ojos de los
hombres, a los ojos de la cara, era así, como nos lo anuncia el profeta. No ocurriera
que fuéramos vanagloriándonos con decorativas cruces, cual logos de prendas de
marca.
Pero la imagen humilde del Jesús ajusticiado, no debe acomplejarnos. Por
paradójico que parezca, es salvación. A nadie, excepto a Dios, se le podía ocurrir
iniciar la salvación del género humano, la fundación de una Iglesia Madre, centrada
en un ejecutado. La Carta a los Hebreos, segunda lectura, nos despierta de posibles
letargos, para decirnos que, precisamente porque el Señor fue y vivió de la manera
que sabemos, debemos mantener la confesión de la Fe. Que la lectura de la pasión
pueda parecer larga, mis queridos jóvenes lectores, es una apreciación injusta.
Duro mucho más la detención, tortura, condena y crucifixión del Señor.
Reunidos como estamos en el seno de la universalidad de la Iglesia madre nuestra
y esposa de Cristo, acordémonos de todos aquellos que tienen necesidades. Es
momento de generosidad. El redactado de esta oración debería ser patrón de todas
las oraciones comunitarias a lo largo del año. Se nos muestra la cruz. Antiguamente
se creía poseer muchos fragmentos de la auténtica, en la que crucificaron a Jesús,
hoy que se sabe que no hay seguridad, se nos enseña un símbolo, que debería ser
un desnudo y tosco cruce de dos maderos, pero que, por diversos motivos, con
frecuencia, es una devota imagen. Prestémosle la pleitesía que merece. No hay
normas de protocolo, que exijan obligado cumplimiento. Arrodillarse, besar,
depositar la frente… cada uno debe expresarse con sinceridad y humildad. Sin que
sea un texto litúrgico, el himno tan extendido: “Victoria, tu reinarás, oh, cruz, tu
nos salvarás” es muy apropiado para finalizar esta etapa de la acción litúrgica.
Agradecidamente conmovidos, nos acordamos de su enseñanza y rezamos el
Padrenuestro, como el esposo recuerda las palabras de su esposa, como el hijo la
última conversación tenida con su padre, como el amigo las recomendaciones que
le hizo.
No se nos quita la posibilidad de comulgar. Que no es con un cadáver. El Señor
proclamamos que en el sepulcro no estaba ocioso, visitaba, sacando del abismo, a
los justos que esperaban santo advenimiento. Las Iglesias Orientales tienen un
precioso icono que describe este misterio. El Salvador acude y alarga la mano para
levantar a Eva, para con la otra sacar a Adán, Abraham, David y los profetas,
también esperan felices. Con este Dios comulgamos y a continuación debemos
retirarnos en reverencial silencio.
Padre Pedrojosé Ynaraja