V DOMINGO DE CUARESMA
(Ezequiel 37:12-14; Romanos 8:8-11; Juan 11:1-45)
Es una historia común. Cada uno tiene su propia versión. En la mía hace dos
semanas murió mi amigo, el Padre Francisco. Era párroco, consejero, amigo,
hermano, y otras cosas para diferentes personas. Hace poco se retiró del servicio
de tiempo pleno a sesenta y nueve años de edad. Quería seguir ayudando a la
gente pero sin tantos compromisos. Sin embargo, el año pasado le descubrieron
cáncer en sus pulmones. Lo operaron y le dieron la radioterapia, pero no podían
salvarlo. Hace un mes el Padre Francisco informó a sus seres queridos que no iba a
vivir mucho tiempo más.
“¿Por qué - preguntamos en casos como lo de Padre Francisco – tiene que morir
cuando todavía es relativamente joven con mucha razn de vivir?” Estamos
tratando el dolor profundo que nos agarra como una mano de hierro. Nos ponemos
inconsolables de modo que nos desconectemos del mundo exterior. Nos dificulta
trabajar, recrear, aun comer. Sólo nos ocupan los pensamientos del muerto. Vemos
esta condición particularmente en los padres de niños y jóvenes que mueren. La
vemos en la familia y los compañeros de Lázaro en el evangelio hoy.
Los psicólogos han descrito varios niveles del dolor profundo que corresponden a
diferentes personas del pasaje. Marta sufre mucho por la muerte de su hermano.
Está acongojada pero no paralizada. Tiene en sí misma la capacidad de rebotar del
contratiempo con toda la fuerza de una maratonista en el cuarenta kilómetro. En
cuanto oye que Jesús se acerca, sale para pedirle socorro. A él le puede proclamar
su fe. Los amigos de Lázaro viniendo a consolar a sus dos hermanas muestran un
segundo tipo de respuesta al dolor. No están profundamente afectados por la
muerte aunque sí lloran por el fallecido. Pueden observar todo lo que pase sin
perder el sueño. Pues, tienen problemas en sus propias casas para preocuparse.
María, la otra hermana, reacciona con el mayor dolor profundo. No puede salir
cuando Jesús llega al pueblo a lo mejor porque está completamente inmovilizada.
Cuando eventualmente encuentra al Señor, sólo repite lo que dijo Marta, tal vez
porque las dos se pusieron de acuerdo en la casa durante la agonía de su hermano:
“Si hubiera estado aquí (Jesús)…” María se cae a los pies de Jesús llorando. Se ve
incapacitada; sin embargo, nos regala la propia postura para afrontar el dolor
profundo.
Cuando sentimos dolor, es tiempo de poner todas nuestras vidas al pie de Dios por
la oracin. Al llamarlo, “Seor”, nos damos cuenta de que Él es el sumo bien para
quien vivimos. La confianza de este planteamiento nos regala la fuerza para seguir
adelante con nuestros quehaceres. Sin embargo, no es principalmente nuestra
propia fuerza que nos levanten del dolor profundo. El Espíritu de Jesús nos llena el
corazón con la esperanza de vencer la muerte. En el evangelio Jesús llama a Lázaro
del sepulcro para mostrar su poder sobre la muerte. Este poder es como el amor
con que los padres tranquilizan a sus bebitos llorando por tomarlos en sus brazos.
Podemos quedar seguros que la muerte no va a ser la clausura de nuestra
existencia aunque no sabemos exactamente de que comprende la vida eterna. No
es la que tenga Lázaro resucitado; pues, él va a morir de nuevo. Es la que muestra
Jesús en el final del evangelio, pero solamente la vemos por vislumbres, no del
profundo. Será algo nuevo, extraordinario, no imaginable pero, a la misma vez,
gozoso, sensible, consciente. Podemos pensar en la vida eterna como una gran
sinfonía con pirotécnicos u otro espectáculo maravilloso, pero no se puede decir
nada con certitud.
Un poeta hindú dice que la muerte no es el extinguir la luz, sino el apagar la
lámpara porque ha llegado el amanecer. Al que llamamos “Seor” nos viene como
el sol para sacarnos de la mano de hierro que nos tiene esta vida para bañarnos en
su luz. Sí, es difícil despedir a nuestros seres queridos, pero estaremos a los pies de
aquel que nos ama como los padres a su bebito. Estaremos con aquel que nos ama.
Padre Carmelo Mele, O.P.