Domingo de Ramos en la Pasión del Señor
“Bendito el que viene en nombre del Señor”
Esta sencilla, espontánea y entusiasta aclamación de la gente que acoge a Jesús en
su entrada en Jerusalén, puede ser una buena expresión de los sentimientos que
deben brotar en nuestro corazón al comienzo de la Semana Santa, días en los que
celebramos, de manera significativa, el amor de Dios a los hombres. ¡Ojala! que de
nuestro corazón brote una expresión que muestra nuestra gratitud y esperanza. La
liturgia de este Domingo de Ramos está marcada por un fuerte contraste. En un
primer momento el júbilo, el entusiasmo y la acogida triunfal de Cristo que
humildemente entra en Jerusalén. Es una entrada triunfal pero no marcada por el
dominio ni el poder, sino por el servicio y la entrega. La gente sencilla lo aclama y
vitorea entusiasmada y agradecida. Ha visto, siempre, en Jesús esa cercanía y
entrega acogiendo a todos con amor y comprensión. De ahí los gritos de “¡Viva el
Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Seor! ¡Viva el Altísimo!”.
Cuando en otras ocasiones, la multitud enardecida, quiso proclamarlo rey, Jesús se
retira (Cfr. Jn 6, 15). No quería ser un rey triunfalista, de poder y dominio. Ahora él
mismo lo provoca porque le acogen desde su entrega especialmente a los más
necesitados. En contraste con el proceder de la gente sencilla y agradecida, está la
de los fariseos y jefes del pueblo que, indignados, quieren acallar tanto entusiasmo
diciendo a Jesús que reprenda a sus discípulos (Cfr. Lc 19, 39). Junto a la alegría y
entusiasmo aparece en la liturgia de este primer día de la Semana Santa el odio, el
sufrimiento, la cruz. Triunfo junto con nubes de traición y de muerte, procesión
festiva de ramos y a la vez relato de la pasión del Señor, ramos de alabanza y de
aclamación junto con la ejecución en la cruz.. Todo lo que tiene de contradictorio
este día es expresión muy clara de lo que es nuestra vida humana y cristiana. Toda
ella hecha de contrastes y también, por nuestra parte de contradicciones e
incoherencias. Jesús viene a salvar a la humanidad, a rectificar la historia humana
llena de disparates, de guerras y violencia, de injusticias y desigualdades en el
horizonte de una gran esperanza de justicia de amor y de paz. Rechazan a Jesús, y
acaban con el en la cruz acusado de blasfemo ante el Sanedrín y de sedicioso ante
el gobernador romano por un conflicto entre Jesús y los dirigentes de Israel. Jesús
murió en la cruz por enfrentarse a unos y no complacer a otros. Por atacar el
templo y lo que el templo representaba, mostrando un rostro nuevo y más
atrayente de Dios. Por haber enseñado que vale más la misericordia que los
sacrificios; por haber afirmado que el hombre está por encima del sábado; por
haber predicado una justicia mayor que la de los jefes del pueblo; por no responder
a las aspiraciones de un mesianismo a ras de tierra y no consentir que lo aclamaran
como rey de los judíos. La muerte de Jesús es obra de los hombres. No pensemos
que Cristo muere en la cruz para aplacar la ira divina ultrajada por nuestros
pecados. En la fe de los primeros cristianos, Dios Padre no aparece como alguien
que exige previamente sufrimiento y sangre para que su honor quede satisfecho y
pueda a sí perdonar. Al contrario, Dios envía a su Hijo sólo por amor y ofrece la
salvación siendo nosotros pecadores. Los hombres que rechazan a Jesús y no
acepten que introduzca en el mundo un reinado de justicia, de verdad y fraternidad
son los causante de esta muerte tan ignominiosa e injusta. Lo que el Padre quiere
no es que le maten a su Hijo, sino que su Hijo lleve su amor a los hombres hasta
las últimas consecuencias. Ante este contraste que hoy vivimos en nuestra
celebración hagamos, de verdad, nuestra la súplica con la que hemos iniciado este
Eucaristía: “Concédenos, Seor, que la enseanzas de su pasin nos sirvan de
testimonio y que un día participemos en su gloriosa resurreccin”.
Joaquin Obando Carvajal