Viernes Santo de la Pasión del Señor
“Yo para esto he venido al mudo: para ser testigo de la verdad”
Esta afirmación clara y serena de Jesús ante Pilato que le juzga de acusaciones
infundadas ayuda a comprender el hecho cruel e injusto de la pasión. Es verdad
que Jesús muere por nuestros pecados pero no porque Dios esté airado por las
ofensas de los hombres y que hay que repara de manera justa. No es Dios quien
está mal dispuesto hacia nosotros. Precisamente lo que Jesús ha venido a
revelarnos es la buena voluntad de Dios hacia el hombre. No nos ama cuando ya
estamos reconciliado con él, sino que nos reconcilia con él porque nos ama. La
acción reconciliadora de Jesús no busca cambiar la disposición del Padre, sino la
disposición nuestra, que es el único obstáculo para nuestra amistad con Dios. Jesús
es la Verdad, y ha venido para que siguiendo esa verdad encontrar la salvación.
Hay que entender la muerte violenta de Jesús como el término y cumbre de su
mensaje y misión, que era instaurar el nuevo orden del Reino de Dios basado en el
amor. Proyecto que es rechazado por aquellos que no aceptan que introduzca en el
mundo un reinado de justicia, de verdad y fraternidad. Un inocente que viene a un
mudo corrompido, denunciando su pecado e invitando a los hombres a otro mundo
posible, no podría acabar de otra forma que eliminado cruelmente. Son los
poderosos, los bien situados en la vida, los que se oponen a Jesús hasta terminar
con El. El modo cruel en que Jesús murió no es consecuencia de un destino fijado
por Dios. Dios nunca puede complacerse en un pecado. Sólo se complace en el
amor que Jesús muestra al entregar su vida en fidelidad a su misión. Muere en la
cruz por nuestros pecados, es decir, por la maldad y crueldad de los hombres.
Jesús no habría sido crucificado si hubiera traicionado su mensaje llegando a un
arreglo con los poderes de este mundo o abandonando su misión. Fue por su
fidelidad a la misión encomendada por lo que se encontró con aquella muerte tan
horrible. Muere a manos de los pecadores, pero muere también rescatando a los
pecadores de su pecado. Como quien intenta rescatar a un amigo drogadicto
enredado en una mafia de traficantes. Como consecuencia de su intento, muere
asesinado por los mafiosos. El amigo drogadicto, arrepentido y horrorizado,
pensará: Murió para liberarme de la droga, murió para rescatar mi vida. Murió por
mí, para que yo no muriera. Me rehabilitó al precio de su vida. Esto podemos
aplicárnoslo a cada uno de nosotros., como lo hizo san Pablo: “Me amó y se entregó
a la muerte por mí” (Gal 2, 20). La cruz nos revela un amor más fuerte que la
muerte. Sólo en la cruz puede Dios acabar de convencernos de su amor hacia
nosotros. De ahí su gran atractivo y el gran poder que tiene para convertirnos de
nuestro pecado. Pero no todos pueden captar esa belleza de Jesús en la cruz, sino
tan sólo los que experimentan en sí mismos los frutos liberadores y salvadores de
su muerte El Viernes Santo no algo que sucedió hace ya muchos años. Es una
realidad tristemente actual porque gran parte de la humanidad vive un doloroso y
prolongado Viernes Santo: los muertos de hambre en medio de la gran abundancia
de muchos otros; países empobrecidos en beneficio de algunos cada día más ricos;
gente marginada, explotada y violada; el paro, la violencia, la corrupción… y tantas
situaciones fruto de la injusticia, egoísmo y afán de poder, crucifican cada día a
miles y miles de seres humanos. Jesús sigue sufriendo en ellos porque “cada vez
que lo hicisteis con un hermano mío de esos más humildes, lo hicisteis conmigo”
(Mt 25, 40). Miremos con gratitud y confianza la cruz de Cristo. Dejemos que su
amor penetre en lo íntimo de nuestro corazón. Que cale en nosotros la gran verdad
de que Dios nos ama aun siendo nosotros pecadores. Si contemplamos así a Cristo
crucificado, el grito de nuestros hermanos, hoy crucificados, nos comprometerá a
trabajar para aliviar tanto dolor y sufrimiento.
Joaquin Obando CarvajalJoaquin Obando Carvajal