Domingo de la Resurrección del Señor
“El había de resucitar de entre los muertos”
“Lo matasteis en una cruz, pero Dios lo resucitó” (Act 2, 23-24). Esta afirmación la
repite Pedro en varias ocasiones al comienzo de la predicación apostólica. De
manera concisa y acertada presenta el gran acontecimiento de la salvación con la
vida de Cristo, y que tiene su culminación en la pasión, muerte y resurrección. La
pasión y muerte obra de los hombres: “lo matasteis en una cruz”. La resurrección
es la respuesta de Dios a la acción del hombre. La resurrección de Jesús nos
descubre, ante todo, que Dios pone vida donde el hombre pone muerte. Alguien
que genera vida donde los hombres la destruimos. Resucitar no es volver a la vida
de este mundo, es entrar en la plenitud de vida de Dios donde ya no hay barreras
que nos separen y diferencien unos de otros, donde todos estamos inmerso en el
amor, donde todas nuestras aspiraciones de paz y felicidad están colmadas.
Ciertamente nos falta experiencia de esta realidad tan sublime. Pero no estamos
hablando de fantasías, sino de una realidad que se escapa de la experiencia, pero
ha marcado la historia y la vida de millones de seres humanos, como ya les pasó al
grupo de los primeros seguidores de Jesús. La resurrección de Cristo es el núcleo y
fundamento de la fe cristiana. “Si Cristo no ha resucitado, vuestra fe es ilusoria y
seguís con vuestro pecado” (1 Cor 15, 17). Ser cristiano es creer en la resurrección
de Cristo. Creer que Jesús de Nazaret, después de seguir su camino de anuncio de
la Buena Noticia del Reino de Dios, para ser fiel a ello hasta el extremo, aceptó el
camino de la cruz con una fe, con un amor, con una esperanza total. Y por ello Dios
Padre le resucitó, le comunicó aquella plenitud de vida que El había anunciado,
constituyéndole así Señor, es decir, criterio y fuente de vida para todos los que
creyeran en El. La resurrección de Cristo nos alcanza también a nosotros, estamos
vinculados a esa vida en plenitud. Claramente lo afirma san Pablo: “¿Habéis
olvidado que a todos nosotros, al bautizarnos para vincularnos a Cristo Jesús, nos
bautizaron para vincularnos a su muerte? Luego aquella inmersión que nos
vinculaba a su muerte nos sepultó con El, para que, así como Cristo fue resucitado
de la muerte por el poder del Padre, también nosotros empezáramos una vida
nueva” (Rom 6, 3-4). El Espíritu de Cristo, que recibimos en el Bautismo, está
presente en nosotros vinculándonos a Cristo resucitado. La fuerza de la
resurrección está ya en nosotros. Imaginemos un hombre sumergido en una
ciénaga, que consigue sacar la cabeza fuera. El resto del cuerpo todavía chapotea
en el barro, pero la cabeza está ya fuera, y pude respirar aire puro y transmitir el
oxígeno a los miembros todavía sumergidos. La resurrección de Cristo no pertenece
a la historia, es un hecho escatológico, pero ejerce su influjo en la historia. Algo de
nosotros, nuestra cabeza, ha resucitado y vive ya las condiciones de la vida
definitiva, y desde esa dimensión es capaz de influir salvíficamente en la historia de
los que aún estamos sumergidos. Por eso la resurrección de Cristo es fuente de
alegría y de esperanza porque nos descubre que la vida está habitada por un
Misterio acogedor que Jesús llamaba Padre. Porque Cristo resucitado conduce a sus
discípulos a la apertura creadora al mundo. Porque es fuente de paz, y la vida es
más fuerte que la muerte, el amor de Cristo más poderoso que el pecado, Dios más
grande que el mal. La fiesta de la Pascua no es sólo una celebración litúrgica. Es,
antes que nada, una manifestación del amor poderoso de Dios que hemos de
celebrar, vivir y disfrutar en el fondo de nuestro ser y en el ámbito de la comunidad
cristiana, porque yo soy amado por Dios, y me espera una plenitud sin fin.
Joaquin Obando Carvajal