Comentario al evangelio del Jueves 21 de Abril del 2011
Queridos amigos y amigas:
Compartir el pan y beber de la misma copa eran gestos muy elocuentes en tiempos de Jesús. A través
de ellos se establecía una profunda comunión con los demás y con la naturaleza. El pan y el vino,
frutos de la tierra y del trabajo de los hombres, se convierten en alimento después de un proceso de
transformación. Tienen que morir los granos de trigo y las uvas del racimo para que nazca el pan
blanco y el vino rojo. Cuando Jesús entrega a sus discípulos estos dones, les está anticipando su final y,
al mismo tiempo, les está ofreciendo un programa de vida: “Vosotros podéis ser alimento para los
demás si aceptáis ser molidos (como los granos) o triturados (como las espigas)”. En esto consiste la
eucaristía. Por eso, como nos recuerda la carta a los Corintios, cada vez que comemos de este pan y
bebemos de este cáliz proclamamos la muerte del Señor hasta que él vuelva, reproducimos el sentido
de su vida entregada.
¿Entendemos esto cuando celebramos la eucaristía? Si lo entendiéramos, ¿cómo podemos preguntar,
una y otra vez, “para qué sirve la eucaristía”? ¡Sirve para vivir! Es el símbolo y la fuente de la vida.
Sin entrar en comunión con el Cristo que se da somos incapaces de dejarnos triturar en el lagar de la
vida, nos resistimos a todas las muertes y no encontramos sentido a nada de lo que hacemos. Sin
eucaristía, nuestra existencia se reduce a una exhibición estéril.
Como hoy no estamos muy adiestrados en descifrar símbolos, el evangelio de Juan nos ofrece una
traducción eucarística apta para todos los públicos. Vive la eucaristía quien reproduce la vida de Jesús,
que no ha venido a ser servido sino a servir. Por eso, en el Jueves Santo, se coloca ante nuestros ojos el
icono del Jesús que lava los pies a sus discípulos. El Señor se convierte en siervo y los siervos en
señores. La conclusión es clara: También vosotros debéis lavaros los pies unos a otros.
Os propongo una parábola:
En un encuentro comunitario, el Abad confesó con sencillez a los monjes:
Cuando yo era adolescente, tenía la ambición de ser el primero en todo: quería ser el más guapo, el más
listo, el más alto, el más rico, el más joven, el más bueno, el más sabio.
Pronto descubrí que esta ambición me quitaba la vida, pero no sabía qué hacer, porque veía que no es
posible renunciar al ideal sin traicionarse y me parecía que ser el primero era, sin duda, el ideal.
Tardé mucho en comprender que el ideal está en ocupar el último puesto, que es el puesto del servicio
y, por lo mismo, del amor. Esto dio un sentido nuevo a mi vida.
Ahora caigo en la cuenta de que pretender el último puesto es demasiado para mí, porque ese sitio se lo
ha reservado el Señor, y él no lo cede, aunque sí lo comparte con quien se lo pide. Yo se lo pido, muy
consciente de que no lo merezco, y me siento feliz. ¡Ahora, vivo!
Ciudad Redonda