Comentario al evangelio del Miércoles 27 de Abril del 2011
Queridos amigos y amigas:
Durante toda esta semana de Pascua seguiremos rastreando las palabras del Resucitado. Ellas tienen la
virtud que ninguna otra palabra tiene: conectan con el fondo de nuestro ser y allí donde nadie llega
inyectan la alegría y la esperanza que necesitamos. En este Miércoles de Pascua nosotros somos los
discípulos de Emaús. Nosotros somos los dimisionarios tristes y ofuscados. A nosotros se nos regalan
estos mensajes:
¿Qué conversación es esa que traéis mientras vais de camino? El Resucitado es un terapeuta que quiere
ayudarnos a viajar hasta nuestras raíces. Ayer nos preguntaba por las razones de nuestro llanto. Hoy
quiere saber lo que nos traemos entre manos. ¿Cuáles son nuestras preocupaciones actuales? ¿A qué
estamos prestando atención? ¿Qué o quién ocupa nuestros intereses, nuestro tiempo? ¿De qué solemos
hablar con las personas de nuestro entorno? ¿Por qué razón nos levantamos cada mañana?
¿No era necesario que el Mesías padeciera esto para entrar en su gloria? Ese “era necesario” nos trae
de cabeza. ¿Cómo puede ser “necesario” el sufrimiento”? ¿Qué valor puede tener la muerte? Cuando
llegamos a estos límites, se alza siempre la señal que parece decirnos: “Callejón sin salida. Dé la
vuelta”. Y, sin embargo, en este misterioso “era necesario” se esconde el proyecto de amor de Dios
hacia el mundo, la razón que da sentido a nuestras noches oscuras.
¿Cómo podemos reaccionar ante las palabras del Resucitado? Tal vez haciendo nuestras las de los
discípulos de Emaús:
Quédate con nosotros. El Resucitado siempre aparece en el camino de nuestra vida, pero siempre hace
ademán de seguir adelante. Este estar sin ser visto, esta presencia ausente, esta cercanía distante,
alimenta nuestro deseo, provoca nuestra búsqueda. Sólo puede decir “quédate” quien ha sido tocado y
anhela la posesión total: “¿A dónde te escondiste, amado, y me dejaste con gemido? Hay algo en
nuestra fe que es siempre un “no sé qué que queda balbuciendo”.
¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras? Las
brasas de nuestras vida están, a menudo, cubiertas con las cenizas del cansancio, el aburrimiento, la
desesperación. ¿Cómo encender lo que parece completamente extinguido? ¿Cómo podemos poner en
danza nuestra vida? ¿De dónde brota el fuego interior? ¡De la palabra de Jesús! Cada día, cuando nos
acercamos al evangelio, somos como ese mendigo que estaba sentado junto a la puerta Hermosa del
templo. Pedimos la limosna de la luz, de la alegría. Quizá no aspiramos a grandes destellos. Nos
conformamos con la ración diaria que puede mantener el fuego interior. Jesús nunca la niega a quienes
la piden con fe.
Ciudad Redonda