Segundo Domingo de Pascua A
“Dichosos los que crean sin haber visto”
El Evangelio de este domingo relata dos apariciones de Cristo resucitado. En
la primera no estaba Tomás, sí en la segunda ocho días después. Las
apariciones hay que entenderlas como signos fehacientes de la resurrección
de Cristo. Confirman el dato del sepulcro vacío, y suscitan y avalan la fe de
los apóstoles y de la comunidad eclesial en el hecho real y cierto de la
resurrección del Señor.
Nadie sabe cómo ocurrió la resurrección. Los relatos evangélicos sólo nos
dicen que, a partir de la resurrección, las cosas no volvieron a ser como
antes. Los apóstoles experimentan a Jesús de otra manera. Su presencia no
era como los días de Galilea, pero era igualmente real y transformadora.
Los apóstoles experimentaron un cambio sorprendente, y en adelante
vivirán impulsados por el Espíritu que les comunica el Resucitado ya en la
primera tarde de Pascua.
En las apariciones siempre la iniciativa es de Jesús. El Señor aparece y
desaparece de manera inesperada, incluso “con las puertas cerradas”. Jesús
no es reconocido en un primer momento. Cuando aparece Jesús y los
saluda con la paz, dudan, temen y se muestran reacios a creer, lo que
motiva que Jesús aporte signos e indicios de su identidad, enseñándoles las
manos, los pies, el costado con las llagas de la crucifixión, lo que les lleva al
reconocimiento de Jesús.
El reconocimiento de Cristo resucitado no es tanto una consecuencia de una
apreciación sensible, cuanto un reconocimiento por la fe. Tomás no se fía
del testimonio y la experiencia de los compañeros que habían ya vivenciado
la presencia del Señor resucitado. Tomás busca experimentos con Cristo
resucitado: meter los dedos, tocar, y no experiencia de Cristo. Se equivoca.
Cristo resucitado no es experimento, sino experiencia, y en ésta la iniciativa
la lleva El. Intentar definir al Resucitado es imposible, es limitarlo. El se
deja aprehender pero no comprender, es Alguien accesible pero no
dominable.
Creer es renunciar a ver con los ojos de la carne, a tocar con las manos, a
meter el dedo en las heridas del crucificado para identificar al Resucitado.
Creer es dejarse atrapar por Dios, encontrarle en el silencio interior, en la
asamblea reunida en su nombre, en la vivencia de los sacramentos, en el
hermano con el que Jesús se identifica. El nos busca por unos caminos que
no siempre son los nuestros, pero El está ahí. No hemos conocido a Jesús
según la carne, no buscamos hechos extraordinarios donde apoyar nuestra
fe. Cristo resucitado busca despertar y potenciar la fe de los suyos desde el
encuentro, la paz y el envío, todo impulsado por la fuerza del Espíritu que
hace a los apóstoles hombres nuevos, luchadores contra el mal, liberadores
del pecado, para ir haciendo presente en el mundo el Reinado de Dios..
La presencia del Seor resucitado es garantía de una paz verdadera. “Paz a
vosotros”, es el saludo de Jesús a los suyos. La paz de la vida debe
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suplantar a la paz de la muerte que es quietud, desconsuelo, ansiedad. La
de la vida es alegría de reconstruir nuestra vida. Es la paz del entusiasmo y
de la esperanza y de las puertas abiertas. Con la paz, el don del Espíritu:
“Exhal su aliento sobre ellos y les dijo: recibid el Espíritu Santo”. Impulso
hacia la misión de renovar a los hombres con el perdón de los pecados.
La Comunidad, reunida en torno al Resucitado, es el ámbito adecuado para
encotrarse con El. Jesús está en la comunidad no para hacer las cosas, sino
para empujar hacia la acción a los suyos. Está como un espíritu, es decir,
como soplo, aliento o viento. Está como germen de vida y fuerza para
vencer el mal y la muerte. Tomás no estaba con la Comunidad y no se
encontró con Jesús. Lo logró cuando, estando con los demás, Jesús se hace
presente, invita a Tomás a que palpe y meta su mano en las heridas. El
encuentro con el Seor arranca una confesin de fe: “Seor mío y Dios mío”
que ha de ser estímulo para potenciar nuestra fe en el Resucitado.
Joaquin Obando Carvajal
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