Viernes Santo de la Pasión del Señor.
“He aquí al hombre” (PDF)
“Kénosis”: en el rastro de la Encarnación.
Siendo de condición divina, Cristo “se despojó de su rango... Y así, actuando como
un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte
de cruz” (2 Cor 2,7-8). En la persona de Jesús Dios ha asumido nuestra humanidad
sin privilegios ni exoneraciones, con todas sus contingencias. Ni la historia es para
Dios un juego ni el niño de Belén escondía ases en la manga.
La Encarnación del Hijo de Dios ha tenido lugar en una historia marcada, de hecho
(que no de derecho), por la lógica sacrificial de los poderosos, acostumbrados a no
detenerse ante nada ni ante nadie. Solemos referirnos a la pasión y muerte de
Jesús en términos de prendimiento, flagelación, coronación de espinas y crucifixión.
Quizás fuera mejor que habláramos de búsqueda y captura, de interrogatorio con
tortura, de juicio amañado y de ejecución porque estos vocablos habituales podrían
ayudarnos a percibir mejor los últimos sucesos de la vida de Jesús en toda su
crudeza histórica.
La muerte de Jesús no fue ni natural ni casual. Fue el resultado de la voluntad de
los poderosos. No se trató de una muerte sin más, sino de una ejecución y un
asesinato, es decir, un homicidio cometido con premeditación y alevosía. Fue la
dramática consecuencia histórica de su opción sin fisuras por el Reino, el proyecto
de la fraternidad universal soñado por Dios Padre. En una sociedad profundamente
incidida por jerarquías, divisiones, conflictos, exclusiones..., dicho proyecto vino a
chocar frontalmente con los intereses de los poderosos, que, puestos a ambicionar,
hasta pretendían tener a Dios a disposición o, al menos, de su lado. El anuncio por
parte de Jesús del futuro del “hombre-hermano porque Dios-Padre” fue percibido
por ellos como una amenaza intolerable. Les pareció necesario quitar a Jesús de en
medio, y lo quitaron.
Dar la vida.
A Jesús, en efecto, le arrancaron la vida. No es menos verdad que se entregó a la
muerte libre (Jn 10,17) y amorosamente porque, como él mismo decía, “nadie tiene
amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15,13).
Posiblemente no habría sido tan difícil proclamar que el hombre está hecho para el
sábado, maldecir a los samaritanos, aplaudir a los ladrones del templo, consentir la
lapidación de otra adúltera, dejar de comer con los publicanos, no volver a tocar a
un leproso, declarar bienaventurados a los ricos... nadar a favor de la corriente o
cambiar de chaqueta a tiempo. Jesús, en cambio, eligió la muerte como el precio
que merecía su “tesoro” (Mt 13,44), la consecuencia de una invencible lealtad al
Reinado de Dios, el desenlace de su opción radical por la causa de su Padre y de
sus hermanos.
Dios no se desdice y Jesús tampoco. Su cruz prolonga su vida o, mejor aún, la
extrema o lleva a término. Él es, en efecto, el “Cordero de Dios” (Jn 1,29) –por eso
su ejecución es presentada por el evangelista Juan en el momento de la inmolación
de los corderos pascuales–, pero el suyo no es un sacrificio ritual, sino existencial;
no es el que tiene lugar en el momento último y sobre dos maderos atravesados,
sino a lo largo y ancho de sus días y de sus noches, sobre el altar de la vida. La
entrega de Jesús culmina y sella el sacrificio de toda su persona, su entera
consagración a Dios y a sus hermanos. No es sangre lo que Dios quiere, sino un
corazón dispuesto a hacer siempre y en todo su voluntad (Sal 39,7-8; 50,18-19), al
precio, si es necesario, de la propia vida. Jesús abrió sus brazos en la cruz como
último y definitivo acto de fidelidad. Por eso su muerte es martirio: testimonia
acerca de Dios, sí, pero también acerca de la persona humana.
“Ecce homo”: la verdad sobre el hombre.
“He aquí al hombre” (Jn 19,5), indicó Pilato a los sumos sacerdotes y guardias en el
momento de presentarles a un Jesús ya torturado y poco antes de entregárselo
para que lo crucificaran. Es seguro que no vamos a atribuir a aquel funcionario
ambicioso ninguna cualidad profética, pero lo cierto es que Pilato tenía razón,
aunque fuera en un sentido por él ignorado. “Desfigurado, no parecía hombre, ni
tenía aspecto humano” (Is 52,14) y, sin embargo, aquel Jesús era y es el hombre
cabal, la humanidad cumplida, la persona plenamente realizada según el proyecto
de Dios, cuya medida no es otra que la del amor.
Se ha dicho mil veces que “el hombre es un lobo para el hombre” y es verdad que a
menudo nos comportamos como tales, pero en realidad somos otra cosa: somos
hermanos. Los cristianos nos sabemos de camino: creemos que la persona humana
es una vocación a “crecer en humanidad, valer más, ser más” y de buen grado
afirmamos con Pascal que “el hombre supera infinitamente al hombre” (cf.
Populorum progressio, 15 y 42). Pues bien, el hombre-hermano que es Jesús define
nuestra meta, testimonia la verdad sobre la persona humana, “manifiesta
plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su
vocación” (Lumen gentium, 22). Jesús ha nacido y venido al mundo “para ser
testigo de la verdad” (Jn 18,37), la de Dios y la nuestra, la del “hombre-hermano
porque Dios-Padre”.
De seguro que a nuestros propios “gentiles” el hombre-hermano crucificado ha de
parecerles una enorme “necedad” (1 Cor 1,23). Stigler, uno de los economistas
estrella del neoliberalismo, hacía gala de su peculiar sentido de la racionalidad en
estos términos: “Creemos que el hombre es un animal maximizador de utilidad –
aparentemente también lo son las palomas y las ratas– hasta el presente no hemos
encontrado información para descubrir una parte de su vida en la que invoque unos
objetivos diferentes de comportamiento”. Valga como ejemplo de una muy
influyente visión de la humanidad con la que hemos de habérnoslas. Besar la cruz
de Jesús equivale a renegar del hombre-lobo (o paloma o rata) para abrazar con
todo el alma al hombre-hermano.
Una fidelidad que alienta a la esperanza.
“La copa que me ha dado mi Padre, ¿no la voy a beber?” (Jn 18,10). Semejante
fidelidad de Jesús anima nuestra esperanza, que se obstina en seguir pensando que
ni siquiera el desierto agota la vida: el Siervo “creció como brote, como raíz en
tierra árida” (Is 53,2). Los cristianos sabemos que el desierto es fértil. Nos
gloriamos en la cruz de nuestro Señor y sólo en ella reconocemos la fuente de la
vida.
Por eso nos acercamos confiadamente a la cruz de Jesús. No tenemos un Señor
“incapaz de compadecerse de nuestras debilidades” (Hb 4,15). Ante él llegamos con
nuestros propios desiertos de soledad, de cansancio, de frustración, de abatimiento.
Ante él llegamos con nuestros desiertos de inhumanidad y de pecado. Y ante él nos
atrevemos a susurrar aquella osadía que aprendimos de los antiguos cristianos:
“Feliz culpa, que nos mereció este Salvador”.
La liturgia del Viernes Santo termina como en punta, interrumpida en espera de ser
reanudada en la Vigilia Pascual y completada por ella: muerte y resurrección son
dos aspectos del único Misterio Pascual; la “hora” de Jesús es la de su muerte, pero
también la de su glorificación (Jn 12,23). “Si el grano de trigo no cae en tierra y
muere, queda infecundo; pero si muerte, da mucho fruto” (Jn 12,24).
Fray Javier Martínez Real
San Gerónimo - Rep. Dominicana
(con permiso de dominicos.org)