VIERNES SANTO
SERMON 1º DE LA PASION DE CRISTO SEÑOR NUESTRO 1
"Vuélvete a mirarnos, oh Dios protector nuestro, y pon los ojos en el rostro de tu
Cristo" Salmo 83,10
1.- Tengo por muy cierto y averiguado que el sentimiento y dolor que sufrió la
Virgen soberana y bendita María, en este postrer remate de la vida de su preciosísimo
Hijo, excedió en mucho cualquier otro sentimiento que madre alguna haya tenido nunca
por su hijo. Cuando el rey Salomón hizo aquel juicio tan renombrado entre las dos
madres que reñían por saber de quién era el hijo que tenían delante, y Salomón mandó
que lo dividiesen en dos partes, la verdadera madre, de sólo pensarlo, sin que llegase a
ejecutarse la sentencia, se puso a gritar como una desesperada, porque el sentimiento
que sentía en sus entrañas no le permitía sufrir aquella crueldad (3 R 3,16-27). Pues,
¿qué sentiría la Virgen viendo que, por una parte, escupían a su Hijo, y por otra lo
arrastraban y lo clavaban sobre una cruz? ¿Quién duda que debió sentir el más grave
dolor que nadie sintió jamás? Bien se cumplió en ella entonces lo que predijo Salomón:
Una espada atravesará tu propia alma (Lc 2,35); es decir, que el cuchillo de la Pasión
le atravesaría el alma. Y a decir verdad, ¡bien traspasada y bien lastimada la tuvo!
Tengo por muy cierto que la madre de los macabeos, cuando vio morir a sus siete hijos,
si a ella no la hubieran matado con ellos, hubiera arrastrado una vida tan lastimera como
ninguna mujer la vivió en el mundo (cfr. 2 M 7). Pues, ¿qué pensáis que sentiría la
viuda María cuando, con sus propios ojos y con tanta crueldad, vio morir a su amado y
querido Hijo? ¡Cuánto debió sentir el seguir viviendo mientras moría su Hijo! ¡Cuántas
veces debió decir: "Hijo, quiero morir contigo y no vivir muriendo vos"! ¡Cuántas veces
le diría al pie de la cruz aquellas palabras de Zacarías: ¿Qué llagas son ésas en medio de
tus manos? (Za 13,6). Hijo mío, ¿qué significan esas llagas? ¡Cómo sufro de ver que al
Hijo que parí lo maltratan tanto! Hijo mío, en vos nunca vi travesuras, para que os
hayan de castigar de tal suerte. Por eso: ¿Qué plagas son ésas en medio de tus manos?
Donde hay una gran fe, allí hay un gran conocimiento, y donde hay un gran
conocimiento de la disculpa y del castigo inmerecido, allí no puede dejar de haber un
gran dolor por la inocencia del que padece. La Virgen miraba con fe vivísima a su
amado Hijo; veía ciertísimamente y entendía que aquel era su Hijo propio, y no de
hombre, concebido por obra del Espíritu Santo; y comprendía su inocencia, porque en él
no había culpa, antes bien con él mismo nació la gracia por obra del Espíritu Santo. Por
otra parte, quedaba atónita de ver, tan afeada, tanta inocencia y hermosura; y con gran
sentimiento lloraba amargamente. Sólo le quedaba un consuelo. Invocar al Padre eterno,
diciéndole con el Salmista: Vuélvete a mirarnos, oh Dios protector nuestro . Padre
eterno, apiadaos de vuestro Hijo; miradle y tened compasión de él. Y si no queréis
apiadaros del Hijo que tenéis, porque es vuestra voluntad que muera, al menos apiadaos
de mi soledad y haced que yo muera también con él. Hacedme partícipe de sus
bofetones y de sus clavos; y ya que la espada atraviesa el interior de mi alma, que
atraviese también mi cuerpo.
1 Obras y sermones , vol. I, pp.470-481. Los editores de 1688 indican en una nota marginal: "En este
Sermón, el P. San Luis Bertrán presenta a su auditorio, modo humano, lo que San Lucas trata en el cap.
22, versículo 43, al decir: Un ángel del cielo se le pareció para confortarlo "
2.- ¡Oh Virgen, soberana Señora y Madre de Dios, María! Reconocemos que
vuestras lágrimas son de gran sentimiento y dolor; pero, Señora, conviene que vuestro
Hijo muera. ¿Qué haríamos nosotros si no? ¿Qué sería de nuestra vida? Consolaos,
Señora nuestra. Si vuestro Hijo muere, no es porque sí, sino por nosotros. Como dice
Isaías: Por causa de nuestras iniquidades fue él llagado (Is 53,5). Fue llagado y
maltratado por nuestros pecados. No lloréis, Señora; dejadlo para nosotros, pues tan
gran parte nos cabe en su muerte y somos la causa de su Pasión. Vos, llena de gracia, no
tenéis por qué llorar; en cambio nosotros, llenos de pecados, sí que hemos de llorar y
gemir. Os pedimos un favor: que enternezcáis nuestros corazones; que ablandéis
nuestras entrañas; para que viendo y ponderando esta muerte, que a Dios debemos,
lloremos agriamente tan grandes afrentas.
Hijos míos, yo me conformo con la voluntad de Dios, como siempre lo hice. Pero
no puedo dejar de sentir que me quiten de mis brazos y de mi compañía a mi Hijo. El
me consolaba en mi pobreza; él me acompañaba en mis trabajos; él lloraba cuando me
veía llorar y yo lloraba sus angustias. Si me pedís el favor del don de lágrimas, ahí cerca
tenéis su Cruz, pues ya pasó el tiempo en que yo lo poseía. Los clavos lo tienen
taladrado. Ellos son los que han de mover vuestro sentimiento. Que el Padre eterno, que
es quien dictó la sentencia, os consuele y os conceda ese sentimiento que me pedís.
Pero, venid, amigos, que con vosotros quiero hacer esta oración: ¡Oh árbol excelso!,
dobla tus ramas, y a los miembros en tensión presta tu alivio... Salve, ¡oh Cruz,
esperanza única!, acrecienta en los justos la gracia y borra las culpas de los pecadores
en este tiempo de Pasión. Amén 2 .
3.- Dice el glorioso San Juan Crisóstomo que, la consideración de los beneficios
y mercedes que recibimos de Dios, no sólo de aquéllos que son comunes a todos, sino
también de los especiales que Dios nos hace a cada uno en particular, es el mayor de los
sacrificios y la mejor de las ofrendas que el cristiano puede ofrecer a Dios. Por eso es
muy bueno tener en la memoria un recuerdo continuo de lo mucho que debemos a
Dios 3 . De ese recuerdo nace el santo temor de Dios y el respeto a su santo nombre; y de
ahí nace asimismo el reconocimiento de nuestra vileza y poquedad, porque habiendo
recibido t anto de Dios, le somos ingratos y vivimos con tanta soltura y
desconsideración. De ahí nace también el reconocimiento de la gran misericordia de
Dios que no se fija en nuestros pecados, antes al contrario, de forma particular y
universal va cada día amonto nando más mercedes y beneficios, por consideración a sí
mismo, sin tener en cuenta lo que debería hacer con sus desconsiderados enemigos. Así
lo expresa Ezequiel cuando afirma: No lo haré por vosotros, ¡oh casa de Israel!, sino
por amor a mi santo nombre (Ez 36,22). Como si dijera: No penséis que os hago, obro y
manifiesto mis favores por vuestros méritos, porque si me fijara en ellos recibiríais
saetas, lanzas, persecuciones y no favores y mercedes; sino que procedo así por mí
mismo, por lo que debo a mi bondad y mansedumbre. Esta consideración es poderosa
para humillar los corazones de los hombres. El buen esclavo, cuando entiende lo mucho
que merecen sus deméritos y ve, por otra parte, la gran bondad de su dueño, que no sólo
le perdona y no lo castiga, sino que se prodiga con él en buenas obras y lo trata con
liberalidad, se siente tan obligado que, pecho por tierra, sólo querría servirle; y además
le sirve mucho más a gusto al considerar el amor y los beneficios que sin mérito propio
recibe, que si le sirviera por el miedo y el temor a los azotes.
2 Estrofas tomadas de los Himnos de la liturgia del Viernes Santo.
3 Cfr. S AN J UAN C RISÓSTOMO , Homilía 9 sobre el Génesis
4.- El cristiano de buen corazón, al contemplar, por una parte, sus deméritos y
pecados, su mala vida y sus malas costumbres, y por otra, a ese Dios tan bueno, que le
regala, le ruega y le perdona, no puede menos de sentir en su interior una gran aflicción
y humildad, al reconocer las mercedes y beneficios de Dios. Pues bien, señores míos,
hoy tenemos ante nosotros el mayor de los beneficios, el mayor de todos los sacrificios,
la mejor ofrenda y la mejor merced que Dios nos pudo ofrecer, como fue el entregarnos
a su propio Hijo por nuestros deméritos, para que satisficiese por nosotros. San Pablo
decía: ¿Cómo no nos dará con él todas las cosas? (R, 8,32). Nos dio cuanto podía
darnos, pues nos dio a su Hijo amado y lo entregó en manos de los sayones, para que se
empleasen con él con toda su furia y quedara así quebrantada la fuerza del demonio.
Como canta la liturgia: Muriendo destruyó nuestra muerte, y resucitando, restauró la
vida 4 . Es decir, que muriendo destruyó, deshizo y derribó el poder del demonio, y nos
libró de su cautiverio. ¡Grande y soberana fue esta merced! Por eso, los cristianos tienen
la obligación de reconocer y sentir lo que por nosotros hizo en este lastimero día,
agradecer este soberano don y llorar por sus culpas. A esto nos anima San Pablo cuando
escribe: Habéis de tener en vuestros corazones los mismos sentimientos que tuvo
Jesucristo en el suyo (Flp 2,5). Por consiguiente, amigos, fijad los ojos en el inocente
Jesús y mirad cómo ha sido enviado al mundo para nuestra salvación y remedio.
Contempladlo tal cual la fe y la verdad nos los muestran, tan quebrantado y dolorido por
nuestros pecados, y llorad abundantemente por ellos.
5.- Pero, hermanos, veamos ahora, escudriñemos y entendamos quién causó su
muerte, quién muere y cómo. Y en seguida os percataréis de que todo fue debido a
vuestro descuido y que, por consiguiente, debéis afligiros por vuestras culpas. Mandaba
Dios en el Antiguo Testamento que se pusiese una gran diligencia en averiguar las
causas de la muerte de un hombre; quien había sido el malhechor; y si no se podía
descubrir, que se tomasen las medidas oportunas para ofrecer una sacrificio de
expiación desde el lugar más cercano a la muerte (cfr. Dt 21,1-9). Este mandamiento
estaba muy justificado. Pues hoy se nos presenta a un hombre muerto, y se nos pide que
entendamos y averigüemos quién lo mató y por qué, y que ofrezcamos sacrificios al
Señor por su muerte. Sería un gran descuido por nuestra parte el ver en la plaza a un
hombre muerto, y dejarlo allí sin averiguar quién causó aquella muerte y sin justiciar y
castigar a los malhechores. Pues entiende, cristiano que me escuchas, que a quien muere
hoy lo mataron tus culpas y pecados. Por tanto, haced justicia de vosotros mismos y,
como cristianos, abrigad verdaderos sentimientos de aflicción en vuestros corazones, y
llorad por lo sucedido, pues vos matasteis al inocente que nunca pecó. Vuestras culpas y
pecados lo mataron.
6.- Se cuenta en el libro de los Reyes, que los hijos de Israel le pidieron un día a
Samuel que ya no fuese su juez; a lo que Dios le contestó: Escucha la voz de ese pueblo
y condesciende a todo lo que te pide; porque no te han desechado a ti, sino a mí, para
que no reine sobre ellos (1 R 8,7). Con lo cual Samuel se liberó ante todo el pueblo de
su cargo, mostrando que no era suya la culpa. ¡Oh, Dios mío y Señor mío! Liberaos
también vos y defendeos, como Samuel, demostrando que no es vuestra la culpa de los
sufrimientos y penalidades que padecéis, sino que toda la culpa es nuestra. Así nosotros,
vueltos sobre nosotros mismos, reflexionaremos, y lloraremos y sentiremos en nosotros
vuestras penas. Sintamos esto, cristianos.
4 Prefacio del día de Pascua
7.- Por otra parte, en el libro de los Macabeos se refiere cómo Andrónico mató
inicuamente al santo sacerdote Onías, y que al enterarse de ello el rey Antíoco, con ser
un gran y perverso idólatra, lloró amargamente la muerte de Onías (2 M 4,34-37).
¡Pueblo cristiano! Este relato debería ser para ti un gran despertador. ¿Qué haces?
¿Cómo no lloras la muerte de este gran y sumo Sacerdote, Cristo nuestro redentor?
¿Cómo no mesas tus cabellos y clamas a los cielos, a la tierra y a los ángeles para que te
ayuden a llorar? ¿Cómo no llenas los cielos de alaridos, viendo que es tuya la culpa, y le
pides al Padre eterno, por cuya mano le vinieron a Cristo tantas afrentas que ponga sus
ojos en el rostro de su Cristo ? Señor, tened piedad de vuestro Hijo, que se encuentra tan
llagado y afrentado. Si convocas a tus amigos y deudos para que se muevan a piedad,
cuando ves a un hombre muerto al que te sentías obligado por distintos motivos y, sobre
todo, si por tu culpa murió, ¿por qué no convocas, cristiano, a los cielos y a la tierra
para que despierten en ti esos sentimientos de aflicción y de piedad, cuando ves al Hijo
de Dios con tanta afrenta, y hasta la muerte de cruz, y todo esto por consideración hacia
ti? Esta sola reflexión debería provocar en vosotros aflicción y llanto. Así provocó el
rey David, con lágrimas y alaridos, al pueblo de Israel cuando la muerte de Saúl:
Llorad, hijos de Israel, llorad por Saúl, que os adornaba con delicados ropajes de
grana, y os daba joyeles de oro para engalanaros (2 R 1,24). Pues lo mismo vosotros,
señores que me escucháis: compadeceos por la muerte de Cristo que, si murió, no fue
por culpa suya, sino que fueron vuestros pecados los que le mataron y crucificaron, y al
mismo tiempo os hizo y hace grandes beneficios.
8.- Con toda razón dice San Pablo que hemos de tener en nuestros corazones los
mismos sentimientos que tuvo Jesucristo en el suyo (Flp 2,5); es decir, sentimientos de
dolor y de aflicción. Y podríamos traer aquí aquella sentencia del sabio que afirma:
Para un hombre sensato estas cosas son pesadas (Ecli 29,35). Porque estas
ponderaciones son graves y dignas de tener en mucha consideración. Pues, en efecto,
para los hombres que tienen juicio, ver que Dios muere por el hombre, el inocente por el
pecador, y el justo por el injusto es cosa muy dura. Es cosa grave y que produce un gran
sentimiento, el ver que un hombre muere y deja a su madre pobre, maltratada, viuda,
siendo ella de mucho merecer; y más aún ver que ella cayó en esta situación por vuestra
culpa, por respeto hacia vosotros y por vuestro honor. ¡Oh pueblo cristiano! Este es el
momento de manifestar un gran sentimiento porque muere el Hijo de Dios y deja a su
Madre pobre, viuda, sola, y sin abrigo ninguno. ¿Qué podrá hacer en adelante esta
pobrecita doncella?
9.- Siendo Absalón un hijo malo y desobediente, quiso quitar el reino a su padre
David. Con todo, después de haber sostenido una terrible batalla, cuando los capitanes
volvieron a informarle a David, éste lo primero que les preguntó fue: ¿Qué es de
Absalón, mi hijo? ¿Vive todavía? (cfr. 2 R 18,29). Sin embargo, aquéllos le
respondieron: Señor, vuestro capitán Joab ha salido victorioso. A lo que David repuso:
No os pregunto eso. ¿Qué es de mi hijo Absalón? ¿Está vivo o ha muerto? Con todo los
enviados, volvieron a decirle: Señor, seáis dichoso, porque vuestros soldados han
conseguido una gran victoria, vuestras banderas ondean por todas partes, y Joab viene
triunfante. Pero David inquirió de nuevo: Que no os digo eso. ¿Qué es de mi hijo
Absalón? Y aquéllos volvieron a replicarle: Señor, vos sólo sois el verdadero hijo en
Israel. Que no os pregunto eso —repuso David—: ¿Pero qué es de mi hijo?... Todo esto
ocurrió entre un padre y un hijo rebelde. Pues, pensad, cristianos, lo que sentiría María,
y lo que sentiría el Padre eterno, ante la muerte de un Hijo tan obediente, tan santo y tan
bueno. ¿Cuántas veces debió preguntar la Virgen a San Juan: Qué es de mi Hijo, la luz
de mis ojos? ¿Quién me ha quitado mi bien y mi vida? ¿Cómo se volvería hacia la
Magdalena y le diría: Hija mía, qué es de tu amado y de mi Hijo? ¿Y cómo se dirigiría
hacia el Padre eterno y le rogaría: Padre y protector mío, pon tus ojos en el rostro de tu
Cristo ? ¡Oh Padre eterno!, ¿qué es de mi Hijo y vuestro? Miradle tan maltratado y
sentenciado como un ladrón. Tened piedad de él y de mí que quedo sola. ¡Ah, cristianos
que me escucháis! ¡Cuán de otra manera deberíamos vivir todos! David preguntó una y
otra vez por la muerte de su mal hijo. ¿Cuántas veces deberíamos rumiar en nuestro
interior que el Hijo de Dios es nuestro hermano mayor? ¿Cómo no gemís, viendo que de
la batalla sale muerto y alanceado, y eso por nuestras culpas? Vete, cristiano, y ponte a
los pies del Padre eterno, y no consientas que maten a su Hijo y que lo maltraten así. Si
cuando Saúl quiso matar a Jonatán, se le interpuso el pueblo, porque este aguerrido
capitán lo había librado, exponiendo su vida por él, ¿por qué, amigo, no te echas a los
pies del Padre eterno, enojado contra ti mismo, pues tú tienes la culpa de esta muerte, ya
que eres un pecador? Dile: Señor, caigan sobre mí estos castigos, estos azotes, esta
corona de espinas, y no sobre vuestro Hijo. ¡Padre y protector mío, pon tus ojos en el
rostro de tu Cristo! Mirad, Señor, la faz de vuestro Hijo, mirad su rostro santo sin
mancha de pecado. Nosotros somos los pecadores; aquí nos tienes a tus pies
suplicándoos por él; muramos nosotros y no él. Lanzad alaridos de protesta a los pies
del Padre eterno, porque no es de justicia que muera el justo por los injustos; no hay
razón para que alanceen a Jesús en lugar vuestro; y no es justo que taladren sus manos
en lugar de las vuestras. Laméntate, hermano, y llora diciendo: Señor, ¿por qué
consentís que maten al inocente cordero? Miradle tan marchito, y a pesar de ello, tan
obediente y con tanta mansedumbre. Señor, tenía que ser yo el que muriera, ¿y
consentís que maten a vuestro Hijo? Soy yo el llagado por los pecados, ¿y llagáis a
vuestro Hijo?
10.- Lázaro lloró durante toda su vida el que, a causa de su resurrección, tomaran
pie los judíos para sentenciar a muerte a quien no tenía culpa alguna. Pues llora tú,
cristiano, y siente la Pasión de Cristo, al menos un día, porque tus pecados fueron la
causa de que le mataran y le abofetearan. Expón tu cuello al cuchillo, pues tú, y no otro,
lo merece. Duélete de ver que por tus males, está desahuciado y llagado el Hijo de Dios.
Contempla y pondera con atención los tormentos de su Pasión, y clama al Señor que te
mire, y que te los haga sentir.
11.- El libro que se le mostró a San Juan en el Apocalipsis, para que lo comiera,
contenía dulzura y amargura (cfr. Ap 10,9). Pues toma tú el libro de la Pasión de Cristo
y póntelo en la boca de tu entendimiento, y luego gustarás los dulces frutos que de ella
se derribaron, a saber: que por ella se te abrieron las puertas del cielo, que por ella fuiste
reconciliado con el Padre, y por ella nos vinieron toda clase de bienes. Después sentirás
la amargura, pensando que por nuestros pecados y porque fuimos unos ruines, murió el
Hijo de Dios. ¡Ea, pues, tomad ese libro y, por una parte, gozad de su dulzura; y, por
otra, llorad con amargura vuestros pecados y enmendad vuestras vidas! ¡Pedid a Dios
que, como a San Juan, os sea entregado ese libro!
12.- Salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón, donde había
un huerto, en el cual entraron él y sus discípulos (Jn 18,1). ¿Adónde vais, mi Dios? ¿Al
río de los cedros? Mirad, Señor, que David estableció y mandó que quien osase pasar
este río muriese. Por tanto, Señor, si lo pasáis, quedáis condenado a muerte. David, es
verdad, pasó ese torrente, pero fue porque lo perseguía su hijo, y lo pasó como a la
fuerza. Pero, vos, ¿por qué lo pasáis? ¿Quién os persigue? ¡Padre eterno: Pon tus ojos
en el rostro de tu Cristo ! Velad por vuestro Hijo, pues, según veo, se dirige a morir y se
hace culpable y merecedor de la muerte. Retenedlo y mandadle que no pase. A lo cual
responde Cristo: Dejadme ir, pues voy a podar los árboles infructuosos, voy a arrancar
los pinchos y zarzales que plantó Adán. El primer hortelano comió de lo vedado, y por
eso David impuso pena de muerte a quien entrase en lo vedado. Pero yo vengo, dice
Cristo, y atravieso el huerto, para abolir la obligación de la muerte. ¡Oh qué dulzura tan
grande supone este paso de Cristo y, por otra parte, qué amargura tan grande! ¡Es dulce
y agradable, amigos, que el Hijo de Dios pise los ortigales y se punce con las espinas,
para que luego pasemos nosotros a pie descalzo y sin dañarnos! ¡Qué dulzura, amigos,
que el Hijo de Dios venga al huerto de Getsemaní para abrirnos las puertas del huerto
celestial! Pero, cuán amargo es al mismo tiempo, que seamos nosotros los culpables de
todo ello; que comamos nosotros un bocado del huerto y que el Hijo de Dios ayune.
Que para nosotros haya sido jardín y floresta regada este huerto, y para Cristo esté lleno
de malezas, de caros y de abrojos. ¡Señor mío, paciencia! Vos mismo lo dijiste en el
huerto. ¿Acaso no nos prometiste allí todos estos bienes? Pues, que se cumpla. ¡Señor,
pagad, pues vos mismo os ofreciste a ello!
13.- Señor, cuando Adán entró en el huerto del Paraíso dijisteis: Maldita sea la
tierra por tu causa; con grandes fatigas sacarás de ella el alimento durante toda tu
vida; y espinas y abrojos te producirá (Gn 3,17-18). Señor, de esta manera echasteis
una maldición sobre el huerto. Por tanto, no os maravilléis si algo os toca ahora de esa
maldición. Vos dijisteis, Señor, que la maldición consistiría en que en lugar de
manzanas, este huerto daría cardos y pinchos. Por consiguiente, Señor, si ahora entráis
en este huerto maldito, y os lastimáis, paciencia, sufrimiento, ánimo y esfuerzo. Entrad
en el huerto, que gran parte os cabe en dicha maldición.
14.- Salió Jesús con sus discípulos y entraron en un huerto . Entrad en el huerto,
cristianos amigos, con Jesucristo; acompañadle en esta empresa. Ponderad que, con
mucha razón, debemos entrar con él, puesto que él entra por nuestros pecados. No
apartemos los pies de los pinchos, no alcemos la mano del buen propósito. Pisemos sin
miedo, pues los pinchos están bien hollados y los cardos desmenuzados. Entremos
como soldados esforzados y valerosos. Los que acompañaron a Gedeón en la conquista
de Madián no fueron los mozos, ni los recién desposados, ni los que habían plantado
viñas, ni los que echados por tierra bebieron en el río (cfr. Jc 7,3-8). Pues, ¡ea!, amigo,
entra con Cristo en el huerto para pelear a violario, esto es, a pagar tus muchas deudas.
No entres desposado y aficionado con tus cosas; ni entres muy presto con gustillos de
comer y beber bien; ni tampoco entres medroso, tibio y flojo en el servicio de Dios.
¡Animo! ¡Animo!, no te eches por tierra a beber de las aguas de este mísero mundo.
Entra, sí, pero paso a paso.
15.- Salió Jesús con sus discípulos al otro lado del torrente Cedrón donde había
un huerto . ¡Dios mío!, ¿y qué haréis en este huerto?... Nos lo explica San Mateo (cfr.
Mt 26,36 y ss.). Entrando en el huerto, dice, tomó consigo a San Pedro y a los hijos del
Zebedeo; esto es, a los que se habían mostrado más valientes y le habían hecho grandes
ofrecimientos. A San Pedro, que momentos antes había dicho: Aunque tenga que morir
contigo, no te negaré (ibíd. 35). Aunque tenga que morir cien mil veces, no te fallaré. Y
a los hijos del Zebedeo, a quienes cuando Cristo les preguntó: ¿Podéis beber el cáliz
que yo beberé , esto es, el cáliz de mi Pasión?; ellos respondieron con gran ánimo y
mucho atrevimiento: ¡Podemos! (ibíd. 20,22). Así, pues, se llevó a éstos consigo, para
que vieran cuán ardua iba a ser su Pasión, y qué grandes tormentos iba a padecer; y así,
de esta manera, que entendieran que es necesario humillarse, porque el llegar a los altos
puestos sólo se alcanza a base de abajarse y humillarse. Tomando, pues, a estos
discípulos, dice San Mateo que Jesús comenzó a entristecerse: Comenzó a sentir tristeza
y angustia. Y les dijo: Mi alma siente tristeza de muerte (Mt 26,37-38). Como si dijera:
Hijos míos, mi alma está triste y lo estará hasta la muerte. ¡Oh vida mía, alegría del
Padre y descanso de la Madre María! ¿Por qué estáis triste? ¿Qué os entristece? ¿Qué es
lo que os da pena? ¿Cabe en vos la tristeza? ¿Con qué fin, Señor, llamáis triste a la
muerte? ¿Acaso porque vais a abandonar el mundo? Mi Dios, comprendo que sintierais
tristeza de dejar a vuestra Madre sola y sin abrigo; y que esta tristeza os durara hasta la
muerte, pues al pie de la cruz veréis sus ojos anegados en lágrimas y sus tocas bañadas
en sangre, y más afligida que nadie. Pero, Señor, para eso alzad los ojos a vuestro Padre
y encomendadle a vuestra Madre, diciéndole: Padre mío, miradme, y tened piedad de mi
Madre, que la dejo llorando, y esto me entristece. ¡Estad seguro, Señor, de que él la
amparará! Hermanos, con esto nos mostró Cristo que era verdadero hombre, el cual, con
la razón superior, quería una cosa; pero con la parte inferior de su humanidad, la
rehusaba. Obrando así hizo como el enfermo, a quien le repugna la purga, pero por
deseo de sanar acepta la cauterización y la sangría; y como el mercader que, sumido en
una fuerte tempestad, contra su voluntad inferior, echa al mar sus mercancías.
16.- Decía David: No he visto nunca desamparado al justo, ni a sus hijos
mendigando el pan (Sal 36,25). Esto es: No he visto nunca al justo dejado de la mano de
Dios, ni lo he visto olvidado. De todos los que le sirven, se acuerda Dios. Por lo tanto,
Señor, no estéis triste por vuestra Madre, porque Dios cuidará de ella como vos lo
habéis hecho hasta ahora. Señor, no os preocupéis, y andad consolado a morir. Si el
motivo de vuestra tristeza no es la muerte ni los martirios que tenéis que sufrir, pasad,
Señor, adelante, pues cuanto más presto os lleguéis a la muerte, más presto se acabará
vuestra tristeza. ¡Señor, no tardéis!... ¡Cristianos!, gustad este libro de la Pasión, y que
os resulte dulce y amargo. Dulce, porque al contemplar al Hijo de Dios triste, tenéis que
alegraros, ya que entonces es cuando os demuestra su soberano amor y dulzura, pues al
mismo tiempo desea morir por vosotros y siente que sus ovejuelas se queden por un
poco tiempo sin Pastor. ¡Fijaos qué dulzura, qué amor, qué entrañas de amor! ¿Quién
podrá pagarle al Señor el amor que demostró al llorar y entristecerse, porque le llegaba
su muerte, porque sus discípulos se quedarían solos, y porque Jerusalén sería
destruida?... ¿Sabéis qué, señores? Que amamos la amargura, que vivimos sin
consideración ni meditación de lo mucho que nos ama Dios. En realidad, Cristo se
entristece y llora, porque les había predicho: Todos vosotros os escandalizaréis por mí
en esta noche (Mt 26,31). Y vosotros, hermanos, vivís tan descuidados, como si no
hubiera Dios. ¡Mala cosa es que veáis al Hijo de Dios triste por vuestros escándalos y
atrevimientos, y que vosotros viváis con tanta soltura! ¡Gran mal es éste! Pues por eso
se entristece Cristo. ¡Ea!, pues, mi Dios; pasad adelante; que la gente se propone entrar
con vos a degustar el libro de vuestra Pasión, y a compadecerse con vos, y a llorar con
vos, y a enmendar sus vidas. ¡Vamos, Señor, no estéis triste por más tiempo!
17.- San Mateo prosigue su relato diciendo: Jesús se adelantó un poco y,
postrándose en tierra sobre su rostro, oraba diciendo: Padre mío, si es posible, pase de
mí este cáliz; pero no como yo quiero, sino como tú (Mt 26,39). ¡Válgame, Dios mío!
¿Por qué os postráis?... Aprended, señores, que cuando oráis en el templo, debéis
hacerlo con acatamiento y reverencia a Dios. Contemplad a su Hijo, que conocía y sabía
la reverencia que a Dios se debe, cómo se postra y se humilla. Pero además de postrarse,
echó su rostro en tierra. Aquí nos muestra que es hombre y Dios al mismo tiempo, pues
el rostro de Dios y quien era la imagen del Padre eterno, se postró en tierra. Cuando os
despedís de alguien a quien amáis mucho, ¿no le dais la paz con un abrazo? ¡Oh,
entrañas del amor de Cristo! ¡Oh, paz tan deseada! Cuando llega la hora, el Hijo de Dios
se despide de la tierra, y por eso le da la paz. Es decir, se postra y abraza la tierra, como
diciéndole: Quédate tierra en paz, porque yo asumo la guerra, que me trajo del cielo
para salvarte. ¡Oh tierra!, que te he pisado durante treinta y tres años y que me has
hecho tan buena compañía, ahora me despido de ti. Presto verás mi amor, pues te dejaré
lo mejor que tengo, a saber: mi Sangre, mi Cuerpo y mi vida. Tierra antes maldita, yo te
doy mi bendición, y tu maldición recaerá sobre mí. Huerto emponzoñado, que mi paz y
la de mi Padre quede siempre contigo. Yo dejaré en ti la triaca de mi Sangre, para que
sanes de tu ponzoña. Por eso, Cristo besa la tierra y le da la paz. ¡Oh, mi Dios! ¿Cómo
besáis la tierra que os ha maltratado tanto? ¿Cómo abrazáis esa tierra llena de espinas y
abrojos? ¿Qué se ha de seguir de ello, sino que quedaréis espinado y lastimado? No os
volquéis así sobre los corazones, porque quedaréis ensangrentado. El simplicito del
cordero que se metió entre zarzales, abrojos y espinas, entró con lana y salió sin ella.
¡ He aquí el Cordero de Dios , el Cordero del Padre eterno! Corderito de Dios, mirad lo
que hacéis, porque la hierba está toda ella llena de pinchos y espinas. ¿Por qué os
abrazáis a ella? Mirad que al fin saldréis sin lana, porque la tierra se quedará con la lana
de vuestra humanidad. ¡No lo hagáis, Señor!
18.- ¡Oh, pueblo cristiano! Probad todos el libro dulce y amargo de la Pasión;
ponderad este paso de Cristo al huerto de Getsemaní y confundid vuestros pundonores.
Dios une su rostro con la tierra de tal manera que, siendo cosas tan distintas y separadas,
quedan amigas. ¿Y vosotros no seréis capaces de uniros de verdad unos con otros, con
vuestros parientes y con vuestros enemigos? Dios no teme los pinchos y los cardos,
antes bien se abraza a ellos en el huerto; ¿y vosotros no sois capaces ni siquiera de dar
los buenos días de palabra a vuestros vecinos? ¡Oh, cuán lejos andáis de la verdad!
Llorad y gemid por vuestro descuido, y saboread la gran dulzura de este amor tan
soberano. Llorad y dad voces al cielo, diciendo: Señor y Dios mío, mirad a vuestro Hijo
postrado en tierra, gimiendo, llorando y orando: Padre, si es posible, que pase de mí
este cáliz . Padre, tened piedad de mí, que estoy sólo; mis discípulos duermen; me hallo
desamparado de todos; y no encuentro quien se apiada de mí. Los que antes querían
proclamarme rey, ahora tienen otros pensamientos; los que recibieron beneficios de mí,
ninguno se presenta como abogado defensor en mi causa; la poca compañía que aquí
tengo, todos están muertos de sueño, y todos piensan ponerse a salvo y dejarme. Sólo
tengo a mi Madre, Señor; pero ella aumenta más mi tormento, porque siento más sus
desconsuelos que los míos. Por eso, Señor, vos que sois mi Padre y mi protector, fijad
vuestros ojos en mí. Júzgame, Señor, según mi justicia y según la inocencia que hay en
(Sal 7,9). Yo no comí del manzano del Paraíso; yo no pequé; yo no he sido un
perverso. Por eso, Padre, que pase de mí este cáliz . A lo que Adán responde: Yo no sé
qué sería de mi y de mi gente si no lo aceptáis. Esta cruz, Señor, ha de ser el árbol con
el que pongáis remedio al error que yo cometí con el árbol de Paraíso. ¡Padre, que pase
de mí este cáliz de la Pasión! A lo que Noé replica: ¡No, Señor! Por mandato vuestro yo
construí el Arca en donde se salvó el linaje humano de las aguas del diluvio. Esta Arca
recibió golpes, subió por encima de los montes y nadó sobre las aguas. Pero vuestro
Cuerpo, Señor, es un Arca de mucha mayor perfección. Como exclamaba David: Señor,
levántate, y ven al lugar de tu morada, tú y el Arca de tu santidad (Sal 131,8). No os
asentéis, Arca soberana; levantaos del suelo; pasad vos por el cáliz de la Pasión, y que
este cáliz no pase de vos. Y lo que añade Abraham: ¡No es justo que pase este cáliz!
Vos me mandasteis que pasase mi cuchillo sobre la cabeza de mi hijo. A cambio, por
orden vuestra, lo pasé sobre el carnero. Por tanto que el cáliz de la Pasión no pase por
vuestra deidad, porque no es posible; pero sí por vuestra humanidad, para que padezca y
muera. ¡No hay otro remedio, Señor mío!
19.- Viene luego a escena Moisés y dice: Todos estamos emponzoñados y
descalabrados por las picaduras de las culebras, y sólo nos queda mirar a la Cruz como
remedio y refugio nuestro (cfr. Num 21,6-9). Por tanto, Señor, pasad por la Pasión,
porque conviene que sea así. Por otra parte, veréis también los llantos y las lágrimas de
Cristo cuando todos a una le decían que perecerían en las aguas de sus pecados y que no
podrían salir libres de ellas, si rechazaba la Pasión. Es lo que da a entender Jonás
cuando, al ver que a causa de la tempestad iban a morir todos los marineros anegados en
las aguas, dio voces en medio de la tempestad, diciendo: Cogedme y arrojadme en el
mar, y el mar se os aquietará y cesará la tempestad (Jon 1,12).
20.- Ante tantos ruegos y demandas, Cristo dijo: Hágase, profetas, según es
vuestra voluntad y la de mi Padre: Hágase tu voluntad, pero no como yo quiero, sino
como tú (Mt 26,39). ¡Oh, providencia divina! Todos los hombres estábamos navegando
en el mar del pecado, padeciendo grandes naufragios y peligros; daban voces los santos
padres, patriarcas y profetas; y viene el Hijo de Dios, y puestos ante sus ojos los
sufrimientos y angustias de su muerte, ruega que pase este trabajo de él. Pero
contemplando asimismo nuestra flaqueza y nuestro llanto, como verdadero Jonás
dícenos: Arrojadme en el mar, y el mar se aquietará . Esto es, echadme en el mar,
lanzadme en el golfo de la muerte. ¿Queréis, Moisés, que sea la serpiente levantada en
alto? Que así sea. ¿Queréis, Abraham, que os obedezca como vuestro hijo Isaac?
Hágase tu voluntad. ¿Qué queréis, Adán? ¿Por qué lloráis? ¿De ver que vuestro mal ha
sido tan grande que ha corrompido a todo el mundo? Pues yo soy tan poderoso que
puedo pagar por el mal que vos hicisteis en el huerto. Aquí estoy: venga la lanza y
vengan los azotes. ¡Arrojadme en el mar! .
21.- En diciendo esto, Cristo quedó cubierto de sangre. Los poros de aquel
soberano cuerpo se abrieron, y comenzó a salir sangre, a modo de sudor, de su santo
rostro y de su sagrado cuerpo (cfr. Lc 22,44), al contemplar cuán mal iban a aprovechar
muchos su muerte. Viendo, por otra parte, cuán grandes y espantosos trabajos se le
esperaban, abrumado por el cansancio, derríbase en el suelo y cae en tierra como
desmayado por el trabajo y por el sudor. ¡Oh, alma devota!. Favorécele siquiera con una
toalla para que se limpie su rostro bendito. Alza tus ojos al cielo y pregunta el por qué
de este negocio. Y te dirán que la causa de todo ello son tus pecados y maldades. Fíjate
en su desconsuelo, pues no hay ni una sola mano que le ayude a levantarse. Mira cómo
ruega y ora a su Padre, y éste no le responde. Pues roguemos nosotros, cristianos, por él
, por el inocente Jesús, con aquellas palabras del Salmista: Oigate el Señor en el día de
la tribulación; defiéndate el nombre del Dios de Jacob. Envíete socorro desde el
santuario, y sea tu firme apoyo desde Sión. Tenga presentes todos tus sacrificios, y
séale gratísimo tu holocausto. Concédate lo que desea tu corazón, y cumpla todos tus
designios (Sal 19,1-5). ¡Afligido y ensangrentado Jesús! Que Dios escuche tu oración;
que él sea tu amparo y remedio, pues todos te han abandonado, y los muy amados
incluso están dormidos. Envíete el Señor su auxilio y socorro desde lo alto, puesto que
puede, y defiéndate él de Sión, ya que sabe y entiende que no padeces por tu culpa. Que
tu Padre, Dios mío y Señor mío, mire tus sacrificios; que vea esa sangre que derramas;
ese rostro tan marchito, macilento y descolorido; esos ojos convertidos en canales y
fuentes de lágrimas; ese cuerpo humillado y postrado; y séale agradable tu holocausto,
pues él conoce la sinceridad de tu corazón. Y que, en fin, cumpla tus deseos. Mas, ¿cuál
es tu deseo, amado Señor? ¿Qué nos deseas a nosotros? ¿Salud, vida? ¿Es tu deseo
salvarnos y morir por nosotros? Pues que Dios cumpla ese deseo tuyo de morir por
nosotros.
22.- Señor mío, ¿sentís soledad? Pues que Dios os envíe socorro desde el
santuario . ¡Ah, pueblo cristiano!, dirijamos nuestras voces al cielo pidiéndole a Dios:
Que ponga los ojos en su Cristo . ¡Oh, Dios mío! Al pobre caminante que iba de
Jerusalén a Jericó, llagado y afligido, le disteis un samaritano para que le consolase y
sanase. ¿Por ventura vuestro Hijo es menos que ese caminante? ¿En qué ha
desmerecido? Miradle cómo está de desfigurado, que a penas se le puede ver y
reconocer el rostro. Enviadle algún consuelo. Mas, por otra parte, podemos también
imaginarnos que los ángeles que están en la presencia de Dios le rogarían que se
apiadase de su Hijo, que tuviera misericordia con él, que le escuchase las súplicas que le
dirigía, diciendo: Dios y protector mío, fija tus ojos en mí . Por favor, Dios nuestro,
mirad a vuestro Hijo humanado que se encuentra muy afligido en el huerto. A lo que
Dios debió responderles: ¿Qué queréis, ángeles, que haga? El pecado de Adán lo exige;
es preciso hacer justicia; mi Hijo se ofreció a la muerte para pagar el bocado de Adán.
Dejadle, que ya está en el huerto. Pero los ángeles debieron pedirle de nuevo a Dios:
Suplicamos a vuestra Majestad que se apiada de ese pobrecito hombre. ¿Acaso no basta
con todo lo que ha hecho? Fijaos en su sangre, y ved cómo tiene sus ropas
ensangrentadas. ¡Basta ya, Señor! Pero Dios, al contemplar estas ropas, debió responder
a los ángeles lo que Jacob exclamó al ver las ropas de su hijo José: Esta túnica es la
túnica de mi hijo (Gn 37,33). ¡Ah, Hijo de mis entrañas, qué lástima me dais! Id, pues,
ángeles a consolarle, pero decidle que para él no tengo misericordia, sino justicia.
Decidle que la misericordia la tengo para los pecadores; pero para él, que nunca pecó, y
que nunca hubo iniquidad en él, para él no quiero la misericordia sino que se cumpla la
justicia. Decidle que se anime, pero que yo, su Padre, he dictado la sentencia de que
muera, y que muera con una muerte cruel y afrentosa, como no la ha habido jamás.
Decidle que tenga ánimo, pero que yo, su Padre, no me contento con lo que ha hecho
hasta ahora. Si Adán pecó comiendo de un árbol, quiero que ahora pague también él en
un árbol; y que si Adán pecó alargando la mano, quiero que ahora se las claven a él.
Decidle también que la serpiente engañó al hombre cubriéndose la cabeza y
descubriendo su cuerpo, y que por eso quiero que a él, que es la Cabeza de todos los
hombres, le descubran todo su cuerpo y que carguen sobre él muchos golpes, para que
así se cubra el cuerpo de los cristianos y de esta manera queden defendidos de cualquier
agresión. Andad, pues, y decidle a mi Hijo que se esfuerce, pero que mi voluntad es que
muera, y que muera con muerte de cruz.
23.- ¡Ah, pueblo cristiano! Saborea el libro de la Pasión de Cristo y captarás su
dulzura; pero cuando lo digieras comprobarás la amargura grande que en él hay.
Contempla esa Pasión. Considera las palabras del Padre eterno que acabo de exponerte,
y reconocerás el soberano amor que contienen. Valora el precio de tu redención; fíjate
en el huerto regado con sangre; y alégrate porque con este regadío no pueden dejar de
crecer en tu alma las buenas plantas de las virtudes. Llora, amigo, que por tu culpa
padece Cristo tantos trabajos y penalidades; y duélete de que, para que a ti te cubran de
tus pecados, el Padre eterno quiso que desnudaran a su Hijo. ¡Este es un caso nunca
oído!
24.- Vuelve ahora la mirada, oh cristiano, a la embajada que Dios Padre le envía a
su Hijo, y observa lo que hacen los ángeles. Bajan del cielo para consolarle, como
cuando Elías estaba fatigado y cansado, y Dios le envió un ángel que le confortó (cfr. 3
R 19,5-8). Bajó, pues, el ángel enviado por Dios, y llorando le dijo: ¡Oh gran Elías!
Confortaos, levantaos, comed de este pan y bebed de este cáliz. Y postrado delante de
él, añadió: No desmayéis, Señor mío. Levantaos, levantaos, que estáis a la sombra de
este huerto. Levantaos y bebed de este cáliz. — ¿Qué cáliz queréis que beba, ángel
mío?, le dijo Cristo. — Señor, le contestó el ángel, uno muy distinto de los que el
mundo suele beber. Los hombres, cuando enferman o cuando desmayan, suelen tomar el
cáliz de una medicina para sanar y sentirse fuertes. Pero, Señor, el cáliz que yo os
presento es un cáliz, cuya bebida, de vivo os volverá muerto; de sano, enfermo; de
desmayado, muy afligido. Señor mío, el cáliz que yo os traigo es el que os envía vuestro
Padre, quien dice que es necesario que muráis; y así como las amas toman una purga
para sanar a los niños que están criando, así también es necesario que toméis vos esta
bebida de muerte, para que vuestros hijos, los cristianos, recobren la vida y sanen su
voluntad. Señor, es necesario que muráis y que os dispongáis a aceptar la muerte más
cruel en sentimiento y dolor, que nunca hombre alguno sufrió. — Pero, ángel, le dijo
Cristo: ¿Para mí no hay misericordia, ni perdón? ¿Ya no existe amor de mi Padre hacia
mí? — Señor, le contestó el ángel: Dice vuestro Padre que no. Que la misericordia la
guarda para los pecadores, para que abandonen su mala vida; mas para vos quiere que
se aplique la justicia y el rigor.
25.- — Decidme, ángel, prosigue Cristo: ¿Y qué rigor quiere el Padre que se me
aplique? ¿No se contenta con la sangre que he derramado ya? ¿No le habéis informado
de lo solo que estoy? — Repuso el ángel: Señor, de todo eso hemos ya platicado, pero
vuestro Padre insiste en que se ha de cumplir todo lo profetizado. Y puesto que la
palabra de Dios está empeñada, que no puede dejar de cumplirse. — Pues, hágase,
exclamó Cristo. Pero decidme, ángel: ¿Qué tormentos quiere mi Padre que sufra? —
Señor, yo os los resumiré, porque son muchos. Señor, tenéis que sufrir tres mil azotes
que os darán vuestros enemigos; os pondrán sobre la cabeza una corona de espinas, etc.
— Y el Hijo de Dios toma la corona que afligía a todo su cuerpo, y la besa, y vuelto
hacia el Padre le dice: ¡Hágase tu voluntad! Y de nuevo comienzan los sudores de
sangre, y la angustia, y la agonía. ¡Oh floresta dichosa de Getsemaní! ¡Oh ángeles
celestiales, qué nuevas tan tristes le traeis al inocente! ¡Oh Padre eterno! ¿Y por qué
consentís que vuestro Hijo sea tan maltratado? ¡Oh pecado de Adán, y cuánto le cuestas
al delicado Cristo! ¡Oh pueblo cristiano! Sentid en vosotros estos tan extraños castigos.
Gustad la dulzura y amargura de este libro de la Pasión. Y vosotros, pecadores, ved qué
dulzura se deriva para vosotros de esta Pasión de Cristo.
26.- ¡Desmayado estáis, Señor! Pero, con todo, Cristo no se olvida de sus
discípulos. Se vuelve a ellos, y los halla durmiendo, porque sus ojos estaban cargados
(Mt 26,43); y los reprendió por ello. Pero más merece el pueblo cristiano esta
reprensión, que no los discípulos, a quienes el evangelista disculpa diciendo que tenían
los ojos cargados; porque tú, cristiano que me escuchas, estás durmiendo mientras
Cristo padece, pero además añades nuevos pecados a los que ya habías cometido, y
además los cometes con malicia. ¿Y por qué, Señor, despertáis a continuación a
Pedro?... Porque los prelados no deben dormirse. Señor, volved al huerto, a la oración,
pues un ángel viene a daros consuelo. En el libro de los Reyes se nos cuenta que viendo
David la gran carnicería que el ángel del Señor hacía en el pueblo, exclamó: Señor, que
tu furor se vuelva contra mí, porque soy yo el que pequé ( 2 R 24,17). ¡Oh Cristo, gran
David, que vos no podéis pronunciar esas palabras, porque no podíais pecar! Sin
embargo, sí que decís: Padre mío, que vuestro furor recaiga sobre mí, porque he sido
considerado maldito por ellos. Es decir, que aceptáis para vos la muerte, y decís:
¡Hágase tu voluntad! ... Pero, Señor, si confortándoos el ángel desmayáis, ¿qué haré yo?
¿Cómo es posible que una criatura conforte a su creador? ¿Acaso no sois vos la misma
fortaleza?...
27.- ¡Oh gran Elías! Levántate, le dice el ángel, y toma este vaso de agua, de la
que dijo David: Las aguas han penetrado hasta mi alma (Sal 68,1). Estas son las aguas
de la Pasión, y de éstas tenéis que beber, porque todavía os queda un largo camino (3 R
19,7) hasta el Calvario. Recordad, Señor, que así vencéis a Madián, esto es, a vuestros
enemigos; libertáis a vuestros hermanos; rescatáis al mundo y proveéis de trigo a todo
Egipto. ¡Qué misterios tan maravillosos! ¿Es posible que un ángel conforte a Dios?
¿Qué decís de esto Habacuc? Señor, que consideré tus obras y quedé estremecido (Ha
3,1). Cristo suda gotas de sangre. Venid, esposa del inocente Cordero, venid a ver si
éste es el esposo que pintáis en el Cantar de los Cantares; miradle bien, porque ahora no
es blanco sino colorado (cfr. Ct 5,10). Venid, María y Marta, a ver a Cristo, pues tanto
deseáis verle. Venid, ángeles del cielo, y comprobad si es vuestra gloria... ¡Cristo suda!
Que sude el predicador y el confesor, no es mucho. Pero, ¡que sude Dios! Y todo, para
quitar de tu alma el polvo del pecado. ¿Y que eso no baste? Pues ten en cuenta de que si
esto no basta, te despedirá y dará contigo en lo profundo del infierno.
28.- Volvió de nuevo Cristo a sus discípulos, y al encontrarlos todavía durmiendo,
les dijo: ¡Dormid ya, y descansad! Y dirigiendo los ojos hacia Jerusalén, añadió: Mirad
que está cerca el que me entrega (Mt 26,45-46). En el libro de los Reyes se cuenta que
Elías dijo un día a su criado: Observa si se levanta alguna nube en el mar. Y que el
criado vio una nubecilla pequeña como la huella de un hombre (3 R 18,44). ¡Oh
Jerusalén! Tú eres este mar, porque en ti son atropellados los justos, pues es grande
como el mar tu tribulación (Lm 2,13). De ti sale Judas, que es como esa nubecilla
semejante a un hombre. No es hombre, sino sólo semejante al hombre. Protegeos,
Señor, que en Jerusalén se ha levantado una bestia fiera para tragaros. — ¡No, dice
Cristo; quiero aguardarla!... ¡Oh Josué!, ¿por qué no huís? Mirad que tenéis muy cerca
al ladrón que robó lo que Dios había mandado que no se tocase. ¿Por qué no huís? ¡Oh
buen Josué!, que tenéis a vuestro cuidado a todo el género humano, que hurtó la
manzana prohibida, y Dios puede permitir que seáis vencido, como lo fue entonces
Josué (cfr. Jos 7). ¿Por qué no huís?... Llegó Judas, y Cristo le dio con toda
mansedumbre el beso de paz. ¡Oh gran Jacob, que te veo postrado a los pies de tu cruel
hermano, Esaú! ¡Oh Judas!, ¿no bastaba este beso para ablandar tu corazón?... ¡Oh mi
Dios y Señor! ¿A quién besáis en la boca? ¿A un hombre falso que dentro de poco lo
veréis en el infierno?... ¡Cristianos que me escucháis! Aprended de Cristo a perdonar las
injurias, pues si tu hermano te hizo traición, al fin se arrepintió de ello. Fijaos en lo que
Cristo le dice a Judas: Amigo, ¿para qué has venido? (Mt 26,50). Lo llama amigo. ¡Oh
misericordia de Dios! A este saludo de Cristo, que llama amigo a Judas, se acogen los
pecadores con gran confianza, porque si al que viene a entregarlo lo llama amigo, ¿qué
hará con el corazón que le suplica misericordia? ¡Oh, cuántas invitaciones le hace Dios
al pecador para atraerlo hacia su amor!... Ciertamente, Señor, que Judas se dio mucha
prisa en cumplir lo que le encomendaste anoche: Lo que has de hacer, hazlo pronto (Jn
13,27). ¡Qué buena prisa y maña se ha dado en este negocio! ¡Oh Judas! ¿Y cómo te
atreves a quebrantar las palabras de tu Maestro, y a mantener tu palabra con el mundo,
por treinta monedas?... Observa cómo el lobo pone su boca sobre el Cordero,
prefigurado en Amasá, cuando Joab lo saludó, diciendo: ¡Dios te guarde, hermano
mío! ; y a continuación lo mató (2 R 20,9-10).
29.- Decidme, caballeros cristianos: ¿Cómo guardáis la palabra que disteis a
Cristo en el bautismo prometiéndole seguirle? Veamos: ¿Amáis más al mundo que la
palabra que les disteis a Cristo?... Dice San Ambrosio: ¡Oh Judas, y qué sacramento has
vendido! ¡Oh lisonjeros, que os acercáis a comulgar a Cristo y no estáis aparejados
como conviene, y al recibirlo lo vendéis, pues por fuera mostráis dulces palabras, y por
dentro tenéis las entrañas dañadas! 5 Judas es figura del mundo. Pues que Dios te guarde
cuando el mundo te da un beso de paz. Este beso se parece al alacrán, que con el rostro
te halaga, y con la cola te pica. Y también se parece al verdugo, que sube con la escalera
al condenado a la horca, lo ata, le da la paz, y luego quita la escalera, y aquél queda
ahorcado.
30.- Jesús se acercó a los guardias y les dijo: ¿A quién buscáis? Le respondieron:
A Jesús el nazareno. Y él les contestó: Yo soy (Jn 18,4-5). ¿Quién podría imaginarse
esto? Para reconocer a Cristo no les bastaron a aquellos las linternas que traían de
Jerusalén; y a vosotros no os sirve de nada ni la filosofía, ni la retórica, ni toda vuestra
sabiduría, si el mismo Dios no os otorga la gracia y el favor para que le conozcáis.
Postraos ante él, y fijaos en lo que os dice Dios: Yo soy . Por tanto, temedlo, porque él es
ante quien tiemblan las potestades del cielo y las fuerzas del mundo y del infierno.
Si me buscáis a mí , añadió Jesús, dejad ir a éstos (ibíd. 8). Es decir, la guardia del
rey lo desamparó. Los fuertes huyeron. ¡Oh Pedro!, ¿dónde está tu valor, cuando dijiste:
Aunque tenga que morir contigo, yo no te negaré ? (Mt 26,35). Y tú, Santiago, ¿cómo
dijiste, puedo beber el cáliz que Cristo ha a de beber? (cfr. Mt 20,22) Y tú, Tomás,
¿dónde está tu ánimo cuando decías: Vayamos también nosotros para morir con él ? (Jn
11,16). Con razón dijo Cristo: Todos vosotros os escandalizaréis de mí en esta noche,
porque está escrito: Heriré al pastor y se dispersarán las ovejas del rebaño (Mt 26,31).
¡Oh manada apostólica! ¿Adónde vais sin pastor? Mirad que entraréis en lo que está
vedado, y os prenderán, y como sois pobres no tendréis con qué pagar la sanción. Si
fuerais con Cristo, él os enviaría al mar, como hizo con San Pedro, y sacaríais de él con
qué pagar. Mas, como dijo Jeremías: ¡El oro se ha obscurecido y mudado su color
bellísimo! ¡Dispersas están todas las piedras del santuario por los ángulos de todas las
plazas! (Lm 4,1). Y estas palabras, aplicadas a los apóstoles, significan que ellos, que
eran las piedras preciosas para edificar la ciudad santa del cielo, se han dispersado. ¡Oh
valeroso Sansón, que por amor a Dálila, esto es, a la naturaleza humana, fuiste
entregado a los filisteos!
31.- Luego llevaron a Cristo a casa de Anás, y cuando éste le preguntó acerca de
su doctrina, le respondió: Yo he hablado al mundo públicamente. Yo siempre he
enseñado en la sinagoga y en el templo, donde se reúnen todos los judíos, y en secreto
no he dicho nada (Jn 18,20). Mi doctrina no es de rincones, sino que siempre ha estado
puesta sobre el candelero de la verdad. A uno de los ministros de Anás no le gustó la
respuesta, y le dio un bofetón a Cristo, que dio con él en tierra. A Jeroboam porque
señaló que prendiesen al profeta, se le secó la mano (cfr. 3 R 13,4); y aquél que tocó el
Arca de la Alianza, porque se caía, cayó muerto (cfr. 2 R 6,6-7). ¿Y que se haga al
mismo Dios la injuria de darle un bofetón, y que se calle?... Si al rey D. Felipe le diesen
en las Cortes un bofetón ante toda la gente, ¿qué ecos no tendría en todo su reino esa
5 Cfr. S AN A MBROSIO , Comentario a San Lucas , cap. 22.
afrenta?... Entonces Jesús dijo: Si he hablado mal, muéstrame en qué. Y si bien, ¿por
qué me hieres? (ibíd. 23). ¿Te he dado ocasión para que me pegues?... Señor, ¿por
ventura han dejado de servirte las criaturas?...
32.- De casa de Anás, se llevaron a Cristo a casa de Caifás, que era el
Pontífice aquel año. En el Antiguo Testamento mandaba Dios que para distinguir una
lepra de otra, se llevase al leproso al Sumo Sacerdote (cfr. Lv 13,2-3). ¡Oh Ángel del
gran consejo, que os llevan al Sumo Sacerdote para comprobar si estáis leproso, porque
en verdad lo parecéis, como dice Isaías: Nosotros lo reputamos como un leproso y como
un hombre herido de la mano de Dios y humillado ! (Is 53,4). En cuanto Caifás oyó la
respuesta de Cristo, rasgóse sus vestiduras diciendo: ¡Ha blasfemado! (Mt 26,65). ¡Oh
traidor! ¿Acaso pretendes con tu rabia mostrarte celoso de la honra de Dios?... Era
costumbre entre los judíos romperse las vestiduras, cuando oían una cosa que les
causaba pesar, como lo hizo Matatías, según se lee en el libro de los Macabeos (cfr. 1 M
2,14). Luego le cubrieron el rostro a Cristo con un velo, e hiriéndole y mofándose de él,
le decían: Profetízanos, Cristo, ¿quién es el que te ha golpeado? (Mt 26,68). Imaginaos
aquí a Moisés con el velo sobre el rostro para no ser deslumbrado por la gloria de Dios.
Pero vosotros, hermanos, no es necesario que os cubráis el rostro, porque por muy bien
que lo cubráis, Dios ve y conoce vuestros pasos, ya que el Señor ve hasta el fondo del
corazón (1 R 16,7). Vosotros, cristianos, sois peores que los judíos, pues aquéllos
cubrieron a Cristo con un velo para ofenderle; sin embargo vosotros le ofendéis a velo
descubierto... Y estando así, San Pedro le negó tres veces (cfr. Mt 26,69-75). ¡Ah,
Pedro!, ¿dónde está todo vuestro valor? Cuán bien se os pueden aplicar aquellas
palabras del Salmista: En medio de mi prosperidad dije: No experimentaré nunca jamás
mudanza alguna. Pero apartaste de mí tu rostro, Señor, y al instante fui trastornado
(Sal 29,7-8). ¡Señores que me escucháis!: Guardaos de que Dios aparte sus ojos de
vosotros, porque luego os deslizaréis. Por eso, te suplicamos Señor, que quieras mirar a
este pueblo, porque si tú no le miras, cualquier cosa puede hacerle resbalar. Luego salió
Pedro y lloró amargamente. Si queréis llorar vuestros pecados, salid del fuego de las
codicias y podréis llorar a placer 6
6 San Luis anota a continuación: "Prosigue esta historia de la Pasión, siguiendo el relato de los
evangelistas".