Comentario al evangelio del Miércoles 04 de Mayo del 2011
La conversación de Jesús con Nicodemo debió ser muy interesante. Lo que ha llegado a nosotros
son palabras que comunican lo más central de nuestra fe. Si el otro día Jesús nos decía que había que
nacer de nuevo, hoy nos recuerda algo que, desgraciadamente, hemos olvidado muchas veces. Tanto
que hemos convertido nuestra fe en Dios en una especie de tribunal justiciero ante el que tenemos casi
todas las posibilidades de ser condenados.
Sin embargo, Jesús deja claro a Nicodemo que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo
único para que no perezca ninguno de los que creen en él.” Estoy seguro de haber comentado y
meditado ya muchas veces este texto. Pero me sigue pareciendo igual de nuevo a mis oídos. Y me sigo
produciendo un estremecimiento en el corazón. Ese “tanto amó Dios al mundo” me conmueve, me
hace sentirme realmente querido. Más allá de las manifestaciones afectivas hay un signo de amor
increíble: Dios se abaja, se hace uno de nosotros, se entrega a sí mismo para que tengamos vida y la
tengamos abundante. No hay amor más grande.
Y para los que le siguen dando vueltas al juicio, Jesús también dejó claro que “Dios no mandó su
Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.” El juicio de Dios no es
de condenación. Ni siquiera es, como los de nuestro mundo, uno de esos juicios imparciales donde el
juez con la ley en la mano dicta sentencia apoyado en los datos objetivos. Nada de eso. El juicio de
Dios está hecho de misericordia, de amor, de comprensión, de perdón, de reconciliación. El juicio de
Dios no es imparcial sino muy parcial. El juicio de Dios está basado en el prejuicio de mucho amor que
nos tiene. El juicio de Dios es de salvación. El juicio de Dios no cierra las puertas de la celda tras
nuestro paso sino que nos abre la esperanza a un horizonte de libertad y de vida.
Los apóstoles lo entendieron así. Por eso predicaban con libertad. Y ante su predicación no podían
nada ni los grilletes de las prisiones ni los barrotes de las celdas. El pueblo sencillo también lo entendía
así y acogía su palabra. Nosotros tenemos que recuperar para nuestro corazón ese “tanto amó Dios al
mundo” y escucharlo muchas veces y meditarlo más, hasta que sintamos en lo más profundo de
nuestro ser el abrazo cálido del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús.
Fernando Torres Pérez cmf