CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS
Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
XXVI Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 17 de abril de 2011
Queridos hermanos y hermanas,
queridos jóvenes:
Como cada año, en el Domingo de Ramos, nos conmueve subir junto a Jesús al
monte, al santuario, acompañarlo en su acenso. En este día, por toda la faz de la tierra
y a través de todos los siglos, jóvenes y gente de todas las edades lo aclaman gritando:
“¡Hosanna al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en nombre del Señor!».
Pero, ¿qué hacemos realmente cuando nos unimos a la procesión, al cortejo de
aquellos que junto con Jesús subían a Jerusalén y lo aclamaban como rey de Israel?
¿Es algo más que una ceremonia, que una bella tradición? ¿Tiene quizás algo que ver
con la verdadera realidad de nuestra vida, de nuestro mundo? Para encontrar la
respuesta, debemos clarificar ante todo qué es lo que en realidad ha querido y ha
hecho Jesús mismo. Tras la profesión de fe, que Pedro había realizado en Cesarea de
Filipo, en el extremo norte de la Tierra Santa, Jesús se había dirigido como peregrino
hacia Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Es un camino hacia el templo en la Ciudad
Santa, hacia aquel lugar que aseguraba de modo particular a Israel la cercanía de Dios
a su pueblo. Es un camino hacia la fiesta común de la Pascua, memorial de la
liberación de Egipto y signo de la esperanza en la liberación definitiva. Él sabe que le
espera una nueva Pascua, y que él mismo ocupará el lugar de los corderos inmolados,
ofreciéndose así mismo en la cruz. Sabe que, en los dones misteriosos del pan y del
vino, se entregará para siempre a los suyos, les abrirá la puerta hacia un nuevo camino
de liberación, hacia la comunión con el Dios vivo. Es un camino hacia la altura de la
Cruz, hacia el momento del amor que se entrega. El fin último de su peregrinación es
la altura de Dios mismo, a la cual él quiere elevar al ser humano.
Nuestra procesión de hoy por tanto quiere ser imagen de algo más profundo, imagen
del hecho que, junto con Jesús, comenzamos la peregrinación: por el camino elevado
hacia el Dios vivo. Se trata de esta subida. Es el camino al que Jesús nos invita. Pero,
¿cómo podemos mantener el paso en esta subida? ¿No sobrepasa quizás nuestras
fuerzas? Sí, está por encima de nuestras posibilidades. Desde siempre los hombres
están llenos – y hoy más que nunca – del deseo de “ser como Dios”, de alcanzar esa
misma altura de Dios. En todos los descubrimientos del espíritu humano se busca en
último término obtener alas, para poderse elevar a la altura del Ser, para ser
independiente, totalmente libre, como lo es Dios. Son tantas las cosas que ha podido
llevar a cabo la humanidad: tenemos la capacidad de volar. Podemos vernos,
escucharnos y hablar de un extremo al otro del mundo. Sin embargo, la fuerza de
gravedad que nos tira hacía abajo es poderosa. Junto con nuestras capacidades, no ha
crecido solamente el bien. También han aumentado las posibilidades del mal que se
presentan como tempestades amenazadoras sobre la historia. También permanecen
nuestros límites: basta pensar en las catástrofes que en estos meses han afligido y
siguen afligiendo a la humanidad.
Los Santos Padres han dicho que el hombre se encuentra en el punto de intersección
entre dos campos de gravedad. Ante todo, está la fuerza que le atrae hacia abajo –
hacía el egoísmo, hacia la mentira y hacia el mal; la gravedad que nos abaja y nos
aleja de la altura de Dios. Por otro lado, está la fuerza de gravedad del amor de Dios:
el ser amados de Dios y la respuesta de nuestro amor que nos atrae hacia lo alto. El
hombre se encuentra en medio de esta doble fuerza de gravedad, y todo depende del
poder escapar del campo de gravedad del mal y ser libres de dejarse atraer totalmente
por la fuerza de gravedad de Dios, que nos hace auténticos, nos eleva, nos da la
verdadera libertad.
Tras la Liturgia de la Palabra, al inicio de la Plegaría eucarística durante la cual el
Señor entra en medio de nosotros, la Iglesia nos dirige la invitación: “ Sursum corda
levantemos el corazón”. Según la concepción bíblica y la visión de los Santos Padres,
el corazón es ese centro del hombre en el que se unen el intelecto, la voluntad y el
sentimiento, el cuerpo y el alma. Ese centro en el que el espíritu se hace cuerpo y el
cuerpo se hace espíritu; en el que voluntad, sentimiento e intelecto se unen en el
conocimiento de Dios y en el amor por Él. Este “corazón” debe ser elevado. Pero
repito: nosotros solos somos demasiado débiles para elevar nuestro corazón hasta la
altura de Dios. No somos capaces. Precisamente la soberbia de querer hacerlo solos
nos derrumba y nos aleja de Dios. Dios mismo debe elevarnos, y esto es lo que Cristo
comenzó en la cruz. Él ha descendido hasta la extrema bajeza de la existencia
humana, para elevarnos hacia Él, hacia el Dios vivo. Se ha hecho humilde, dice hoy la
segunda lectura. Solamente así nuestra soberbia podía ser superada: la humildad de
Dios es la forma extrema de su amor, y este amor humilde atrae hacia lo alto.
El salmo procesional 23, que la Iglesia nos propone como “canto de subida” para la
liturgia de hoy, indica algunos elementos concretos que forman parte de nuestra
subida, y sin los cuales no podemos ser levantados: las manos inocentes, el corazón
puro, el rechazo de la mentira, la búsqueda del rostro de Dios. Las grandes conquistas
de la técnica nos hacen libres y son elementos del progreso de la humanidad sólo si
están unidas a estas actitudes; si nuestras manos se hacen inocentes y nuestro corazón
puro; si estamos en busca de la verdad, en busca de Dios mismo, y nos dejamos tocar
e interpelar por su amor. Todos estos elementos de la subida son eficaces sólo si
reconocemos humildemente que debemos ser atraídos hacia lo alto; si abandonamos la
soberbia de querer hacernos Dios a nosotros mismos. Le necesitamos. Él nos atrae
hacia lo alto, sosteniéndonos en sus manos –es decir, en la fe– nos da la justa
orientación y la fuerza interior que nos eleva. Tenemos necesidad de la humildad de la
fe que busca el rostro de Dios y se confía a la verdad de su amor.
La cuestión de cómo el hombre pueda llegar a lo alto, ser totalmente él mismo y
verdaderamente semejante a Dios, ha cuestionado siempre a la humanidad. Ha sido
discutida apasionadamente por los filósofos platónicos del tercer y cuarto siglo. Su
pregunta central era cómo encontrar medios de purificación, mediante los cuales el
hombre pudiese liberarse del grave peso que lo abaja y poder ascender a la altura de
su verdadero ser, a la altura de su divinidad. San Agustín, en su búsqueda del camino
recto, buscó por algún tiempo apoyo en aquellas filosofías. Pero, al final, tuvo que
reconocer que su respuesta no era suficiente, que con sus métodos no habría alcanzado
realmente a Dios. Dijo a sus representantes: reconoced por tanto que la fuerza del
hombre y de todas sus purificaciones no bastan para llevarlo realmente a la altura de
lo divino, a la altura adecuada. Y dijo que habría perdido la esperanza en sí mismo y
en la existencia humana, si no hubiese encontrado a aquel que hace aquello que
nosotros mismos no podemos hacer; aquel que nos eleva a la altura de Dios, a pesar
de nuestra miseria: Jesucristo que, desde Dios, ha bajado hasta nosotros, y en su amor
crucificado, nos toma de la mano y nos lleva hacia lo alto.
Subimos con el Señor en peregrinación. Buscamos el corazón puro y las manos
inocentes, buscamos la verdad, buscamos el rostro de Dios. Manifestemos al Señor
nuestro deseo de llegar a ser justos y le pedimos: ¡Llévanos Tú hacia lo alto! ¡Haznos
puros! Haz que nos sirva la Palabra que cantamos con el Salmo procesional, es decir
que podamos pertenecer a la generación que busca a Dios, “que busca tu rostro, Dios
de Jacob” ( Sal 23, 6). Amén.
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