BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 13 de febrero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
En la Liturgia de este domingo prosigue la lectura del llamado «Sermón de la
montaña» de Jesús, que comprende los capítulos 5, 6 y 7 del Evangelio de Mateo.
Después de las «bienaventuranzas», que son su programa de vida, Jesús proclama
la nueva Ley, su Torá , como la llaman nuestros hermanos judíos. En efecto, el
Mesías, con su venida, debía traer también la revelación definitiva de la Ley, y es
precisamente lo que Jesús declara: «No creáis que he venido a abolir la Ley y los
Profetas: no he venido a abolir, sino a dar plenitud». Y, dirigiéndose a sus
discípulos, añade: «Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos,
no entraréis en el reino de los cielos» ( Mt 5, 17.20). Pero ¿en qué consiste esta
«plenitud» de la Ley de Cristo, y esta «mayor» justicia que él exige?
Jesús lo explica mediante una serie de antítesis entre los mandamientos antiguos y
su modo proponerlos de nuevo. Cada vez comienza diciendo: «Habéis oído que se
dijo a los antiguos...», y luego afirma: «Pero yo os digo...». Por ejemplo: «Habéis
oído que se dijo a los antiguos: “No matarás”; y el que mate será reo de juicio.
Pero yo os digo: “todo el que se deja llevar de la cólera contra su hermano será
procesado”» ( Mt 5, 21-22). Y así seis veces. Este modo de hablar suscitaba gran
impresión en la gente, que se asustaba, porque ese «yo os digo» equivalía a
reivindicar para sí la misma autoridad de Dios, fuente de la Ley. La novedad de
Jesús consiste, esencialmente, en el hecho que él mismo «llena» los mandamientos
con el amor de Dios, con la fuerza del Espíritu Santo que habita en él. Y nosotros, a
través de la fe en Cristo, podemos abrirnos a la acción del Espíritu Santo, que nos
hace capaces de vivir el amor divino. Por eso todo precepto se convierte en
verdadero como exigencia de amor, y todos se reúnen en un único mandamiento:
ama a Dios con todo el corazón y ama al prójimo como a ti mismo. «La plenitud de
la Ley es el amor», escribe san Pablo ( Rm 13, 10). Ante esta exigencia, por
ejemplo, el lamentable caso de los cuatro niños gitanos que murieron la semana
pasada en la periferia de esta ciudad, en su chabola quemada, impone que nos
preguntemos si una sociedad más solidaria y fraterna, más coherente en el amor,
es decir, más cristiana, no habría podido evitar ese trágico hecho. Y esta pregunta
vale para muchos otros acontecimientos dolorosos, más o menos conocidos, que
acontecen diariamente en nuestras ciudades y en nuestros países.
Queridos amigos, quizás no es casualidad que la primera gran predicación de Jesús
se llame «Sermón de la montaña». Moisés subió al monte Sinaí para recibir la Ley
de Dios y llevarla al pueblo elegido. Jesús es el Hijo de Dios que descendió del cielo
para llevarnos al cielo, a la altura de Dios, por el camino del amor. Es más, él
mismo es este camino: lo único que debemos hacer es seguirle, para poner en
práctica la voluntad de Dios y entrar en su reino, en la vida eterna. Una sola
criatura ha llegado ya a la cima de la montaña: la Virgen María. Gracias a la unión
con Jesús, su justicia fue perfecta: por esto la invocamos como Speculum iustitiae .
Encomendémonos a ella, para que guíe también nuestros pasos en la fidelidad a la
Ley de Cristo.
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