IV DOMINGO DE PASCUA
(Hechos 2:14.36-41; I Pedro 2:20-25; Juan 10:1-10)
El niño agarra la Biblia en su mano. Lleva un traje con camisa blanca y corbata. Su
pelo está grasado y su sonrisa muestra dientes tan brillantes como perlas. Está
esperando su turno para proclamar a Jesucristo al estilo evangélico. Si o no le tiene
en cuenta, Pedro en la primera lectura hoy sirve como su modelo primordial. Pues
el santo está presentando el kerigma, el mensaje básico del Cristianismo, por la
primera vez.
El sermón de Pedro consiste en primer lugar del anuncio de Jesús, el inocente que
fue crucificado. No ha habido en la historia nadie tan magnánimo como él. Siempre
se dirigía al menos afortunado. Levantó el hijo de la viuda de la muerte. Instruyó a
los ricos la necesidad de cuidar a los pobres con la parábola del mendigo Lázaro y el
rico. Aun en su agonía pidió perdón por sus verdugos. Su compostura era tan genial
como la cocina en el verano, tan grande como el cielo en el Oeste.
La predicación de Pedro elecita una respuesta de parte de la gente. Preguntan entre
sí mismos: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” Tienen que arrepentirse; eso es,
tienen que cambiarse de la disposición. En lugar de cerrarse a los discípulos de
Jesús, tienen que hacerles caso. En lugar de despachar la trayectoria y las
enseñanzas de Jesús, tienen que juzgarlas según las Escrituras. A nosotros el
arrepentimiento significa una nueva mirada hacia los pobres. En lugar de
sospecharlos como ladrones, tenemos que saludarlos como compañeros en el
camino. En lugar de rechazarlos como viciosos, tenemos que apoyar sus esfuerzos
para vivir con dignidad.
Un sabio observa que este tipo de conversión es sólo nuestra transformación de la
bestia al humano. Eso es, comprende un paso hacia Dios pero no es hacernos
santos. Para merecer la vida con Dios, nos hace falta la gracia del Bautismo. Por
participar en la muerte y la resurrección de Jesús, que el baño con agua facilita,
somos renovados y rejuvenecidos. Ya podemos levantarnos de la pereza para
tomar alguna responsabilidad del bien de los desafortunados. Una religiosa cada
viernes cena con los desamparados en el refugio para ellos. Cocina la comida en su
casa; la lleva al centro de la ciudad; y la comparte con los indigentes como si fuera
el Día de Acción de Gracias. ¿Siente incómoda? A lo mejor al principio se
preocupaba de ser considerada como una hipócrita. Pero ahora, después de veinte
años de hacerlo, ama a sus comensales como los preferidos de Dios.
Pedro se explicita a los judíos que el Bautismo tiene que ser “en el nombre de
Jesucristo”. Él es el buen pastor que nos llama a unirnos con su redil, la Iglesia.
Aquí aprendemos cómo conducirnos como verdaderos herederos de la vida eterna.
Como si fuera el césped de la pradera, la Iglesia nos nutre con la Biblia y el
Catecismo. En cuanto a los pobres el Catecismo enseña la incompatibilidad entre la
fe y el estilo de vida más deseado en el mundo: “El amor a los pobres es
incompatible – dice -- con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta”
(#2445).
Pero nos cuesta amar a los pobres más que los cruceros en el Caribe. Nos hace
falta un relámpago de conciencia para impulsarnos adelante. Es precisamente el
propósito del Espíritu Santo. Sin el Espíritu Santo quedamos con grandes ilusiones
pero pocos logros. Pedro nombra al Espíritu Santo el gran demoledor de barreras
uniendo a los judíos a los paganos. A nosotros el mismo Espíritu nos mueve a dar
tanto nuestro tiempo como nuestros dólares al socorro de los más necesitados.
Hemos visto en nuestros tiempos un arrepentimiento hacia el fumar. Hace
cincuenta años se consideraba un vicio pedirle al fumador que no fumara. Ahora se
reconoce el fumar como el verdugo tanto del inocente como del fumador. Así Jesús
pide un cambio de disposición en cuanto a los pobres. En lugar de tratarles con
bondad sólo en el Día de Acción de Gracias, tenemos que demoler las barreras
entre ellos y nosotros. En lugar de cerrarnos a los pobres, tenemos que ser
magnánimos hacia ellos.
Padre Carmelo Mele, O.P.