BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 27 de febrero de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
La liturgia de hoy se hace eco de una de las palabras más conmovedoras de la
Sagrada Escritura. El Espíritu Santo nos la ha dado a través de la pluma del llamado
«segundo Isaías», el cual, para consolar a Jerusalén, afligida por desventuras, dice
así: «¿Puede una madre olvidar al niño que amamanta, no tener compasión del hijo
de sus entrañas? Pues aunque ella se olvidara, yo no te olvidaré» ( Is 49, 15). Esta
invitación a la confianza en el amor indefectible de Dios se nos presenta también en
el pasaje, igualmente sugestivo, del evangelio de san Mateo, en el que Jesús
exhorta a sus discípulos a confiar en la providencia del Padre celestial, que alimenta
a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo, y conoce todas nuestras
necesidades (cf. 6, 24-34). Así dice el Maestro: «No andéis agobiados pensando
qué vais a comer, o qué vais a beber, o con qué os vais a vestir. Los paganos se
afanan por esas cosas. Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de
todo eso».
Ante la situación de tantas personas, cercanas o lejanas, que viven en la miseria,
estas palabras de Jesús podrían parecer poco realistas o, incluso, evasivas. En
realidad, el Señor quiere dar a entender con claridad que no es posible servir a dos
señores: a Dios y a la riqueza. Quien cree en Dios, Padre lleno de amor por sus
hijos, pone en primer lugar la búsqueda de su reino, de su voluntad. Y eso es
precisamente lo contrario del fatalismo o de un ingenuo irenismo. La fe en la
Providencia, de hecho, no exime de la ardua lucha por una vida digna, sino que
libera de la preocupación por las cosas y del miedo del mañana. Es evidente que
esta enseñanza de Jesús, si bien sigue manteniendo su verdad y validez para todos,
se practica de maneras diferentes según las distintas vocaciones: un fraile
franciscano podrá seguirla de manera más radical, mientras que un padre de familia
deberá tener en cuenta sus deberes hacia su esposa e hijos. En todo caso, sin
embargo, el cristiano se distingue por su absoluta confianza en el Padre celestial,
como Jesús. Precisamente la relación con Dios Padre da sentido a toda la vida de
Cristo, a sus palabras, a sus gestos de salvación, hasta su pasión, muerte y
resurrección. Jesús nos demostró lo que significa vivir con los pies bien plantados
en la tierra, atentos a las situaciones concretas del prójimo y, al mismo tiempo,
teniendo siempre el corazón en el cielo, sumergido en la misericordia de Dios.
Queridos amigos, a la luz de la Palabra de Dios de este domingo, os invito a invocar
a la Virgen María con el título de Madre de la divina Providencia. A ella le
encomendamos nuestra vida, el camino de la Iglesia y las vicisitudes de la historia.
En particular, invocamos su intercesión para que todos aprendamos a vivir
siguiendo un estilo más sencillo y sobrio en la actividad diaria y en el respeto de la
creación, que Dios ha encomendado a nuestra custodia.
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