BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 3 de abril de 2011
Queridos hermanos y hermanas:
El itinerario cuaresmal que estamos viviendo es un tiempo especial de gracia,
durante el cual podemos experimentar el don de la bondad del Señor para con
nosotros. La liturgia de este domingo, denominado « Laetare », nos invita a
alegrarnos, a regocijarnos, como proclama la antífona de entrada de la celebración
eucarística: «Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; alegraos
de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pechos y os saciaréis
de sus consuelos» (cf. Is 66, 10-11). ¿Cuál es la razón profunda de esta alegría?
Nos lo dice el Evangelio de hoy, en el cual Jesús cura a un hombre ciego de
nacimiento. La pregunta que el Señor Jesús dirige al que había sido ciego
constituye el culmen de la narración: «¿Crees tú en el Hijo del hombre?» ( Jn 9, 35).
Aquel hombre reconoce el signo realizado por Jesús y pasa de la luz de los ojos a la
luz de la fe: «Creo, Señor» ( Jn 9, 38). Conviene destacar cómo una persona
sencilla y sincera, de modo gradual, recorre un camino de fe: en un primer
momento encuentra a Jesús como un «hombre» entre los demás; luego lo
considera un «profeta»; y, al final, sus ojos se abren y lo proclama «Señor». En
contraposición a la fe del ciego curado se encuentra el endurecimiento del corazón
de los fariseos que no quieren aceptar el milagro, porque se niegan a aceptar a
Jesús como el Mesías. La multitud, en cambio, se detiene a discutir sobre lo
acontecido y permanece distante e indiferente. A los propios padres del ciego los
vence el miedo del juicio de los demás.
Y nosotros, ¿qué actitud asumimos frente a Jesús? También nosotros a causa del
pecado de Adán nacimos «ciegos», pero en la fuente bautismal fuimos iluminados
por la gracia de Cristo. El pecado había herido a la humanidad destinándola a la
oscuridad de la muerte, pero en Cristo resplandece la novedad de la vida y la meta
a la que estamos llamados. En él, fortalecidos por el Espíritu Santo, recibimos la
fuerza para vencer el mal y obrar el bien. De hecho, la vida cristiana es una
continua configuración con Cristo, imagen del hombre nuevo, para alcanzar la plena
comunión con Dios. El Señor Jesús es «la luz del mundo» ( Jn 8, 12), porque en él
«resplandece el conocimiento de la gloria de Dios» (2 Co 4, 6) que sigue revelando
en la compleja trama de la historia cuál es el sentido de la existencia humana. En el
rito del Bautismo, la entrega de la vela, encendida en el gran cirio pascual, símbolo
de Cristo resucitado, es un signo que ayuda a comprender lo que ocurre en el
Sacramento. Cuando nuestra vida se deja iluminar por el misterio de Cristo,
experimenta la alegría de ser liberada de todo lo que amenaza su plena realización.
En estos días que nos preparan para la Pascua revivamos en nosotros el don
recibido en el Bautismo, aquella llama que a veces corre peligro de apagarse.
Alimentémosla con la oración y la caridad hacia el prójimo.
A la Virgen María, Madre de la Iglesia, encomendamos el camino cuaresmal, para
que todos puedan encontrar a Cristo, Salvador del mundo.