«Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había
indicado. Y, al verlo, le adoraron; pero otros dudaron. Y acercándose Jesús
les habló: Se me ha dado todo poder en el Cielo y en la tierra. Id, pues, y
haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre
y del Hijo y del Espíritu Santo; y enseñándoles a guardar todo cuanto os he
mandado.» (Mateo 28, 16-20).
1º. Jesús, te has ido a la derecha del Padre, en el Cielo.
Así culminas la obra de la Redención, abriéndonos las puertas de tu Reino.
« Jesucristo, cabeza de la Iglesia, nos precede en el Reino glorioso del Padre para
que nosotros, miembros de su cuerpo, vivamos en la esperanza de estar un día con
él eternamente» (CEC.- 666).
Pero ahora, ¿qué voy a hacer si Tú no estás, si no te veo, si no te oigo?
Y me respondes: «Yo os envío al que mi Padre ha prometido.»
En diez días, el día de Pentecostés, vas a enviar al Espíritu Santo; y los apóstoles,
hoy aún titubeantes, se van a lanzar a predicar en tu nombre la «conversión para
perdón de los pecados a todas las gentes.»
2º. «La liturgia pone ante nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios de
la vida de Jesucristo entre los hombres: su Ascensión a los cielos. Desde el
Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna,
adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado en los largos años de
trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a través de las tierras de
Palestina, predicando a los hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y
más tarde, en los días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban,
con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro
y más firme para nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los
Apóstoles, somos todavía débiles y en este día de la Ascensión, preguntamos a
Cristo: «¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?»; ¿es ahora cuando
desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras
miserias?
El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los Apóstoles,
permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es fácil, en
realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve recordar que,
en un alarde de amor se ha ido y se ha quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega
como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin embargo, su palabra
humana, su forma de actuar, de mirar, de son reír, de hacer el bien. Querríamos
volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del pozo cansado por el duro
camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora largamente, cuando se compadece de
la muchedumbre.
Siempre me ha parecido lógico y me ha llenado de alegría que la Santísimo
Humanidad de Jesucristo suba a la gloria del Padre, pero pienso también que esta
tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos
por Jesús, Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto
hombre, carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de
nosotros, para ir al cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
Si sabemos contemplar el misterio de Cristo, si nos esforzamos en verlo con los
ojos limpios, nos daremos cuenta de que es posible también ahora acercarnos
íntimamente a Jesús, en cuerpo y alma. Cristo nos ha marcado claramente el
camino: por el Pan y por la Palabra, alimentándonos con la Eucaristía y conociendo
y cumpliendo lo que vino a enseñarnos, a la vez que conversamos con Él en la
oración» (Es Cristo que pasa, 117-118).
Esta meditación está tomada de: “Una cita con Dios” de Pablo Cardona. Ediciones
Universidad de Navarra. S. A. Pamplona.