EL V DOMINGO DE PASCUA
(Hechos 6:1-7; I Pedro 2:4-9; Juan 14:1-12)
La familia tenía un tamaño indeterminado. Había varios hijos pero los padres siempre
aceptaban a otros niños. Tal vez un sobrino viniera del campo a la ciudad para estudiar. O una
huérfana no tuviera ningún pariente para criarla. “Siempre hay espacio en la casa para uno
más”, habrían dicho los padres, “y frijoles en la olla”. Así encontramos a Jesús en el evangelio
hoy hablando con sus discípulos de las muchas habitaciones en la casa de su Padre.
Para que no tengamos la idea que Jesús esté refiriéndose a una mansión en el cielo, es mejor
pensar en “la casa de mi Padre” como su familia. Es como se habla de la familia de los
Borbones en Francia como una casa. Jesús indica que su Padre está dispuesto a aceptar a sus
discípulos como hijos adoptivos. Como personas formadas en sus modos, la esperanza de este
anuncio abarca también a nosotros. Nosotros también somos discípulos de Jesús, invitados a
hacernos miembros de la familia de Dios Padre.
¿Y por qué queremos ser hijos de Dios? ¿No estamos contentos persiguiendo nuestras
carreras, criando a nuestros niños, mirando el televisor en la casa, y tal vez bailando la noche
del sábado? No, aunque estas cosas tienen sus complacencias, después de un tiempo se nos
vuelven áridas. Deseamos algo más. Nos cuesta poner nuestro objetivo en palabras. Para
indicar lo extraordinario de este deseo, se ha llamado la unión con Dios. Hace quince se
estrenó un libro que tocó a mucha gente muy adentro. Martes con mi profesor viejo cuenta de
la relación entre un joven y su antiguo profesor que estaba muriendo. En el principio el joven
visitó a su mentor, que vivía en otra ciudad, sólo porque tenía tiempo libre por razón de una
huelga. Pero le gustaron las visitas tanto que no faltara pasar cada martes con el venerable
hombre una vez que se resolvió la huelga. El viejo le enseñó la primacía del amor hacia los
demás. Le indicó que es necesario decir a sus seres queridos, “Te amo”. Cómo amar
comprende sólo un pequeño beneficio que recibimos por unirnos con Dios como su hijo o hija.
Jesús afirma atrevidamente que él es el camino a la unión con Dios Padre. Quiere decir que no
hay otro acceso al divino. Por eso, se llamaba el Cristianismo en el principio “el camino”.
Entonces muchas preguntan, ¿es verdad que tiene que bautizarse para alcanzar la vida
eterna? El Vaticano II dijo que no, que los no bautizados no son necesariamente privados del
cielo. Diríamos que se tiene que practicar el amor abnegado de Jesús para ser salvado. No
parece ser gran diferencia entre este tipo de amor y el “Bautismo de deseo” que la Iglesia ha
reconocido por siglos.
Jesús es el camino porque es la verdad de Dios Padre o, más preciso, la imagen verdadera.
Dice en el evangelio, “Quien me ha visto a mí, ha visto al Padre.” Es como si hubiera sólo dos
vaciados de un molde antes de que se rompiera: el Padre y el Hijo. Muchos encuentran
dificultad rezar al Dios que creó el universo. Pues ¿cómo puede ser que le importemos?
Precisamente para indicar nuestra importancia nos llegó Jesús como compañero del camino
con quien no sentimos cohibidos. Más bien, la conversación entre él y nosotros derrama tan
fluidamente como un río en la primavera.
También Jesús es el camino porque muestra la vida de Dios Padre. Esta vida no brinda el oro,
el prestigio, y el sexo sino la misericordia, la alegría, y la harmonía. Los evangelios no nos
indican si Jesús era alto o bajo de estatura, si sus ojos eran de color azul o chocolate, o si era
diestro o izquierdo. Pero relatan cómo él era persona de compasión que disfrutó compartir pan
y vino con los demás y de gran capacidad para revelar el Reino de Dios Padre. Seamos
hombres o mujeres, casados o solteros, jóvenes o ancianos queremos ser como él. El hecho
que murió a edad joven no debe molestarnos porque mostró que la muerte no podía
contenerlo.
Hoy en día muchos tienen el GPS para indicar el camino. Nos dice cuando dar vuelta a la
derecha o la izquierda. Tan gran ayuda sea el GPS no nos sirve tanto como unirse con Jesús.
Él se da a sí mismo como el camino indicándonos cuando ser alegres y cuando decirle al otro,
“Te amo”. Nada nos sirve como unirse con Jesús.
Padre Carmelo Mele, O.P.