Sexto Domingo de Pascua 29 de Mayo de 2011
“Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”
El encuentro con el Señor Resucitado se traduce en una relación vital con El que
transforma. Repasando las distintas apariciones que nos narran los evangelios,
vemos el cambio tan radical que experimentan los que es ha encontrado con el
Resucitado. La paz, la alegría, la apertura hacia los demás, la ilusión y la valentía
para romper ataduras configuran al que ha tenido la experiencia pascual. Es
consecuencia de un amor que salva. Ese amor pide una sincera correspondencia,
por eso Jesús nos dice: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”.
Para comprender la expresión de Jesús, es necesario evitar una interpretación de la
palabra “mandamientos”. No se trata de normas, prescripciones, leyes,
prohibiciones. Es necesario superar una visión meramente legalista y jurídica para
dar a la palabra “mandamientos” el sentido más amplio de “enseñanzas”. No se
trata de unas rígidas disposiciones legalistas, sino de un mensaje. No es un código,
sino un evangelio, que debe ser acogido como palabra de Dios, y observado como
principio inspirador de la conducta.
Seguir el mensaje de Jesús, y orientar toda la vida según él, es la manera de
mostrar el verdadero amor a Jesús: “El que acepta mis mandamientos y los guarda,
ése me ama”. La consecuencia es gratificante: “Al que me ama lo amará mi Padre”.
Aquí está especificada la figura del cristiano. No es uno que está obligado a cumplir
unas leyes, y someterse a un código. Es esencialmente, alguien que sabe que es
amado: “Lo amará mi Padre”.
En el Nuevo Testamento el amor de Dios se expresa con la palabra “ágape”.El
comportamiento de Dios en relación al hombre no está bajo el signo de la justicia
distributiva, sino del ágape. No estamos en el campo de la retribución, sino en el
amor que da. El motivo del amor de Dios reside exclusivamente en Dios. El ama
porque su naturaleza es amor. Con Cristo se revela un amor que no se deja
determinar por el valor de su objeto, sino solamente por la propia naturaleza
divina. Dios ama al pecador no a causa de su pecado, sino a pesar del pecado. Y
ama al justo, no ciertamente por su buena conducta. El amor de Dios no se deja
imponer por los límites del comportamiento del hombre: “El hace salir el sol sobre
malos y buenos y manda la lluvia a justos e injustos” /Mt 5, 45).
El amor, el ágape, es creativo. Dios no ama lo que, en sí, es digno de amor. Dios no
me ama porque tenga cualidades, méritos. Me hago valioso porque El me ama. Es
también preferencial. El amor es una preferencia otorgada a la persona. Dios nos
prefiere a cada uno de nosotros. El ágape crea además comunión. El amor no se
resigna a las rupturas, a las divisiones, a la separación. Quien amada siempre da el
primer paso para restablecer los contactos, anular las distancias, estrechar lazos y
crear comunión.
Todo esto que es la esencia del ser cristiano es una aventura que no la realizamos
solos. “Yo le pediré al Padre que os de el Espíritu de la verdad”. Necesitamos que el
Espíritu Santo active en nosotros la memoria de Jesús, su presencia viva, abriendo
nuestro corazón al encentro personal con Jesús como alguien vivo. Sólo esta
relación afectiva y cordial con Jesús es capaz de transformarnos y generar en
nosotros una manera nueva de ser y de vivir. Y esto es vivir la resurrección.
Cuando se vive esta experiencia del Espíritu, que nos lleva a vivir el amor de Dios,
el creyente descubre que ser cristiano no es un peso que oprime y atormenta la
conciencia, sino que es dejarse guiar por el amor creador del Espíritu que vive en
nosotros y nos hace vivir con una espontaneidad que nace no de nuestro egoísmo
sino del amor.
Joaquin Obando Carvajal