Sexto Domingo de Pascua - Ciclo A
Dom Columba Marmion, O.S.B.
El Espíritu Santo, espíritu de Jesús
3. Operaciones del Espíritu Santo en la Iglesia; el Espíritu
Santo, alma de la Iglesia
Las maravillas que se obraban en Cristo bajo la inspiración del
Espíritu Santo, se reproducen en nosotros, por lo menos en parte,
cuando nos dejamos guiar de aquel Espíritu divino. Pero, ¿poseemos
acaso nosotros ese Espíritu? -Sin duda alguna que sí.
Antes de subir al cielo, prometió Jesús a sus discípulos que rogaría
al Padre para que les diera el Espíritu Santo, e hizo, de ese don del
Espíritu a nuestras almas, objeto de una súplica especial. «Rogaré al
Padre y os dará otro Consolador, el Espíritu de verdad» (Jn 14, 16-
17). Y ya sabéis cómo fue atendida la petición de Jesús, con qué
abundancia se dio el Espíritu Santo a los Apóstoles el día de
Pentecostés. De ese día data, por decirlo así, la toma de posesión por
parte del Espíritu divino de la Iglesia, cuerpo místico de Cristo, y
podemos añadir que, si Cristo es jefe y cabeza de la Iglesia, el Espíritu
Santo es alma de ese cuerpo. El es quien guía e inspira a la Iglesia,
guardándola, como se lo prometiera Jesús, en la verdad de Cristo y en
la luz que El nos trajo: «Os enseñará toda verdad y os recordará todo
lo, que os he enseñado» (ib. 14,26).
Esa acción del Espíritu Santo en la Iglesia es varia y múltiple.- Os
dije antes que Cristo fue consagrado Mesías y Pontífice por una unción
inefable del Espíritu Santo y con unción parecida consagra Cristo a los
que quiere hacer participantes de su poder sacerdotal, para proseguir
en la tierra su misión santificadora: «Recibid el Espíritu Santo... el
Espíritu Santo designó a los obispos para que gobiernen la
Iglesia» (Hch 20,28); el Espíritu Santo es quien habla por su boca y
da valor a su testimonio (ib. 15,26; Hch 15,28; 20, 22-28). Del
mismo modo, los Sacramentos, medios auténticos que Cristo puso en
manos de sus ministros para transmitir la vida a las almas, jamás se
confieren sin que preceda o acompañe la invocación al Espíritu Santo.
El es quien fecunda las aguas del Bautismo. «Hay que renacer del
agua por el Espíritu Santo para entrar en el reino de Dios» (Jn
3,5); «Dios, dice San Pablo, nos salva en la fuente de regeneración
renovándonos por el Espíritu Santo» (Tit 3,5), ese mismo, Espíritu se
nos «da» en la Confirmación para ser la unción que debe hacer del
cristiano un soldado intrépido de Jesucristo; El es quien nos confiere
en ese Sacramento la plenitud de la condición de cristiano y nos
reviste de la fortaleza de Cristo, -al Espíritu Santo, como nos lo
demuestra sobre todo la Iglesia Oriental, se atribuye el cambio que
hace del pan y del vino, el cuerpo y la sangre de Jesucristo; los
pecados son perdonados, en el Sacramento de la Penitencia, por el
Espíritu Santo (Jn 20, 22-23) [Santo Tomás, III, q.3, a.8, ad 3]; en la
Extremaunción se le pide que «con su gracia cure al enfermo de sus
dolencias y culpas»; en el Matrimonio se invoca también al Espíritu
Santo para que los esposos cristianos puedan, con su vida, imitar la
unión que existe entre Cristo y la Iglesia.
¿Veis cuán viva, honda e incesante es la acción del Espíritu Santo
en la Iglesia? Bien podemos decir con San Pablo que es el «Espíritu de
vida» (Rm 8,2), verdad que la Iglesia repite en el Símbolo cuando
canta su fe en el «Espíritu vivificador»: Es, pues, verdaderamente el
alma de la Iglesia, el principio vital que anima a la sociedad
sobrenatural; que la rige, que une entre sí sus diversos miembros y
les comunica espiritual vigor y hermosura.
[Al decir que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, no es
nuestro intento enseñar que sea la forma de la Iglesia, como lo es el
alma en el compuesto humano. En tal sentido, sería teológica más
exacto decir que el alma de la Iglesia es la gracia santificante -con las
virtudes infusas, que forman su cortejo obligado-; la gracia es, en
efecto, el principio de la vida sobrenatural, que da vida divina a los
miembros pertenecientes al cuerpo de la Iglesia; mas también en este
caso es muy imperfecta la analogía entre la gracia y el alma; pero no
es ésta la ocasión de disertar sobre esta diferencias. Cuando decimos
que el Espíritu Santo y no la gracia es el alma de la Iglesia, no
hacemos sino tomar la causa por el efecto, esto es, que el Espíritu
Santo produce la gracia santificante; queremos, pues, con esta
expresión (Espíritu Santo=alma de la Iglesia) hacer resaltar el influjo
interno vivificador y «unificador» (si se puede hablar así) que ejerce el
Espíritu Santo en la Iglesia.- Ese modo de expresarnos es
perfectamente legítimo y tiene consigo la aprobación de varios Padres
de la Iglesia, como San Agustín: Quod est in corpore nostro anima, id
est Spiritus Sanctus in corpore Christi quod est
Ecclesia (Serm. CLXXXVII, de tempore). Muchos teólogos modernos
hablan del mismo modo, y León XIII consagró esta expresión en su
Encíclica sobre el Espíritu Santo. También interesa notar que Santo
Tomás, para encarecer la influencia íntima del Espíritu Santo en la
Iglesia, la compara a la que ejerce el corazón en el organismo
humano III, q.8, a.1, ad 3].
En los primeros días de la Iglesia, la acción del Espíritu Santo fue
mucho más visible que en los nuestros. Así convenía a los designios
de la Providencia, porque era menester que la Iglesia pudiese
establecerse sólidamente, manifestando a los ojos del mundo pagano
las señales luminosas de la divinidad de su fundador, de su origen y
de su misión.- Esas señales, frutos de la efusión del Espíritu Santo,
eran admirables, y todavía nos maravillamos al leer el relato de los
comienzos de la Iglesia. El Espíritu descendía sobre aquellos a quienes
el bautismo hacía discípulos de Cristo, y los colmaba de carismas tan
variados como asombrosos: gracia de milagros, don de profecía, don
de lenguas y otros mil favores extraordinarios, concedidos a los
primeros cristianos para que, al contemplar a la Iglesia hermoseada
con tal profusión de magníficos dones, se viera bien a las claras que
era verdaderamente la Iglesia de Jesús. Leed la primera Epístola de
San Pablo a los de Corinto, y veréis con qué fruición enumera el
Apóstol las maravillas de que él mismo era testigo; en cada
enumeración de esos dones tan variados, añade: «El mismo y único
Espíritu es quien obra todo esto», porque El es amor, y el amor es
fuente de todos los dones «en el mismo Espíritu» (Cor 12,9). El es
quien fecunda a esta «Iglesia que Jesús redimió con su sangre y quiso
fuera santa e inmaculada» (Ef 5,27).
4. Acción del Espíritu Santo en las almas donde mora
Mas si los caracteres extraordinarios y visibles de la acción del
Espíritu Santo han desaparecido en general, la acción de ese divino
Espíritu se perpetúa en las almas y, si bien es sobre todo interior, no
por eso es menos admirable.
Hemos visto que la santidad no es más que el desarrollo de la
primera gracia, la gracia de adopción divina que se nos da en el
Bautismo, como luego diremos, por la cual nos convertimos en hijos
de Dios y hermanos de Jesucristo. El quid de toda santidad consiste
en saber sacar de esa gracia inicial de la adopción, para hacerlos
fructificar. todos los tesoros y riquezas que contiene y que Dios quiere
extraigamos de ella. Cristo es, como hemos dicho, el modelo de
nuestra filiación divina, el que nos la ha merecido del Padre, y el que
ha establecido personalmente los cauces por los cuales nos llega.
Mas el desarrollo fecundo en nosotros de esta gracia que debemos
a Jesús es obra de la Santísima Trinidad, aunque, no sin motivo, se
atribuye especialmente al Espíritu Santo. ¿Por qué así? -Por lo mismo
de siempre. La gracia de adopción es puramente gratuita, y tiene su
fuente en el amor: «Contemplad cuán grande caridad nos ha mostrado
Dios Padre, que ha querido que seamos llamados sus hijos y que en
realidad lo seamos » (Jn 3,1). Ahora bien; en la Trinidad adorable, el
Espíritu Santo es el amor sustancial, y por ello, San Pablo nos dice
que la «caridad de Dios», o, lo que es lo mismo, la gracia que nos
hace hijos de Dios , «la ha derramado en nuestros corazones el
Espíritu Santo», «porque la caridad de Dios ha sido derramada en
nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido
dado» (Rm 5,5).
Desde que por medio del Bautismo se nos infundió la gracia, el
Espíritu Santo mora en nosotros con el Padre y el Hijo. «Si alguno me
ama, tiene dicho Nuestro Señor, mi Padre le amará también y
vendremos a él y en él fijaremos nuestra morada» (Jn 14,23). La
gracia hace de nuestra alma templo de la Trinidad Santa, y nuestra
alma, adornada con la gracia, es verdaderamente morada de Dios. En
ella habita, no solamente como en todos los seres por su esencia y
potencia, con que sostiene y conserva todas las criaturas en el ser,
sino de un modo muy particular e íntimo, como objeto de
conocimiento y de amor sobrenaturales. Mas porque la gracia nos une
de tal modo a Dios, que ella es principio y medida de nuestra caridad,
se dice especialmente que el Espíritu Santo es el que «mora en
nosotros», no de un modo personal, que excluya la presencia del
Padre y del Hijo, sino en cuanto procede por amor y es lazo de unión
entre los dos. «En vosotros permanecerá y en vosotros morará» (Jn
14,17) decía nuestro Señor.- Aun en el hombre empecatado se
advierten huellas del poder y sabiduría de Dios, mas sólo los justos,
sólo los que estan en gracia comparten la caridad sobrenatural, de ahí
que San Pablo dijera a los fieles: «¿No sabéis que sois templo del
Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios y está en vosotros?» (1Cor
6,19).
Mas, ¿qué hace ese Espíritu divino en nuestras almas, ya que,
siendo Dios, siendo amor, no puede quedar ocioso? -Nos da
primeramente testimonio de que «somos hijos de Dios » (Rm 8,16). Es
espíritu de amor y de santidad, que, como nos ama, quiere también
hacernos participantes de su santidad, para que seamos verdaderos y
dignos hijos de Dios.
Con la gracia santificante, que deifica, por decirlo así, a nuestra
naturaleza, capacitándola para obrar sobrenaturalmente, el Espíritu
Santo deposita en nosotros energías y «hábitos» que elevan al nivel
divino las potencias y facultades de nuestra alma; de ahí provienen
las virtudes sobrenaturales y sobre todo las teologales de fe,
esperanza y caridad, que son propiamente las virtudes características
y específicas de los hijos de Dios; después, las virtudes morales
infusas, que nos ayudan en la lucha contra los obstáculos que se
cruzan en el camino del cielo; y, por fin, los dones.- Detengámonos en
ellos siquiera algunos instantes.
El divino Salvador, nuestro modelo, los recibió también, como
hemos visto, aunque con medida eminente y trascendental, o, mejor
todavía, sin medida ni tasa. La medida de los dones en nosotros es
limitada, pero aun así es tan fecunda, que obra maravillas de santidad
en las almas en que abundan esos dones. ¿Por qué así? -Porque ellos
sobre todo son los que perfeccionan nuestra adopción, como vamos a
verlo.
¿Qué son, pues, los dones del Espíritu Santo? -Son, y ya el nombre
lo indica, bienes gratuitos que el Espíritu nos reparte juntamente con
la gracia santificante y las virtudes infusas.- La Iglesia nos dice en su
liturgia que el mismo Espíritu Santo es el don por excelencia: «Don
del Dios altísimo» [Donum Dei altissimi. Himno. Veni Creator] , porque
viene a nosotros desde el Bautismo para dársenos como prenda de
amor. Pero ese don es divino y vivo; es un huésped que, lleno de
largueza, quiere enriquecer al alma que le recibe.
Siendo El mismo el Don increado, es por lo mismo fuente de los
dones creados que con la gracia santificante y las virtudes infusas
habilitan al alma para vivir sobrenaturalmente de un modo perfecto.
En efecto, nuestra alma, aun adornada de la gracia y de las
virtudes, no recupera aquel estado de primitiva integridad que Adán
tuvo antes de pecar; la razón, sujeta ella misma a error, ve que su
manto de reina se lo disputan el apetito inferior y los sentidos; la
voluntad está expuesta a desfallecimientos. ¿Qué resulta de
semejante estado de cosas? -Que en la obra capital de nuestra
santificación nos vemos de continuo necesitados de acudir a la ayuda
directa del Espíritu Santo. El puede dispensarnos esta ayuda por
medio de sus inspiraciones, las cuales todas se encaminan a nuestro
mayor perfeccionamiento y santidad. Mas para que sus inspiraciones
sean bien acogidas por nosotros, despierta El mismo en nuestras
almas ciertas disposiciones que nos hacen dóciles y moldeables: esas
disposiciones son precisamente los dones del Espíritu Santo. [En
Jesucristo la presencia de los dones no proviene de la necesidad de
ayudar a la flaqueza de la razón y de la voluntad, como quiera que
jamás estuvo sujeto a error ni a flaqueza alguna; estos dones le
fueron otorgados al alma de Jesús porque constituyen una perfección,
y convenía que todo lo que dice perfección residiera en Jesucristo.
Vimos más atrás la influencia que el Espíritu Santo ejerció con sus
dones en el alma de Jesús]. Los dones no son, pues, las inspiraciones
mismas del Espíritu Santo, sino las disposiciones que nos hacen
obedecer pronta y fácilmente a esas inspiraciones.
Los dones disponen al alma para que pueda ser movida y dirigida
en el sentido de su perfección sobrenatural, en el sentido de la
filiación divina, y por ellos tiene un como instinto divino de lo
sobrenatural. El alma, que en virtud de esas disposiciones se deja
guiar por el Espíritu, obra con toda seguridad como cuadra a un hijo
de Dios. En toda su vida espiritual piensa y obra de una forma
«conveniente» desde el punto de vista sobrenatural. [Dona sunt
quædam perfectiones hominis quibus homo disponitur ad hoc quod
sequatur instinctum Spiritus Sancti . Santo Tomás, I-II, q.68, a.3]. El
alma que es fiel a las inspiraciones del Espíritu Santo posee un tacto
sobrenatural que la hace pensar y obrar con facilidad y presteza como
hija de Dios. Comprendéis con esto que los dones inclinan al alma y la
disponen a moverse en una atmósfera donde todo es sobrenatural; de
la que todo lo natural queda excluido en cierto sentido. Por los dones,
el Espíritu Santo tiene y se reserva la alta dirección de nuestra vida
sobrenatural.
Todo esto es de importancia suma para el alma, puesto que nuestra
santidad es esencialmente de orden sobrenatural. Verdad es que ya
por las virtudes el alma en gracia obra sobrenaturalmente, pero obra
de un modo conforme a su condición racional y humana por
movimiento propio, por iniciativa personal; mas con los dones queda
dispuesta a obrar directa y únicamente por la moción divina
(guardando, dicho se está, su libertad, que se manifiesta por el
asentimiento a la inspiración de lo alto), y esto de un modo que no se
compagina siempre con su manera racional y natural de ver las cosas:
La influencia de los dones es pues, en un sentido muy real, superior a
la de las virtudes, a las que no reemplazan sin duda, pero cuyas
operaciones completan maravillosamente. [ Dona a virtutibus
distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus humano modo,
sed dona ultra humanum modus . S. Thom. Sent. III, dist. XXXIV, q.1,
a.1.- Donorum ratio propria est ut per ea quis super humanum
modum operetur . Sent. II, dist. XXXV, q.2, a.3].
Por ejemplo, los dones de Entendimiento y de Ciencia perfeccionan
el ejercicio de la virtud de fe, y por ahí se expiica que almas sencillas
y sin cultura alguna, pero rectas y dóciles a las inspiraciones del
Espíritu Santo, tengan unas convicciones tan arraigadas, una
comprensión y una penetración de las cosas sobrenaturales que a
veces causan asombro, y una especie de instinto espiritual que las
pone en guardia contra el error y las permite adherirse tan
resueltamente a la verdad revelada, que quedan al abrigo de toda
duda. ¿De dónde proviene todo esto? ¿Del estudio y de un examen
concienzudo de las verdades de su fe? -No, es obra del Espíritu Santo,
del Espíritu de verdad, que perfecciona mediante el don
de Inteligencia o, de Ciencia, su virtud de fe. Como veis, los dones
constituyen para el alma un tesoro inestimable a causa de su carácter
puramente sobrenatural.- Los dones acaban de perfeccionar ese
admirable organismo sobrenatural a través del cual Dios llama a
nuestras almas a vivir la vida divina. Concedidos como son, en mayor
o menor medida, a toda alma que vive en gracia, quedan en ella en
estado permanente mientras no arrojamos por el pecado mortal al
Huésped divino de donde dimanan. Pudiendo progresivamente
acrecentarse, se extienden, además, a toda nuestra vida sobrenatural
y la tornan sumamente fecunda, ya que por e]los se hallan nuestras
almas bajo la acción directa y la influencia inmediata del Espíritu
Santo.- Ahora bien, el Espíritu Santo es Dios con el Padre y el Hijo, y
nos ama entrañablemente y quiere nuestra santificación; sus
inspiraciones, que dimanan de un principio de bondad y de amor, no
llevan otra mira que la de moldearnos de modo que nuestra
semejanza con Jesús resulte más perfecta y cumplida.- De ahí que,
aun cuando no sea éste su papel propio y exclusivo, los dones nos
disponen también a aquellos actos heroicos por los que se manifiesta
claramente la santidad.
¡Inefable bondad la de nuestro Dios, que nos provee con tanto
cuidado y con tanta esplendidez de cuanto habemos menester para
llegar a El! ¿No sería una ofensa, para el Huésped divino de nuestras
almas, dudar de su bondad y amor, no confiar en su largueza, en su
munificencia, o mostrarnos perezosos en aprovecharnos de ella?...
( Dom Columba Marmion O.S.B., Jesucristo, vida del alma, 1º
Parte, pp. 94 – 96)