Segundo Domingo del Tiempo Ordinario 16 de Enero de 2011

“Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo”


La expresión “Cordero de Dios” con la que el Bautista señala a Jesús, nos es ciertamente muy conocida. Hasta cinco veces la repetimos en la celebración de la Eucaristía. Pero es posible que no nos diga mucho a los cristianos de hoy. Para entenderla bien, tenemos que situarnos en la perspectiva de los judíos contemporáneos de Jesús.

Cuando Juan señala a Jesús como “el Cordero de Dios” pensaban en la manera cómo Isaías había hablado del Siervo de Dios, personaje que será “luz de las naciones, para que la salvación de Dios alcance hasta el confín de la tierra” (Is 49, 6). Misión que realiza como servidor, ocupando un lugar en medio del pueblo, haciéndose uno de ellos y en sintonía con los sencillos. Recordaban, también, al cordero de Pascua, con cuya sangre los hebreos habían sido liberados de la esclavitud de Egipto. Así se destaca uno de los aspectos más fundamentales de su misión: llevar a los hombres a la verdadera libertad, no por el camino de la fuerza y el poder, sino por el bien y el servicio.

Jesús se presenta con la fuerza de los no-violentos, y aparece como portador de una misión universal destinada a todos los hombres y a todos los pueblos de la tierra: Quitar el pecado del mundo. Vence el pecado no sólo el individual, sino todo aquello que de mal hay en el mundo: la oscuridad del error y de la mentira, la pérdida de sentido, la anti-fraternidad, las idolatrías engañosas que cada civilización genera, la insolidaridad, violencia, explotación y segregación. De este mal que hay en el mundo ningún ser humano se libra de sufrir sus consecuencias.

El pecado es realidad omnipresente entre nosotros y dentro de cada uno. Es cierto que estamos redimidos, llamados a vivir como hijos de Dios en su amistad y gracia, pero no hemos sido hechos impecables. ¿Quién nos librará de esta situación de pecado que nos lleva a la muerte personal y a la destrucción mutua? Es Jesús, el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. El es nuestra victoria, nuestra liberación y nuestra paz. Por El y con El somos capaces, y es nuestro deber, de vencer el pecado y construir el Reino de Dios y su justicia en la tierra de los hombres.

“Es el que ha de bautizar con Espíritu Santo”. Si nos sabemos pecadores y tocados por el mal, creemos que la fuerza del Espiritual puede vencer. Fuerza que Cristo nos comunica por el Espíritu Santo en el que hemos sido bautizados. Hemos de vivir una relación vital con el Espíritu de Dios, y esto sólo es posible cuando se experimenta a Dios como fuente de vida en cada experiencia humana. Quien vive abierto al Espíritu se rebela contra todo lo malo que nos amenaza.

Vivir según el Espíritu no es sólo alejarse y vencer al pecado. El Bautista termina afirmando: “Yo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”. La vocación del cristiano no es no pecar, sino ser testigo de Jesús, actualizando y haciendo presente, con la vida, el misterio del amor salvador de Dios manifestado en Cristo. Dios no se impone en una sociedad por la autoridad de los argumentos, sino por la verdad que emana de la vida de los creyentes que saben amar de manera efectiva e incondicional.

La figura del Bautista nos impulsa a ser testigos de Jesús. Preguntémonos: ¿mi vida refleja la fuerza del Espíritu en el que he sido bautizado? Ser cristiano hoy es, como siempre, ser testigo entre los hombres de nuestra fe en Jesús resucitado, salvador del mundo. Como testigos, hemos de mostrar en nuestra existencia de bautizados que Jesús quita el pecado del mundo, porque vivimos como hijos de Dios; adoptamos sus sentimientos y actitudes evangélicas; servimos y nos comprometemos en la construcción del Reino para la liberación del hombre y para una nueva sociedad de hermanos.

Joaquin Obando Carvajal.