VISITA PASTORAL A CASSINO Y MONTECASSINO
CELEBRACIÓN DE LAS SEGUNDAS VÍSPERAS
CON LOS ABADES, ABADESAS Y COMUNIDADES BENEDICTINAS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Solemnidad de la Ascensión del Señor
Basílica de Montecassino
Domingo 24 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas de la gran familia benedictina:
Al concluir mi visita, con mucho gusto me detengo en este lugar sagrado, en esta
abadía, cuatro veces destruida y reconstruida, la última vez tras los bombardeos de
la segunda guerra mundial, hace 65 años. " Succisa virescit ": las palabras de su
nuevo escudo indican bien su historia. Montecassino, como encina secular plantada
por san Benito, fue "escamondada" por la violencia de la guerra, pero resurgió con
mayor vitalidad. En varias ocasiones yo también he disfrutado de la hospitalidad de
los monjes, y en esta abadía he vivido momentos inolvidables de descanso y
oración.
Esta tarde hemos entrado cantando las Laudes regiae para celebrar juntos las
Vísperas de la solemnidad de la Ascensión de Jesús. A cada uno de vosotros
expreso la alegría de compartir este momento de oración, saludándoos a todos con
afecto y agradeciendo la acogida que me habéis dispensado a mí y a quienes me
acompañan en esta peregrinación apostólica. En particular, saludo al abad, dom
Pietro Vittorelli, que ha interpretado vuestros sentimientos comunes. Extiendo mi
saludo a los abades, a las abadesas y a las comunidades benedictinas aquí
presentes.
Hoy la liturgia nos invita a contemplar el misterio de la Ascensión del Señor. La
lectura breve, tomada de la primera carta de san Pedro, nos ha exhortado a fijar la
mirada en nuestro Redentor, que murió "una sola vez para siempre por los
pecados" para llevarnos nuevamente a Dios, a cuya diestra se encuentra, "tras
haber ascendido al cielo y haber recibido la soberanía sobre los ángeles, los
principados y las potestades" (cf. 1 P 3, 18.22). Jesús, "elevado al cielo" e invisible
a los ojos de los discípulos, no los abandonó, pues, "muerto en la carne, pero
vivificado en el espíritu" ( 1 P 3, 18), ahora está presente de una manera nueva,
interior, en los creyentes, y en él la salvación se ofrece a todo ser humano, sin
distinción de pueblo, lengua y cultura.
La primera carta de san Pedro contiene referencias precisas a los acontecimientos
cristológicos fundamentales de la fe cristiana. El Apóstol quiere poner de relieve el
alcance universal de la salvación en Cristo. Lo mismo pretende san Pablo, de cuyo
nacimiento estamos celebrando el bimilenario, el cual escribe a la comunidad de
Corinto: Cristo "murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino
para aquel que murió y resucitó por ellos" ( 2 Co 5, 15).
Ya no vivir para sí mismos, sino para Cristo: esto es lo que da pleno sentido a la
vida de quien se deja conquistar por él. Lo manifiesta claramente la historia
humana y espiritual de san Benito que, tras abandonarlo todo, siguió fielmente a
Jesucristo. Encarnando en su propia existencia el Evangelio, se convirtió en el
iniciador de un amplio movimiento de renacimiento espiritual y cultural en
Occidente. Quiero mencionar aquí un acontecimiento extraordinario de su vida,
referido por su biógrafo san Gregorio Magno, que vosotros conocéis muy bien.
Se podría decir que también el santo patriarca fue "elevado al cielo" en una
indescriptible experiencia mística. La noche del 29 de octubre del año 540 —se lee
en la biografía—, mientras estaba asomado a la ventana, "con los ojos fijos en las
estrellas para penetrar en la divina contemplación, el santo sentía que el corazón le
ardía... Para él el firmamento cuajado de estrellas era como la cortina bordada que
desvelaba al Santo de los Santos. En un momento determinado, su alma se sintió
transportada a la otra parte del velo para contemplar sin estorbos el rostro de
Aquel que habita en una luz inaccesible" (cf. A.I. Schuster, Storia di san Benedetto
e dei suoi tempi, ed. Abadía de Viboldone, Milán 1965, p. 11 y ss). Desde luego,
como le sucedió a san Pablo tras ser arrebatado al cielo, también san Benito,
después de esa experiencia espiritual extraordinaria, tuvo que comenzar una nueva
vida. Aunque la visión fue pasajera, los efectos permanecieron; su fisonomía misma
—refieren los biógrafos— cambió, su aspecto fue siempre sereno y su porte
angélico; y, aun viviendo en la tierra, se comprendía que con el corazón ya estaba
en el paraíso.
San Benito no recibió este don divino para satisfacer su curiosidad intelectual, sino
más bien para que el carisma que Dios le había dado tuviera la capacidad de
reproducir en el monasterio la misma vida del cielo y restablecer en él la armonía
de la creación a través de la contemplación y el trabajo. Por eso, con razón, la
Iglesia lo venera como "eminente maestro de vida monástica" y "doctor de
sabiduría espiritual en el amor a la oración y al trabajo"; "guía resplandeciente de
pueblos a la luz del Evangelio" que, "elevado al cielo por una senda luminosa",
enseña a los hombres de todos los tiempos a buscar a Dios y las riquezas eternas
por él preparadas (cf. Prefacio del santo en el suplemento monástico al Misal
Romano, 1980).
Sí, san Benito fue ejemplo luminoso de santidad e indicó a los monjes como único
gran ideal a Cristo; fue maestro de civilización que, proponiendo una equilibrada y
adecuada visión de las exigencias divinas y de las finalidades últimas del hombre,
tuvo siempre muy presentes también las necesidades y las razones del corazón,
para enseñar y suscitar una fraternidad auténtica y constante, a fin de que en el
conjunto de las relaciones sociales no se perdiera una unidad de espíritu capaz de
construir y alimentar siempre la paz.
No es casualidad que la palabra Pax acoja a los peregrinos y los visitantes a las
puertas de esta abadía, reconstruida después del enorme desastre de la segunda
guerra mundial: se eleva como una silenciosa advertencia a rechazar cualquier
forma de violencia para construir la paz: en las familias, en las comunidades, entre
los pueblos y en toda la humanidad. San Benito invita a toda persona que sube a
este monte a buscar la paz y a seguirla: " Inquire pacem et sequere eam ( Sal 33,
14-15)" ( Regla, Prólogo, 17).
Siguiendo la escuela de san Benito, con el paso de los siglos, los monasterios se
han convertido en centros fervientes de diálogo, de encuentro y de benéfica fusión
entre personas diversas, unificadas por la cultura evangélica de la paz. Los monjes
han sabido enseñar con la palabra y con el ejemplo el arte de la paz, sirviéndose de
los tres "vínculos" que san Benito consideraba necesarios para conservar la unidad
del Espíritu entre los hombres: la cruz, que es la ley misma de Cristo; el libro, es
decir, la cultura; y el arado, que indica el trabajo, el señorío sobre la materia y
sobre el tiempo.
Gracias a la actividad de los monasterios, articulada en el triple compromiso
cotidiano de la oración, el estudio y el trabajo, pueblos enteros del continente
europeo han experimentado un auténtico rescate y un beneficioso desarrollo moral,
espiritual y cultural, educándose en el sentido de la continuidad con el pasado, en la
acción concreta con vistas al bien común, en la apertura hacia Dios y la dimensión
trascendente. Oremos para que Europa valore siempre este patrimonio de
principios e ideales cristianos que constituye una inmensa riqueza cultural y
espiritual.
Pero esto sólo es posible cuando se acoge la enseñanza constante de san Benito, es
decir, el " quaerere Deum ", buscar a Dios, como compromiso fundamental del
hombre. Sin Dios el ser humano no se realiza plenamente ni puede ser
verdaderamente feliz. De manera especial, vosotros, queridos monjes, debéis ser
ejemplos vivos de esta relación interior y profunda con él, actuando sin
compromisos el programa que vuestro fundador sintetizó en el " nihil amori Christi
praeponere ", "no anteponer nada al amor de Cristo" ( Regla 4, 21). En esto consiste
la santidad, propuesta válida para todo cristiano, más que nunca en nuestra época,
en la que se experimenta la necesidad de anclar la vida y la historia en firmes
puntos de referencia espirituales. Por eso, queridos hermanos y hermanas, es muy
actual vuestra vocación y es indispensable vuestra misión de monjes.
Desde este lugar, en el que descansan sus restos mortales, el santo patrono de
Europa sigue invitando a todos a proseguir su obra de evangelización y promoción
humana. Os alienta en primer lugar a vosotros, queridos monjes, a permanecer
fieles al espíritu de los orígenes y a ser intérpretes auténticos de su programa de
renacimiento espiritual y social.
Que os conceda este don el Señor, por intercesión de vuestro santo fundador, de su
hermana santa Escolástica y de los santos y santas de la Orden. Y que la Madre
celestial del Señor, a la que hoy invocamos como "Auxilio de los cristianos", vele
sobre vosotros y proteja a esta abadía y a todos vuestros monasterios, así como a
la comunidad diocesana que vive en torno a Montecassino. Amén.
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