VISITA PASTORAL A CASSINO Y MONTECASSINO
CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Solemnidad de la Ascensión del Señor
Cassino, Plaza Miranda
Domingo 24 de mayo de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
"Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis
testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra"
( Hch 1, 8). Con estas palabras, Jesús se despide de los Apóstoles, como acabamos
de escuchar en la primera lectura. Inmediatamente después, el autor sagrado
añade que "fue elevado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos"
( Hch 1, 9). Es el misterio de la Ascensión, que hoy celebramos solemnemente. Pero
¿qué nos quieren comunicar la Biblia y la liturgia diciendo que Jesús "fue elevado"?
El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera
de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la
Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo "elevar" tiene su origen en el Antiguo
Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la
Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del
hombre crucificado y resucitado de la realeza de Dios sobre el mundo.
Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la
página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús "fue elevado"
( Hch 1, 9), y luego se añade que "ha sido llevado" ( Hch 1, 11). El acontecimiento
no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios,
que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la
nube que "lo ocultó a sus ojos" ( Hch 1, 9) hace referencia a una antiquísima
imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en
la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza
en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración.
Presentar al Señor envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio
expresado por el simbolismo de "sentarse a la derecha de Dios".
En el Cristo elevado al cielo el ser humano ha entrado de modo inaudito y nuevo en
la intimidad de Dios; el hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. El
"cielo", la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo mucho más
osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y
para siempre a la humanidad, Aquel en quien Dios y el hombre están
inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y
nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en
que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con él. Por tanto, la
solemnidad de la Ascensión nos invita a una comunión profunda con Jesús muerto y
resucitado, invisiblemente presente en la vida de cada uno de nosotros.
Desde esta perspectiva comprendemos por qué el evangelista san Lucas afirma
que, después de la Ascensión, los discípulos volvieron a Jerusalén "con gran gozo"
( Lc 24, 52). La causa de su gozo radica en que lo que había acontecido no había
sido en realidad una separación, una ausencia permanente del Señor; más aún, en
ese momento tenían la certeza de que el Crucificado-Resucitado estaba vivo, y en
él se habían abierto para siempre a la humanidad las puertas de Dios, las puertas
de la vida eterna. En otras palabras, su Ascensión no implicaba la ausencia
temporal del mundo, sino que más bien inauguraba la forma nueva, definitiva y
perenne de su presencia, en virtud de su participación en el poder regio de Dios.
Precisamente a sus discípulos, llenos de intrepidez por la fuerza del Espíritu Santo,
corresponderá hacer perceptible su presencia con el testimonio, el anuncio y el
compromiso misionero. También a nosotros la solemnidad de la Ascensión del
Señor debería colmarnos de serenidad y entusiasmo, como sucedió a los Apóstoles,
que del Monte de los Olivos se marcharon "con gran gozo". Al igual que ellos,
también nosotros, aceptando la invitación de los "dos hombres vestidos de blanco",
no debemos quedarnos mirando al cielo, sino que, bajo la guía del Espíritu Santo,
debemos ir por doquier y proclamar el anuncio salvífico de la muerte y resurrección
de Cristo. Nos acompañan y consuelan sus mismas palabras, con las que concluye
el Evangelio según san Mateo: "Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días
hasta el fin del mundo" ( Mt 28, 20).
Queridos hermanos y hermanas, el carácter histórico del misterio de la resurrección
y de la ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y comprender la condición
trascendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su
Señor "desaparecido", sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de
su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia
que actúa con la fuerza de su Espíritu. En otras palabras, podríamos decir que la
Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús "ausente", sino
que, por el contrario, vive y actúa para proclamar su "presencia gloriosa" de
manera histórica y existencial. Desde el día de la Ascensión, toda comunidad
cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas
mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su
Señor. Esta es la condición de la Iglesia —nos lo recuerda el concilio Vaticano II—,
mientras "prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los
consuelos de Dios, anunciando la cruz y la muerte del Señor hasta que vuelva"
( Lumen gentium , 8).
Hermanos y hermanas de esta querida comunidad diocesana, la solemnidad de este
día nos exhorta a fortalecer nuestra fe en la presencia real de Jesús en la historia;
sin él, no podemos realizar nada eficaz en nuestra vida y en nuestro apostolado.
Como recuerda el apóstol san Pablo en la segunda lectura, es él quien "dio a unos
el ser apóstoles; a otros, profetas; a otros, evangelizadores; a otros, pastores y
maestros, (...) en orden a las funciones del ministerio, para edificación del Cuerpo
de Cristo" ( Ef 4, 11-12), es decir, la Iglesia. Y esto para llegar "a la unidad de la fe
y del conocimiento pleno del Hijo de Dios" ( Ef 4, 13), teniendo todos la vocación
común a formar "un solo cuerpo y un solo espíritu, como una sola es la esperanza a
la que estamos llamados" ( Ef 4, 4). En este marco se coloca mi visita que, como ha
recordado vuestro pastor, tiene como fin animaros a "construir, fundar y reedificar"
constantemente vuestra comunidad diocesana en Cristo. ¿Cómo? Nos lo indica el
mismo san Benito, que en su Regla recomienda no anteponer nada a
Cristo: "Christo nihil omnino praeponere" (LXII, 11).
Por tanto, doy gracias a Dios por el bien que está realizando vuestra comunidad
bajo la guía de su pastor, el padre abad dom Pietro Vittorelli, a quien saludo con
afecto y agradezco las amables palabras que me ha dirigido en nombre de todos.
Saludo, además, a la comunidad monástica, a los obispos, a los sacerdotes, a los
religiosos y a las religiosas presentes. Saludo a las autoridades civiles y militares;
en primer lugar, al alcalde, al que agradezco el saludo de bienvenida con el que me
ha acogido a mi llegada a esta plaza Miranda, que desde hoy llevará mi nombre,
aunque no lo merezco. Saludo a los catequistas, a los agentes de pastoral, a los
jóvenes y a cuantos de diferentes modos se ocupan de la difusión del Evangelio en
esta tierra llena de historia, que durante la segunda guerra mundial experimentó
momentos de grandísimo sufrimiento. Silenciosos testigos de ello son los
numerosos cementerios que rodean vuestra ciudad renacida, entre los cuales
recuerdo en particular el polaco, el alemán y el de la Comunidad británica de
naciones. Por último, mi saludo se extiende a todos los habitantes de Cassino y de
los centros vecinos: a cada uno de vosotros, especialmente a los enfermos y a los
que sufren, vaya la seguridad de mi afecto y de mi oración.
Queridos hermanos y hermanas, en esta celebración resuena el eco de la
exhortación de san Benito a mantener el corazón fijo en Cristo, a no anteponer
nada a él. Esto no nos distrae; al contrario, nos impulsa aún más a
comprometernos en la construcción de una sociedad donde la solidaridad se
exprese mediante signos concretos. Pero ¿cómo? La espiritualidad benedictina, que
conocéis bien, propone un programa evangélico sintetizado en el lema: ora et
labora et lege, la oración, el trabajo y la cultura.
Ante todo, la oración, que es el legado más hermoso de san Benito a los monjes,
pero también a vuestra Iglesia particular: a vuestro clero, formado en gran parte en
el seminario diocesano, alojado durante siglos en la misma abadía de
Montecassino; a los seminaristas; a las numerosas personas educadas en las
escuelas, en los centros recreativos benedictinos y en vuestras parroquias; y a
todos vosotros, que vivís en esta tierra. Elevando la mirada desde cada pueblo y
aldea de la diócesis, podéis admirar esa referencia constante al cielo que es el
monasterio de Montecassino, al que subís todos los años en procesión la víspera de
Pentecostés.
La oración, a la que cada mañana la campana de san Benito invita a los monjes con
sus toques graves es el sendero silencioso que nos conduce directamente al
corazón de Dios; es la respiración del alma, que nos devuelve la paz en medio de
las tormentas de la vida. Además, en la escuela de san Benito, los monjes han
cultivado siempre un amor especial a la Palabra de Dios en la lectio divina , que hoy
es patrimonio común de muchos. Sé que vuestra Iglesia diocesana, haciendo suyas
las indicaciones de la Conferencia episcopal italiana, dedica gran atención a la
profundización bíblica; más aún, ha inaugurado un itinerario de estudio de las
Sagradas Escrituras, consagrado este año al evangelista san Marcos, y que
proseguirá en el próximo cuatrienio, para concluir, si Dios quiere, con una
peregrinación diocesana a Tierra Santa. Que la escucha atenta de la Palabra divina
alimente vuestra oración y os convierta en profetas de verdad y de amor, a través
de un compromiso común de evangelización y promoción humana.
Otro eje de la espiritualidad benedictina es el trabajo. Humanizar el mundo laboral
es típico del alma del monaquismo, y este es también el esfuerzo de vuestra
comunidad, que procura estar al lado de los numerosos trabajadores de la gran
industria presente en Cassino y de las empresas vinculadas a ella. Sé cuán crítica
es la situación de gran número de obreros. Expreso mi solidaridad a cuantos viven
en una situación de precariedad preocupante, a los trabajadores con seguro de
desempleo o incluso despedidos. La herida del desempleo, que aflige a este
territorio, debe inducir a los responsables de la administración pública, a los
empresarios y a cuantos tienen posibilidad de hacerlo, a buscar, con la contribución
de todos, soluciones válidas para la crisis del empleo, creando nuevos puestos de
trabajo para salvaguardar a las familias.
A este propósito, ¿cómo no recordar que la familia tiene hoy urgente necesidad de
que se la proteja mejor, puesto que está fuertemente amenazada en las raíces
mismas de su institución? Pienso también en los jóvenes que difícilmente logran
encontrar una actividad laboral digna que les permita formar una familia. A ellos
quiero decirles: No os desaniméis, queridos amigos; la Iglesia no os abandona. Sé
que veinticinco jóvenes de vuestra diócesis participaron en la pasada Jornada
mundial de la juventud en Sydney : atesorando esa extraordinaria experiencia
espiritual, sed levadura evangélica entre vuestros amigos y coetáneos; con la
fuerza del Espíritu Santo, sed los nuevos misioneros en esta tierra de san Benito.
Por último, también forma parte de vuestra tradición la atención al mundo de la
cultura y de la educación. El célebre archivo y la biblioteca de Montecassino recogen
innumerables testimonios del compromiso de hombres y mujeres que han meditado
y buscado cómo mejorar la vida espiritual y material del hombre. En vuestra abadía
se palpa el "quaerere Deum" , es decir, el hecho de que la cultura europea ha sido la
búsqueda de Dios y la disponibilidad a escucharlo. Y esto vale también en nuestro
tiempo. Sé que estáis trabajando con este mismo espíritu en la Universidad y en las
escuelas, para que se conviertan en laboratorios de conocimiento, de investigación
y de celo por el futuro de las nuevas generaciones. Sé también que, al preparar mi
visita, habéis celebrado un congreso sobre el tema de la educación, para suscitar
en todos la firme determinación a transmitir a los jóvenes los valores irrenunciables
de nuestro patrimonio humano y cristiano.
En el actual esfuerzo cultural orientado a crear un nuevo humanismo, vosotros,
fieles a la tradición benedictina, con razón también queréis subrayar la atención al
hombre frágil, débil, a las personas discapacitadas y a los inmigrantes. Os
agradezco que me brindéis la posibilidad de inaugurar hoy la "Casa de la Caridad",
donde se construye con hechos concretos una cultura atenta a la vida.
Queridos hermanos y hermanas, no es difícil percibir que vuestra comunidad, esta
porción de Iglesia que vive en torno a Montecassino, es heredera y depositaria de la
misión, impregnada del espíritu de san Benito, de proclamar que en nuestra vida
nadie ni nada debe quitar a Jesús el primer lugar; la misión de construir, en nombre
de Cristo, una nueva humanidad caracterizada por la acogida y la ayuda a los más
débiles.
Que os ayude y acompañe vuestro santo patriarca, con santa Escolástica, su
hermana; y que os protejan vuestros santos patronos y, sobre todo, María, Madre
de la Iglesia y Estrella de nuestra esperanza. Amén.
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