MISA DE CANONIZACIÓN DE LOS BEATOS
Arcángel Tadini (1846-1912)
Bernardo Tolomei (1272-1348)
Nuno de Santa María Álvares Pereira (1360-1431)
Gertrudis Comensoli (1847-1903)
Catalina Volpicelli (1839-1894)
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
Domingo 26 de abril de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
En este tercer domingo del tiempo pascual, la liturgia pone una vez más en el
centro de nuestra atención el misterio de Cristo resucitado. Victorioso sobre el mal
y sobre la muerte, el Autor de la vida, que se inmoló como víctima de expiación por
nuestros pecados, "no cesa de ofrecerse por nosotros, de interceder por todos;
inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre" ( Prefacio
pascual ,III). Dejemos que nos inunde interiormente el resplandor pascual que
irradia este gran misterio y, con el salmo responsorial, imploremos: "Haz brillar
sobre nosotros el resplandor de tu rostro".
La luz del rostro de Cristo resucitado resplandece hoy sobre nosotros
particularmente a través de los rasgos evangélicos de los cincos beatos que en esta
celebración son inscritos en el catálogo de los santos: Arcángel Tadini, Bernardo
Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrudis Comensoli y Catalina
Volpicelli. De buen grado me uno al homenaje que les rinden los peregrinos de
varias naciones aquí reunidos, a los que dirijo un cordial saludo. Las diversas
vicisitudes humanas y espirituales de estos nuevos santos nos muestran la
renovación profunda que realiza en el corazón del hombre el misterio de la
resurrección de Cristo; misterio fundamental que orienta y guía toda la historia de
la salvación. Por tanto, con razón, la Iglesia nos invita siempre, y de modo especial
en este tiempo pascual, a dirigir nuestra mirada a Cristo resucitado, realmente
presente en el sacramento de la Eucaristía.
En la página evangélica, san Lucas refiere una de las apariciones de Jesús
resucitado (cf. Lc 24, 35-48). Precisamente al inicio del pasaje, el evangelista
comenta que los dos discípulos de Emaús, habiendo vuelto de prisa a Jerusalén,
contaron a los Once cómo lo habían reconocido "al partir el pan" ( Lc 24, 35). Y,
mientras estaban contando la extraordinaria experiencia de su encuentro con el
Señor, él "se presentó en medio de ellos" (v. 36). A causa de esta repentina
aparición, los Apóstoles se atemorizaron y asustaron hasta tal punto que Jesús,
para tranquilizarlos y vencer cualquier titubeo y duda, les pidió que lo tocaran —no
era una fantasma, sino un hombre de carne y hueso—, y después les pidió algo
para comer.
Una vez más, como había sucedido con los dos discípulos de Emaús, Cristo
resucitado se manifiesta a los discípulos en la mesa, mientras come con los suyos,
ayudándoles a comprender las Escrituras y a releer los acontecimientos de la
salvación a la luz de la Pascua. Les dice: "Es necesario que se cumpla todo lo
escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí" (v. 44). Y los
invita a mirar al futuro: "En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los
pecados a todos los pueblos" (v. 47).
Toda comunidad revive esta misma experiencia en la celebración eucarística,
especialmente en la dominical. La Eucaristía, lugar privilegiado en el que la Iglesia
reconoce "al autor de la vida" (cf. Hch 3, 15), es "la fracción del pan", como se
llama en los Hechos de los Apóstoles. En ella, mediante la fe, entramos en
comunión con Cristo, que es "sacerdote, víctima y altar" (cf. Prefacio pascual v) y
está en medio de nosotros. En torno a él nos reunimos para recordar sus palabras y
los acontecimientos contenidos en la Escritura; revivimos su pasión, muerte y
resurrección. Al celebrar la Eucaristía, comulgamos a Cristo, víctima de expiación, y
de él recibimos perdón y vida.
¿Qué sería de nuestra vida de cristianos sin la Eucaristía? La Eucaristía es la
herencia perpetua y viva que nos dejó el Señor en el sacramento de su Cuerpo y su
Sangre, en el que debemos reflexionar y profundizar constantemente para que,
como afirmó el venerado Papa Pablo VI, pueda "imprimir su inagotable eficacia en
todos los días de nuestra vida mortal" ( Insegnamenti, V, 1967, p. 779). Los santos
a los que hoy veneramos, alimentados con el Pan eucarístico, cumplieron su misión
de amor evangélico en los diversos campos en los que actuaron con sus carismas
peculiares.
Pasaba largas horas en oración ante la Eucaristía san Arcángel Tadini, quien,
teniendo siempre en cuenta en su ministerio pastoral a la persona humana en su
totalidad, ayudaba a sus parroquianos a crecer humana y espiritualmente. Este
santo sacerdote, este santo párroco, hombre totalmente de Dios, dispuesto en toda
circunstancia a dejarse guiar por el Espíritu Santo, al mismo tiempo estaba atento a
descubrir las necesidades del momento y a encontrarles remedio. Con este fin puso
en marcha muchas iniciativas concretas y valientes, como la organización de la
"Sociedad obrera católica de socorro mutuo", la construcción de la hilandería y de la
casa de acogida para las obreras, y la fundación, en 1900, de la "congregación de
las Religiosas Obreras de la Santa Casa de Nazaret", con la finalidad de evangelizar
el mundo del trabajo compartiendo la fatiga, siguiendo el ejemplo de la Sagrada
Familia de Nazaret.
¡Qué profética fue la intuición carismática de don Tadini y qué actual sigue siendo
su ejemplo también hoy, en una época de grave crisis económica! Él nos recuerda
que sólo cultivando una constante y profunda relación con el Señor, especialmente
en el sacramento de la Eucaristía, podemos ser capaces de llevar después el
fermento del Evangelio a las diversas actividades laborales y a todos los ámbitos de
nuestra sociedad.
También en san Bernardo Tolomei, iniciador de un singular movimiento monástico
benedictino, destaca el amor a la oración y al trabajo manual. Vivió una existencia
eucarística, dedicada totalmente a la contemplación, que se traducía en servicio
humilde al prójimo. Por su singular espíritu de humildad y de acogida fraterna, los
monjes lo reeligieron abad durante veintisiete años consecutivos, hasta su muerte.
Además, para garantizar el futuro de su obra, obtuvo de Clemente VI, el 21 de
enero de 1344, la aprobación pontificia de la nueva congregación benedictina,
llamada de "Santa María de Monte Oliveto".
Con ocasión de la gran epidemia de peste de 1348, dejó la soledad de Monte
Oliveto para ir al monasterio de San Benito en Porta Tufi, en Siena, a fin de asistir a
sus monjes contagiados por la enfermedad, y él mismo murió víctima del contagio,
como auténtico mártir de la caridad. El ejemplo de este santo nos invita a traducir
nuestra fe en una vida dedicada a Dios en la oración y entregada al servicio del
prójimo con el impulso de una caridad dispuesta incluso al sacrificio supremo.
"Sabedlo: el Señor hizo milagros en mi favor, y el Señor me escuchará cuando lo
invoque" ( Sal 4, 4). Estas palabras del Salmo responsorial expresan el secreto de la
vida del bienaventurado Nuno de Santa María, héroe y santo de Portugal. Los
setenta años de su vida se enmarcan en la segunda mitad del siglo XIV y la primera
del siglo XV, cuando esa nación consolidó su independencia de Castilla y se
extendió después a los océanos —no sin un designio particular de Dios—, abriendo
nuevas rutas para favorecer la llegada del Evangelio de Cristo hasta los confines de
la tierra.
San Nuno se sintió instrumento de este designio superior y se enroló en la militia
Christi , o sea, en el servicio de testimonio que todo cristiano está llamado a dar en
el mundo. Sus características fueron una intensa vida de oración y una confianza
absoluta en el auxilio divino. Aunque era un óptimo militar y un gran jefe, nunca
permitió que sus dotes personales se sobrepusieran a la acción suprema que venía
de Dios.
San Nuno se esforzaba por no poner obstáculos a la acción de Dios en su vida,
imitando a la Virgen, de la que era muy devoto y a la que atribuía públicamente sus
victorias. En el ocaso de su vida, se retiró al convento del Carmen, que él mismo
había mandado construir. Me siento feliz de señalar a toda la Iglesia esta figura
ejemplar, especialmente por una vida de fe y de oración en contextos
aparentemente poco favorables a ella, lo cual prueba que en cualquier situación,
incluso de carácter militar y bélico, es posible actuar y realizar los valores y los
principios de la vida cristiana, sobre todo si esta se pone al servicio del bien común
y de la gloria de Dios.
Santa Gertrudis Comensoli sintió desde la niñez una atracción particular por Jesús
presente en la Eucaristía. Adorar a Cristo Eucaristía se convirtió en el fin principal
de su vida; casi podríamos decir que fue la condición habitual de su existencia. Ante
la Eucaristía santa Gertrudis comprendió su vocación y su misión en la Iglesia:
dedicarse sin reservas a la acción apostólica y misionera, especialmente en favor de
la juventud. Así, nació, por obediencia al Papa León XIII, su instituto, para traducir
la "caridad contemplada" en Cristo Eucaristía en "caridad vivida" dedicándose al
prójimo necesitado.
En una sociedad desorientada y a menudo herida, como la nuestra, a una juventud
como la de nuestros tiempos, que busca valores y un sentido para su existencia,
santa Gertrudis indica como punto firme de referencia al Dios que en la Eucaristía
se ha hecho nuestro compañero de viaje. Nos recuerda que "la adoración debe
prevalecer sobre todas las obras de caridad", porque del amor a Cristo muerto y
resucitado, realmente presente en el sacramento de la Eucaristía, brota la caridad
evangélica que nos impulsa a considerar hermanos a todos los hombres.
También fue testigo del amor divino Catalina Volpicelli, que se esforzó por "ser de
Cristo, para llevar a Cristo" a cuantos encontró en Nápoles a fines del siglo xix, en
un tiempo de crisis espiritual y social. También para ella el secreto fue la Eucaristía.
A sus primeras colaboradoras les recomendaba cultivar una intensa vida espiritual
en la oración y, sobre todo, el contacto vital con Jesús Eucaristía. Esta es también
hoy la condición para proseguir la obra y la misión que inició y dejó como legado a
las "Esclavas del Sagrado Corazón".
Para ser auténticas educadoras en la fe, deseosas de transmitir a las nuevas
generaciones los valores de la cultura cristiana —solía repetir—, es indispensable
liberar a Dios de las prisiones en las que lo han confinado los hombres. Sólo en el
Corazón de Cristo la humanidad puede encontrar su "morada estable". Santa
Catalina muestra a sus hijas espirituales, y a todos nosotros, el camino exigente de
una conversión que cambie radicalmente el corazón y se traduzca en acciones
coherentes con el Evangelio. Así es posible poner las bases para construir una
sociedad abierta a la justicia y a la solidaridad, superando el desequilibrio
económico y cultural que sigue existiendo en gran parte de nuestro planeta.
Queridos hermanos y hermanas, demos gracias al Señor por el don de la santidad,
que hoy resplandece en la Iglesia con singular belleza en Arcángel Tadini, Bernardo
Tolomei, Nuno de Santa María Álvares Pereira, Gertrudis Comensoli y Catalina
Volpicelli. Dejémonos atraer por sus ejemplos, dejémonos guiar por sus
enseñanzas, para que también nuestra existencia se convierta en un canto de
alabanza a Dios, a ejemplo de Jesús, adorado con fe en el misterio eucarístico y
servido con generosidad en nuestro prójimo. Que nos obtenga cumplir esta misión
evangélica la intercesión materna de María, Reina de los santos, y de estos nuevos
cinco luminosos ejemplos de santidad, que hoy veneramos con alegría. Amén.
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana