BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Solemnidad de la Asunción de la Virgen María
Miércoles 15 de agosto de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Celebramos hoy la solemnidad de la Asunción de la santísima Virgen María. Se
trata de una fiesta antigua, que tiene su fundamento último en la sagrada
Escritura. En efecto, la sagrada Escritura presenta a la Virgen María íntimamente
unida a su Hijo divino y siempre solidaria con él. Madre e Hijo aparecen
estrechamente asociados en la lucha contra el enemigo infernal hasta la plena
victoria sobre él. Esta victoria se manifiesta, en particular, con la derrota del
pecado y de la muerte, es decir, con la derrota de aquellos enemigos que san
Pablo presenta siempre unidos (cf. Rm 5, 12. 15-21; 1 Co 15, 21-26). Por eso,
como la resurrección gloriosa de Cristo fue el signo definitivo de esta victoria, así
la glorificación de María, también en su cuerpo virginal, constituye la confirmación
final de su plena solidaridad con su Hijo, tanto en la lucha como en la victoria.
De este profundo significado teológico del misterio se hizo intérprete el siervo de
Dios Papa Pío XII, al pronunciar, el 1 de noviembre de 1950, la solemne
definición dogmática de este privilegio mariano. Declaró: "Por eso, la augusta
Madre de Dios, misteriosamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad, "por
un solo y mismo decreto" de predestinación, inmaculada en su concepción, virgen
integérrima en su divina maternidad, generosamente asociada al Redentor divino,
que alcanzó pleno triunfo sobre el pecado y sus consecuencias, consiguió, al fin,
como corona suprema de sus privilegios, ser conservada inmune de la corrupción
del sepulcro y, del mismo modo que antes su Hijo, vencida la muerte, ser
levantada en cuerpo y alma a la suprema gloria del cielo, donde brillaría como
Reina a la derecha de su propio Hijo, Rey inmortal de los siglos"
(const. Munificentissimus Deus : AAS 42 [1950] 768-769).
Queridos hermanos y hermanas, María, al ser elevada a los cielos, no se alejó de
nosotros, sino que está aún más cercana, y su luz se proyecta sobre nuestra vida
y sobre la historia de la humanidad entera. Atraídos por el esplendor celestial de
la Madre del Redentor, acudimos con confianza a ella, que desde el cielo nos mira
y nos protege.
Todos necesitamos su ayuda y su consuelo para afrontar las pruebas y los
desafíos de cada día. Necesitamos sentirla madre y hermana en las situaciones
concretas de nuestra existencia. Y para poder compartir, un día, también
nosotros para siempre su mismo destino, imitémosla ahora en el dócil
seguimiento de Cristo y en el generoso servicio a los hermanos. Este es el único
modo de gustar, ya durante nuestra peregrinación terrena, la alegría y la paz que
vive en plenitud quien llega a la meta inmortal del paraíso.
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