Un Cristo hecho para los caminos del mundo
Domingo tercero ordinario 011 A
Un día le llegó su hora a Juan el Bautista. Las tropas del Herodes llegaron un día
intempestivamente, lo amarraron tras de un caballo y lo llevaron a la prisión
donde esperaría su muerte trágica. Cuando a Cristo le llegaron las noticias del
infortunado destino del Bautista, determinó que había llegado el momento de
comenzar la misión a la que lo destinaba su Buen Padre Dios y dejando las
montañas escarpadas y agrestes de Judea, tomó el camino hacia el norte, para
dirigirse a su querida Galilea. Fue un viaje de varias jornadas que realizó sin
descanso, y se estableció en las márgenes del Lago de Galilea, concretamente en
Cafarnaúm, pues era el lugar ideal por su situación geográfica para desplazarse por
el lago a las regiones circunvecinas. Y ahí comenzó a desplegar su actividad. Lleno
de vida, la ofrecía a cuantos se encontraba por el camino. Subía a las montañas,
bajaba a los valles, predicaba desde las barcas del Lago y visitaba todos los
caseríos y se colaba en todas las fiestas donde había posibilidad de llevar su
mensaje, que en la primera etapa coincidía con el mensaje del Bautista:
“Conviértanse, porque está ya cerca el Reino de los Cielos”.
Llegados a este punto, tendríamos que preguntarnos que querría decir Cristo con
esa afirmación tan clara y tan contundente. Por principio, convertirse no es
representar un papel de abejita o de hada madrina como los niños en las fiestas
infantiles. Es algo muy serio, significa que no podemos mirar la salvación desde
entonces como algo solo personal e individual. Vamos a salvarnos en equipo, en
colaboración con todos los hombres. No podremos prescindir de los hombres para
nuestra propia salvación y los problemas que aquejan a la humanidad ya no pueden
ser algo extraño a nosotros, a nuestra fe o a nuestra religión. Vamos en la misma
barca. Y en cuanto al reinado, Cristo nos invita a abrir nuestras mentes a la
salvación que él trae del Buen Padre Dios, a dejar iluminar nuestros corazones con
la luz de la Gracia, de la fe y del Espíritu Santo de quien en el fondo viene la
salvación de Dios. Nos invita Cristo en su Reino a ser generadores de esperanza en
un mundo que se empeña en vivir en la oscuridad, en la muerte y en la violencia y
nos exhorta a ser transmisores de vida, de alegría, de compromiso con las
angustias y los sinsabores de los hombres, para conseguir entre todos los dones de
la paz, de la fortaleza y la felicidad de todos, comenzando ya desde este mismo
mundo, donde si bien es verdad que nos encontramos en un “valle de lágrimas”,
nada impide que nosotros busquemos mitigar no sólo las lágrimas, sino aquella
indiferencia, aquel sentirse ajeno del dolor humano e incluso en suprimir aquella
violencia que hace muy difícil la vida de nuestros semejantes.
En esta etapa plena de vida desbordante de amor a sus semejantes, y sin otear
todavía en el horizonte a los enemigos que acabarían con su vida pero no con su
obra ni con su Reino, se dio a la tarea de buscar y hacer venir en torno suyo a sus
apóstoles, sus amigos, sus seguidores, sus confidentes, que multiplicarían su obra
de salvación entre todos los hombres y en todas las épocas de la historia. También
en eso fue afortunado el Señor, pues dueño de una dulce mirada pero atrayente,
cautivadora y varonil, iba llamando a los que fueron desde entonces sus
inseparables compañeros de andanzas. A ese Reino y a ese grupo de seguidores,
hoy estamos nosotros invitados a pertenecer.
El Padre Alberto Ramírez Mozqueda espera tus comentarios en
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