CELEBRACIÓN DEL DOMINGO DE RAMOS
Y DE LA PASIÓN DEL SEÑOR
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Plaza de San Pedro
XXII Jornada Mundial de la Juventud
Domingo 1 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
En la procesión del domingo de Ramos nos unimos a la multitud de los discípulos
que, con gran alegría, acompañan al Señor en su entrada en Jerusalén. Como ellos,
alabamos al Señor aclamándolo por todos los prodigios que hemos visto. Sí,
también nosotros hemos visto y vemos todavía ahora los prodigios de Cristo: cómo
lleva a hombres y mujeres a renunciar a las comodidades de su vida y a ponerse
totalmente al servicio de los que sufren; cómo da a hombres y mujeres la valentía
para oponerse a la violencia y a la mentira, para difundir en el mundo la verdad;
cómo, en secreto, induce a hombres y mujeres a hacer el bien a los demás, a
suscitar la reconciliación donde había odio, a crear la paz donde reinaba la
enemistad.
La procesión es, ante todo, un testimonio gozoso que damos de Jesucristo, en el
que se nos ha hecho visible el rostro de Dios y gracias al cual el corazón de Dios se
nos ha abierto a todos. En el evangelio de san Lucas, la narración del inicio del
cortejo cerca de Jerusalén está compuesta en parte, literalmente, según el modelo
del rito de coronación con el que, como dice el primer libro de los Reyes, Salomón
fue revestido como heredero de la realeza de David (cf. 1 R 1, 33-35). Así, la
procesión de Ramos es también una procesión de Cristo Rey: profesamos la
realeza de Jesucristo, reconocemos a Jesús como el Hijo de David, el verdadero
Salomón, el Rey de la paz y de la justicia.
Reconocerlo como rey significa aceptarlo como aquel que nos indica el camino,
aquel del que nos fiamos y al que seguimos. Significa aceptar día a día su palabra
como criterio válido para nuestra vida. Significa ver en él la autoridad a la que nos
sometemos. Nos sometemos a él, porque su autoridad es la autoridad de la verdad.
La procesión de Ramos es —como sucedió en aquella ocasión a los discípulos— ante
todo expresión de alegría, porque podemos conocer a Jesús, porque él nos concede
ser sus amigos y porque nos ha dado la clave de la vida. Pero esta alegría del inicio
es también expresión de nuestro "sí" a Jesús y de nuestra disponibilidad a ir con él
a dondequiera que nos lleve. Por eso, la exhortación inicial de la liturgia de hoy
interpreta muy bien la procesión también como representación simbólica de lo que
llamamos "seguimiento de Cristo": "Pidamos la gracia de seguirlo", hemos dicho.
La expresión "seguimiento de Cristo" es una descripción de toda la existencia
cristiana en general. ¿En qué consiste? ¿Qué quiere decir en concreto "seguir a
Cristo"?
Al inicio, con los primeros discípulos, el sentido era muy sencillo e inmediato:
significaba que estas personas habían decidido dejar su profesión, sus negocios,
toda su vida, para ir con Jesús. Significaba emprender una nueva profesión: la de
discípulo. El contenido fundamental de esta profesión era ir con el maestro, dejarse
guiar totalmente por él. Así, el seguimiento era algo exterior y, al mismo tiempo,
muy interior. El aspecto exterior era caminar detrás de Jesús en sus
peregrinaciones por Palestina; el interior era la nueva orientación de la existencia,
que ya no tenía sus puntos de referencia en los negocios, en el oficio que daba con
qué vivir, en la voluntad personal, sino que se abandonaba totalmente a la voluntad
de Otro. Estar a su disposición había llegado a ser ya una razón de vida. Eso
implicaba renunciar a lo que era propio, desprenderse de sí mismo, como podemos
comprobarlo de modo muy claro en algunas escenas de los evangelios.
Pero esto también pone claramente de manifiesto qué significa para nosotros el
seguimiento y cuál es su verdadera esencia: se trata de un cambio interior de la
existencia. Me exige que ya no esté encerrado en mi yo, considerando mi
autorrealización como la razón principal de mi vida. Requiere que me entregue
libremente a Otro, por la verdad, por amor, por Dios que, en Jesucristo, me
precede y me indica el camino. Se trata de la decisión fundamental de no
considerar ya los beneficios y el lucro, la carrera y el éxito como fin último de mi
vida, sino de reconocer como criterios auténticos la verdad y el amor. Se trata de la
opción entre vivir sólo para mí mismo o entregarme por lo más grande. Y tengamos
muy presente que verdad y amor no son valores abstractos; en Jesucristo se han
convertido en persona. Siguiéndolo a él, entro al servicio de la verdad y del amor.
Perdiéndome, me encuentro.
Volvamos a la liturgia y a la procesión de Ramos. En ella la liturgia prevé como
canto el Salmo 24, que también en Israel era un canto procesional usado durante la
subida al monte del templo. El Salmo interpreta la subida interior, de la que la
subida exterior es imagen, y nos explica una vez más lo que significa subir con
Cristo. "¿Quién puede subir al monte del Señor?", pregunta el Salmo, e indica dos
condiciones esenciales. Los que suben y quieren llegar verdaderamente a lo alto,
hasta la altura verdadera, deben ser personas que se interrogan sobre Dios,
personas que escrutan en torno a sí buscando a Dios, buscando su rostro.
Queridos jóvenes amigos, ¡cuán importante es hoy precisamente no dejarse llevar
simplemente de un lado a otro en la vida, no contentarse con lo que todos piensan,
dicen y hacen, escrutar a Dios y buscar a Dios, no dejar que el interrogante sobre
Dios se disuelva en nuestra alma, el deseo de lo que es más grande, el deseo de
conocerlo a él, su rostro...!
La otra condición muy concreta para la subida es esta: puede estar en el lugar
santo "el hombre de manos inocentes y corazón puro". Manos inocentes son manos
que no se usan para actos de violencia. Son manos que no se ensucian con la
corrupción, con sobornos. Corazón puro: ¿cuándo el corazón es puro? Es puro un
corazón que no finge y no se mancha con la mentira y la hipocresía; un corazón
transparente como el agua de un manantial, porque no tiene dobleces. Es puro un
corazón que no se extravía en la embriaguez del placer; un corazón cuyo amor es
verdadero y no solamente pasión de un momento.
Manos inocentes y corazón puro: si caminamos con Jesús, subimos y encontramos
las purificaciones que nos llevan verdaderamente a la altura a la que el hombre
está destinado: la amistad con Dios mismo.
El salmo 24, que habla de la subida, termina con una liturgia de entrada ante el
pórtico del templo: "¡Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las antiguas
compuertas: va a entrar el Rey de la gloria". En la antigua liturgia del domingo de
Ramos, el sacerdote, al llegar ante el templo, llamaba fuertemente con el asta de la
cruz de la procesión al portón aún cerrado, que a continuación se abría. Era una
hermosa imagen para ilustrar el misterio de Jesucristo mismo que, con el madero
de su cruz, con la fuerza de su amor que se entrega, ha llamado desde el lado del
mundo a la puerta de Dios; desde el lado de un mundo que no lograba encontrar el
acceso a Dios.
Con la cruz, Jesús ha abierto de par en par la puerta de Dios, la puerta entre Dios y
los hombres. Ahora ya está abierta. Pero también desde el otro lado, el Señor llama
con su cruz: llama a las puertas del mundo, a las puertas de nuestro corazón, que
con tanta frecuencia y en tan gran número están cerradas para Dios. Y nos dice
más o menos lo siguiente: si las pruebas que Dios te da de su existencia en la
creación no logran abrirte a él; si la palabra de la Escritura y el mensaje de la
Iglesia te dejan indiferente, entonces mírame a mí, al Dios que sufre por ti, que
personalmente padece contigo; mira que sufro por amor a ti y ábrete a mí, tu
Señor y tu Dios.
Este es el llamamiento que en esta hora dejamos penetrar en nuestro corazón. Que
el Señor nos ayude a abrir la puerta del corazón, la puerta del mundo, para que él,
el Dios vivo, pueda llegar en su Hijo a nuestro tiempo y cambiar nuestra vida.
Amén.
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