SANTA MISA CRISMAL
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Jueves Santo 5 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
El escritor ruso León Tolstoi, en un breve relato, narra que había un rey severo que
pidió a sus sacerdotes y sabios que le mostraran a Dios para poder verlo. Los
sabios no fueron capaces de cumplir ese deseo. Entonces un pastor, que volvía del
campo, se ofreció para realizar la tarea de los sacerdotes y los sabios. El pastor dijo
al rey que sus ojos no bastaban para ver a Dios. Entonces el rey quiso saber al
menos qué es lo que hacía Dios. "Para responder a esta pregunta—dijo el pastor al
rey— debemos intercambiarnos nuestros vestidos". Con cierto recelo, pero
impulsado por la curiosidad para conocer la información esperada, el rey accedió y
entregó sus vestiduras reales al pastor y él se vistió con la ropa sencilla de ese
pobre hombre. En ese momento recibió como respuesta: "Esto es lo que hace
Dios".
En efecto, el Hijo de Dios, Dios verdadero de Dios verdadero, renunció a su
esplendor divino: "Se despojó de su rango, y tomó la condición de esclavo,
pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó
hasta someterse incluso a la muerte" ( Flp 2, 6 ss). Como dicen los santos Padres,
Dios realizó el sacrum commercium , el sagrado intercambio: asumió lo que era
nuestro, para que nosotros pudiéramos recibir lo que era suyo, ser semejantes a
Dios.
San Pablo, refiriéndose a lo que acontece en el bautismo, usa explícitamente la
imagen del vestido: "Todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo"
( Ga 3, 27). Eso es precisamente lo que sucede en el bautismo: nos revestimos de
Cristo; él nos da sus vestidos, que no son algo externo. Significa que entramos en
una comunión existencial con él, que su ser y el nuestro confluyen, se compenetran
mutuamente. "Ya no soy yo quien vivo, sino que es Cristo quien vive en mí": así
describe san Pablo en la carta a los Gálatas ( Ga 2, 20) el acontecimiento de su
bautismo.
Cristo se ha puesto nuestros vestidos: el dolor y la alegría de ser hombre, el
hambre, la sed, el cansancio, las esperanzas y las desilusiones, el miedo a la
muerte, todas nuestras angustias hasta la muerte. Y nos ha dado sus "vestidos". Lo
que expone en la carta a los Gálatas como simple "hecho" del bautismo —el don del
nuevo ser—, san Pablo nos lo presenta en la carta a los Efesios como un
compromiso permanente: "Debéis despojaros, en cuanto a vuestra vida anterior,
del hombre viejo. (...) y revestiros del hombre nuevo, creado según Dios, en la
justicia y santidad de la verdad. Por tanto, desechando la mentira, hablad con
verdad cada cual con su prójimo, pues somos miembros los unos de los otros. Si os
airáis, no pequéis" ( Ef 4, 22-26).
Esta teología del bautismo se repite de modo nuevo y con nueva insistencia en la
ordenación sacerdotal. De la misma manera que en el bautismo se produce un
"intercambio de vestidos", un intercambio de destinos, una nueva comunión
existencial con Cristo, así también en el sacerdocio se da un intercambio: en la
administración de los sacramentos el sacerdote actúa y habla ya " in persona
Christi ".
En los sagrados misterios el sacerdote no se representa a sí mismo y no habla
expresándose a sí mismo, sino que habla en la persona de Otro, de Cristo. Así, en
los sacramentos se hace visible de modo dramático lo que significa en general ser
sacerdote; lo que expresamos con nuestro " Adsum " —"Presente"— durante la
consagración sacerdotal: estoy aquí, presente, para que tú puedas disponer de mí.
Nos ponemos a disposición de Aquel "que murió por todos, para que los que viven
ya no vivan para sí" ( 2 Co 5, 15). Ponernos a disposición de Cristo significa
identificarnos con su entrega "por todos": estando a su disposición podemos
entregarnos de verdad "por todos".
In persona Christi : en el momento de la ordenación sacerdotal, la Iglesia nos hace
visible y palpable, incluso externamente, esta realidad de los "vestidos nuevos" al
revestirnos con los ornamentos litúrgicos. Con ese gesto externo quiere poner de
manifiesto el acontecimiento interior y la tarea que de él deriva: revestirnos de
Cristo, entregarnos a él como él se entregó a nosotros.
Este acontecimiento, el "revestirnos de Cristo", se renueva continuamente en cada
misa cuando nos revestimos de los ornamentos litúrgicos. Para nosotros,
revestirnos de los ornamentos debe ser algo más que un hecho externo; implica
renovar el "sí" de nuestra misión, el "ya no soy yo" del bautismo que la ordenación
sacerdotal de modo nuevo nos da y a la vez nos pide.
El hecho de acercarnos al altar vestidos con los ornamentos litúrgicos debe hacer
claramente visible a los presentes, y a nosotros mismos, que estamos allí "en la
persona de Otro". Los ornamentos sacerdotales, tal como se han desarrollado a lo
largo del tiempo, son una profunda expresión simbólica de lo que significa el
sacerdocio. Por eso, queridos hermanos, en este Jueves santo quisiera explicar la
esencia del ministerio sacerdotal interpretando los ornamentos litúrgicos, que
quieren ilustrar precisamente lo que significa "revestirse de Cristo", hablar y
actuar in persona Christi .
En otros tiempos, al revestirse de los ornamentos sacerdotales se rezaban
oraciones que ayudaban a comprender mejor cada uno de los elementos del
ministerio sacerdotal. Comencemos por el amito. En el pasado —y todavía hoy en
las órdenes monásticas— se colocaba primero sobre la cabeza, como una especie
de capucha, simbolizando así la disciplina de los sentidos y del pensamiento,
necesaria para una digna celebración de la santa misa. Nuestros pensamientos no
deben divagar por las preocupaciones y las expectativas de nuestra vida diaria; los
sentidos no deben verse atraídos hacia lo que allí, en el interior de la iglesia,
casualmente quisiera secuestrar los ojos y los oídos. Nuestro corazón debe abrirse
dócilmente a la palabra de Dios y recogerse en la oración de la Iglesia, para que
nuestro pensamiento reciba su orientación de las palabras del anuncio y de la
oración. Y la mirada del corazón se debe dirigir hacia el Señor, que está en medio
de nosotros: eso es lo que significa ars celebrandi , el modo correcto de celebrar. Si
estoy con el Señor, entonces al escuchar, hablar y actuar, atraigo también a la
gente hacia la comunión con él.
Los textos de la oración que interpretan el alba y la estola van en la misma
dirección. Evocan el vestido festivo que el padre dio al hijo pródigo al volver a casa
andrajoso y sucio. Cuando nos disponemos a celebrar la liturgia para actuar en la
persona de Cristo, todos caemos en la cuenta de cuán lejos estamos de él, de
cuánta suciedad hay en nuestra vida. Sólo él puede darnos un traje de fiesta,
hacernos dignos de presidir su mesa, de estar a su servicio.
Así, las oraciones recuerdan también las palabras del Apocalipsis, según las cuales
las vestiduras de los ciento cuarenta y cuatro mil elegidos eran dignas de Dios no
por mérito de ellos. El Apocalipsis comenta que habían lavado sus vestiduras en la
sangre del Cordero y que de ese modo habían quedado tan blancas como la luz
(cf. Ap 7, 14).
Cuando yo era niño me decía: pero algo que se lava en la sangre no queda blanco
como la luz. La respuesta es: la "sangre del Cordero" es el amor de Cristo
crucificado. Este amor es lo que blanquea nuestros vestidos sucios, lo que hace
veraz e ilumina nuestra alma obscurecida; lo que, a pesar de todas nuestras
tinieblas, nos transforma a nosotros mismos en "luz en el Señor". Al revestirnos
del alba deberíamos recordar: él sufrió también por mí; y sólo porque su amor es
más grande que todos mis pecados, puedo representarlo y ser testigo de su luz.
Pero además de pensar en el vestido de luz que el Señor nos ha dado en el
bautismo y, de modo nuevo, en la ordenación sacerdotal, podemos considerar
también el vestido nupcial, del que habla la parábola del banquete de Dios. En las
homilías de san Gregorio Magno he encontrado a este respecto una reflexión digna
de tenerse en cuenta. San Gregorio distingue entre la versión de la parábola que
nos ofrece san Lucas y la de san Mateo. Está convencido de que la parábola de san
Lucas habla del banquete nupcial escatológico, mientras que, según él, la versión
que nos transmite san Mateo trataría de la anticipación de este banquete nupcial en
la liturgia y en la vida de la Iglesia.
En efecto, en san Mateo, y sólo en san Mateo, el rey acude a la sala llena para ver a
sus huéspedes. Y entre esa multitud encuentra también un huésped sin vestido
nupcial, que luego es arrojado fuera a las tinieblas. Entonces san Gregorio se
pregunta: "pero, ¿qué clase de vestido le faltaba? Todos los fieles congregados en
la Iglesia han recibido el vestido nuevo del bautismo y de la fe; de lo contrario no
estarían en la Iglesia. Entonces, ¿qué les falta aún? ¿Qué vestido nupcial debe
añadirse aún?".
El Papa responde: "El vestido del amor". Y, por desgracia, entre sus huéspedes, a
los que había dado el vestido nuevo, el vestido blanco del nuevo nacimiento, el rey
encuentra algunos que no llevaban el vestido color púrpura del amor a Dios y al
prójimo. "¿En qué condición queremos entrar en la fiesta del cielo —se pregunta el
Papa—, si no llevamos puesto el vestido nupcial, es decir, el amor, lo único que nos
puede embellecer?". En el interior de una persona sin amor reina la oscuridad. Las
tinieblas exteriores, de las que habla el Evangelio, son sólo el reflejo de la ceguera
interna del corazón (cf. Homilía XXXVIII, 8-13).
Ahora, al disponernos a celebrar la santa misa, deberíamos preguntarnos si
llevamos puesto este vestido del amor. Pidamos al Señor que aleje toda hostilidad
de nuestro interior, que nos libre de todo sentimiento de autosuficiencia, y que de
verdad nos revista con el vestido del amor, para que seamos personas luminosas y
no pertenezcamos a las tinieblas.
Por último, me referiré brevemente a la casulla . La oración tradicional cuando el
sacerdote reviste la casulla ve representado en ella el yugo del Señor, que se nos
impone a los sacerdotes. Y recuerda las palabras de Jesús, que nos invita a llevar
su yugo y a aprender de él, que es "manso y humilde de corazón" ( Mt 11, 29).
Llevar el yugo del Señor significa ante todo aprender de él. Estar siempre
dispuestos a seguir su ejemplo. De él debemos aprender la mansedumbre y la
humildad, la humildad de Dios que se manifiesta al hacerse hombre.
San Gregorio Nacianceno, en cierta ocasión, se preguntó por qué Dios quiso
hacerse hombre. La parte más importante, y para mí más conmovedora, de su
respuesta es: "Dios quería darse cuenta de lo que significa para nosotros la
obediencia y quería medirlo todo según su propio sufrimiento, esta invención de su
amor por nosotros. De este modo, puede conocer directamente en sí mismo lo que
nosotros experimentamos, lo que se nos exige, la indulgencia que merecemos,
calculando nuestra debilidad según su sufrimiento" ( Discurso 30; Disc. Teol. IV, 6).
A veces quisiéramos decir a Jesús: "Señor, para mí tu yugo no es ligero; más aún,
es muy pesado en este mundo". Pero luego, mirándolo a él que lo soportó todo,
que experimentó en sí la obediencia, la debilidad, el dolor, toda la oscuridad,
entonces dejamos de lamentarnos. Su yugo consiste en amar como él. Y cuanto
más lo amamos a él y cuanto más amamos como él, tanto más ligero nos resulta su
yugo, en apariencia pesado.
Pidámosle que nos ayude a amar como él, para experimentar cada vez más cuán
hermoso es llevar su yugo. Amén.
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