VIGILIA PASCUAL EN LA NOCHE SANTA
HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Sábado Santo 7 de abril de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Desde los tiempos más antiguos la liturgia del día de Pascua empieza con las
palabras: Resurrexi et adhuc tecum sum - he resucitado y siempre estoy contigo;
tú has puesto sobre mí tu mano. La liturgia ve en ello las primeras palabras del Hijo
dirigidas al Padre después de su resurrección, después de volver de la noche de la
muerte al mundo de los vivientes. La mano del Padre lo ha sostenido también en
esta noche, y así Él ha podido levantarse, resucitar.
Esas palabras están tomadas del Salmo 138, en el cual tienen inicialmente un
sentido diferente. Este Salmo es un canto de asombro por la omnipotencia y la
omnipresencia de Dios; un canto de confianza en aquel Dios que nunca nos deja
caer de sus manos. Y sus manos son manos buenas. El suplicante imagina un viaje
a través del universo, qué le sucederá? “Si escalo el cielo, allá estás tú; si me
acuesto en el abismo, allí te encuentro. Si vuelo hasta el margen de la aurora, si
emigro hasta el confín del mar, allí me alcanzará tu izquierda, me agarrará tu
derecha. Si digo: Que al menos la tiniebla me encubra, ni la tiniebla es oscura
para ti, la noche es clara como el día” ( Sal 138 [139],8-12).
En el día de Pascua la Iglesia nos anuncia: Jesucristo ha realizado por nosotros este
viaje a través del universo. En la Carta a los Efesios leemos que Él había bajado a
lo profundo de la tierra y que Aquél que bajó es el mismo que subió por encima de
los cielos para llenar el universo (cf. 4, 9s). Así se ha hecho realidad la visión del
Salmo. En la oscuridad impenetrable de la muerte Él entró como luz; la noche se
hizo luminosa como el día, y las tinieblas se volvieron luz. Por esto la Iglesia puede
considerar justamente la palabra de agradecimiento y confianza como palabra del
Resucitado dirigida al Padre: “Sí, he hecho el viaje hasta lo más profundo de la
tierra, hasta el abismo de la muerte y he llevado la luz; y ahora he resucitado y
estoy agarrado para siempre de tus manos”. Pero estas palabras del Resucitado al
Padre se han convertido también en las palabras que el Seor nos dirige: “He
resucitado y ahora estoy siempre contigo”, dice a cada uno de nosotros. Mi mano te
sostiene. Dondequiera que tu caigas, caerás en mis manos. Estoy presente incluso
a las puertas de la muerte. Donde nadie ya no puede acompañarte y donde tú no
puedes llevar nada, allí te espero yo y para ti transformo las tinieblas en luz.
Estas palabras del Salmo, leídas como coloquio del Resucitado con nosotros, son al
mismo tiempo una explicación de lo que sucede en el Bautismo. En efecto, el
Bautismo es más que un baño o una purificación. Es más que la entrada en una
comunidad. Es un nuevo nacimiento. Un nuevo inicio de la vida. El fragmento de
la Carta a los Romanos , que hemos escuchado ahora, dice con palabras misteriosas
que en el Bautismo hemos sido como “incorporados” en la muerte de Cristo. En el
Bautismo nos entregamos a Cristo; Él nos toma consigo, para que ya no vivamos
para nosotros mismos, sino gracias a Él, con Él y en Él; para que vivamos con Él y
así para los demás. En el Bautismo nos abandonamos nosotros mismos,
depositamos nuestra vida en sus manos, de modo que podamos decir con san
Pablo: “Vivo yo, pero no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Si nos entregamos de
este modo, aceptando una especie de muerte de nuestro yo, entonces eso significa
también que el confín entre muerte y vida se hace permeable. Tanto antes como
después de la muerte estamos con Cristo y por esto, desde aquel momento en
adelante, la muerte ya no es un verdadero confín. Pablo nos lo dice de un modo
muy claro en su Carta a los Filipenses : “Para mí la vida es Cristo. Si puedo estar
junto a Él (es decir, si muero) es una ganancia. Pero si quedo en esta vida, todavía
puedo llevar fruto. Así me encuentro en este dilema: partir es decir, ser
ejecutado y estar con Cristo, sería lo mejor; pero, quedarme en esta vida es más
necesario para vosotros” (cf. 1,21ss). A un lado y otro del confín de la muerte él
está con Cristo; ya no hay una verdadera diferencia. Pero sí, es verdad: “Sobre los
hombros y de frente tú me llevas. Siempre estoy en tus manos”. A
los Romanos escribi Pablo: “Ninguno vive para sí mismo y ninguno muere por sí
mismo Si vivimos, ... si morimos,... somos del Seor” (14,7s).
Queridos catecúmenos que vais a ser bautizados, ésta es la novedad del Bautismo:
nuestra vida pertenece a Cristo, ya no más a nosotros mismos. Pero precisamente
por esto ya no estamos solos ni siquiera en la muerte, sino que estamos con Aquél
que vive siempre. En el Bautismo, junto con Cristo, ya hemos hecho el viaje
cósmico hasta las profundidades de la muerte. Acompañados por Él, más aún,
acogidos por Él en su amor, somos liberados del miedo. Él nos abraza y nos lleva,
dondequiera que vayamos. Él que es la Vida misma.
Volvamos de nuevo a la noche del Sábado Santo. En el Credo decimos respecto al
camino de Cristo: “Descendi a los infiernos”. Qué ocurri entonces? Ya que no
conocemos el mundo de la muerte, sólo podemos figurarnos este proceso de la
superación de la muerte a través de imágenes que siempre resultan poco
apropiadas. Sin embargo, con toda su insuficiencia, ellas nos ayudan a entender
algo del misterio. La liturgia aplica las palabras del Salmo 23 [24] a la bajada de
Jesús en la noche de la muerte: “Portones!, alzad los dinteles, que se alcen las
antiguas compuertas!” Las puertas de la muerte están cerradas, nadie puede volver
atrás desde allí. No hay una llave para estas puertas de hierro. Cristo, en cambio,
tiene esta llave. Su Cruz abre las puertas de la muerte, las puertas irrevocables.
Éstas ahora ya no son insuperables. Su Cruz, la radicalidad de su amor es la llave
que abre estas puertas. El amor de Cristo que, siendo Dios, se ha hecho hombre
para poder morir; este amor tiene la fuerza para abrir las puertas. Este amor es
más fuerte que la muerte. Los iconos pascuales de la Iglesia oriental muestran
como Cristo entra en el mundo de los muertos. Su vestido es luz, porque Dios es
luz. “La noche es clara como el día, las tinieblas son como luz” (cf. Sal 138
[139],12). Jesús que entra en el mundo de los muertos lleva los estigmas: sus
heridas, sus padecimientos se han convertido en fuerza, son amor que vence la
muerte. Él encuentra a Adán y a todos los hombres que esperan en la noche de la
muerte. A la vista de ellos parece como si se oyera la súplica de Jonás: “Desde el
vientre del infierno pedí auxilio, y escuch mi clamor” ( Jon 2,3). El Hijo de Dios en la
encarnación se ha hecho una sola cosa con el ser humano, con Adán. Pero sólo en
aquel momento, en el que realiza aquel acto extremo de amor descendiendo a la
noche de la muerte, Él lleva a cabo el camino de la encarnación. A través de su
muerte Él toma de la mano a Adán, a todos los hombres que esperan y los lleva a
la luz.
Ahora, sin embargo, se puede preguntar: ¿Pero qué significa esta imagen? ¿Qué
novedad ocurrió realmente allí por medio de Cristo? El alma del hombre,
precisamente, es de por sí inmortal desde la creación, ¿qué novedad ha traído
Cristo? Sí, el alma es inmortal, porque el hombre está de modo singular en la
memoria y en el amor de Dios, incluso después de su caída. Pero su fuerza no
basta para elevarse hacia Dios. No tenemos alas que podrían llevarnos hasta
aquella altura. Y sin embargo, nada puede satisfacer eternamente al hombre si no
el estar con Dios. Una eternidad sin esta unión con Dios sería una condena. El
hombre no logra llegar arriba, pero anhela ir hacia arriba: “Desde el vientre del
infierno te pido auxilio...”. Slo Cristo resucitado puede llevarnos hacia arriba, hasta
la unión con Dios, hasta donde no pueden llegar nuestras fuerzas. Él carga
verdaderamente la oveja extraviada sobre sus hombros y la lleva a casa. Nosotros
vivimos agarrados a su Cuerpo, y en comunión con su Cuerpo llegamos hasta el
corazón de Dios. Y sólo así se vence la muerte, somos liberados y nuestra vida es
esperanza.
Éste es el júbilo de la Vigilia Pascual: nosotros somos liberados. Por medio de la
resurrección de Jesús el amor se ha revelado más fuerte que la muerte, más fuerte
que el mal. El amor lo ha hecho descender y, al mismo tiempo, es la fuerza con la
que Él asciende. La fuerza por medio de la cual nos lleva consigo. Unidos con su
amor, llevados sobre las alas del amor, como personas que aman, bajamos con Él a
las tinieblas del mundo, sabiendo que precisamente así subimos también con Él.
Pidamos, pues, en esta noche: Señor, demuestra también hoy que el amor es más
fuerte que el odio. Que es más fuerte que la muerte. Baja también en las noches y
a los infiernos de nuestro tiempo moderno y toma de la mano a los que esperan.
¡Llévalos a la luz! ¡Estate también conmigo en mis noches oscuras y llévame fuera!
¡Ayúdame, ayúdanos a bajar contigo a la oscuridad de quienes esperan, que
claman hacia ti desde el vientre del infierno! ¡Ayúdanos a llevarles tu luz!
Ayúdanos a llegar al “sí” del amor, que nos hace bajar y precisamente así subir
contigo! Amén.
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