HOMILÍA DE SU SANTIDAD BENEDICTO XVI
DURANTE LA MISA EN LA SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI
Basílica de San Juan de Letrán
Jueves 7 de junio de 2007
Queridos hermanos y hermanas:
Hace poco hemos cantado en la Secuencia: " Dogma datur christianis, quod in
carnem transit panis, et vinum in sanguinem ", "Es certeza para los cristianos: el
pan se convierte en carne, y el vino en sangre". Hoy reafirmamos con gran gozo
nuestra fe en la Eucaristía, el Misterio que constituye el corazón de la Iglesia.
En la reciente exhortación postsinodal Sacramentum caritatis recordé que el
Misterio eucarístico "es el don que Jesucristo hace de sí mismo, revelándonos el
amor infinito de Dios por cada hombre" (n. 1). Por tanto, la fiesta del Corpus
Christi es singular y constituye una importante cita de fe y de alabanza para toda
comunidad cristiana. Es una fiesta que tuvo su origen en un contexto histórico y
cultural determinado: nació con la finalidad precisa de reafirmar abiertamente la fe
del pueblo de Dios en Jesucristo vivo y realmente presente en el santísimo
sacramento de la Eucaristía. Es una fiesta instituida para adorar, alabar y dar
públicamente las gracias al Señor, que "en el Sacramento eucarístico Jesús sigue
amándonos "hasta el extremo", hasta el don de su cuerpo y de su sangre" ( ib. , 1).
La celebración eucarística de esta tarde nos remonta al clima espiritual del Jueves
santo, el día en que Cristo, en la víspera de su pasión, instituyó en el Cenáculo la
santísima Eucaristía. Así, el Corpus Christi constituye una renovación del misterio
del Jueves santo, para obedecer a la invitación de Jesús de "proclamar desde los
terrados" lo que él dijo en lo secreto (cf. Mt 10, 27).
El don de la Eucaristía los Apóstoles lo recibieron en la intimidad de la última Cena,
pero estaba destinado a todos, al mundo entero. Precisamente por eso hay que
proclamarlo y exponerlo abiertamente, para que cada uno pueda encontrarse con
"Jesús que pasa", como acontecía en los caminos de Galilea, de Samaria y de
Judea; para que cada uno, recibiéndolo, pueda quedar curado y renovado por la
fuerza de su amor.
Queridos amigos, esta es la herencia perpetua y viva que Jesús nos ha dejado en
el Sacramento de su Cuerpo y su Sangre. Es necesario reconsiderar, revivir
constantemente esta herencia, para que, como dijo el venerado Papa Pablo VI,
pueda ejercer "su inagotable eficacia en todos los días de nuestra vida mortal"
( Audiencia general del miércoles 24 de mayo de 1967).
En la misma exhortación postsinodal, comentando la exclamación del sacerdote
después de la consagración: "Este es el misterio de la fe", afirmé: "Proclama el
misterio celebrado y manifiesta su admiración ante la conversión sustancial del pan
y el vino en el cuerpo y la sangre del Señor Jesús, una realidad que supera toda
comprensión humana" (n. 6).
Precisamente porque se trata de una realidad misteriosa que rebasa nuestra
comprensión, no nos ha de sorprender que también hoy a muchos les cueste
aceptar la presencia real de Cristo en la Eucaristía. No puede ser de otra manera.
Así ha sucedido desde el día en que, en la sinagoga de Cafarnaúm, Jesús declaró
abiertamente que había venido para darnos en alimento su carne y su sangre
(cf. Jn 6, 26-58).
Ese lenguaje pareció "duro" y muchos se volvieron atrás. Ahora, como entonces, la
Eucaristía sigue siendo "signo de contradicción" y no puede menos de serlo, porque
un Dios que se hace carne y se sacrifica por la vida del mundo pone en crisis la
sabiduría de los hombres. Pero con humilde confianza la Iglesia hace suya la fe de
Pedro y de los demás Apóstoles, y con ellos proclama, y proclamamos nosotros:
"Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna" ( Jn 6, 68).
Renovemos también nosotros esta tarde la profesión de fe en Cristo vivo y presente
en la Eucaristía. Sí, "es certeza para los cristianos: el pan se convierte en carne, y
el vino en sangre".
La Secuencia, en su punto culminante, nos ha hecho cantar: " Ecce panis
angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum ", "He aquí el pan de los
ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos". La Eucaristía es el
alimento reservado a los que en el bautismo han sido liberados de la esclavitud y
han llegado a ser hijos, y por la gracia de Dios nosotros somos hijos; es el alimento
que los sostiene en el largo camino del éxodo a través del desierto de la existencia
humana.
Como el maná para el pueblo de Israel, así para toda generación cristiana la
Eucaristía es el alimento indispensable que la sostiene mientras atraviesa el
desierto de este mundo, aridecido por sistemas ideológicos y económicos que no
promueven la vida, sino que más bien la mortifican; un mundo donde domina la
lógica del poder y del tener, más que la del servicio y del amor; un mundo donde
no raramente triunfa la cultura de la violencia y de la muerte. Pero Jesús sale a
nuestro encuentro y nos infunde seguridad: él mismo es "el pan de vida" ( Jn 6,
35.48). Nos lo ha repetido en las palabras del Aleluya : "Yo soy el pan vivo bajado
del cielo. Quien come de este pan, vivirá para siempre" (cf. Jn 6, 51).
En el pasaje evangélico que se acaba de proclamar, san Lucas, narrándonos el
milagro de la multiplicación de los cinco panes y dos peces con los que Jesús sació
a la muchedumbre "en un lugar desierto", concluye diciendo: "Comieron todos
hasta saciarse (cf. Lc 9, 11-17).
En primer lugar, quiero subrayar la palabra "todos". En efecto, el Señor desea que
todos los seres humanos se alimenten de la Eucaristía, porque la Eucaristía es para
todos. Si en el Jueves santo se pone de relieve la estrecha relación que existe entre
la última Cena y el misterio de la muerte de Jesús en la cruz, hoy, fiesta del Corpus
Christi, con la procesión y la adoración común de la Eucaristía se llama la atención
hacia el hecho de que Cristo se inmoló por la humanidad entera. Su paso por las
casas y las calles de nuestra ciudad será para sus habitantes un ofrecimiento de
alegría, de vida inmortal, de paz y de amor.
En el pasaje evangélico salta a la vista un segundo elemento: el milagro realizado
por el Señor contiene una invitación explícita a cada uno para dar su contribución.
Los cinco panes y dos peces indican nuestra aportación, pobre pero necesaria, que
él transforma en don de amor para todos. "Cristo —escribí en la citada exhortación
postsinodal— sigue exhortando también hoy a sus discípulos a comprometerse en
primera persona" (n. 88). Por consiguiente, la Eucaristía es una llamada a la
santidad y a la entrega de sí a los hermanos, pues "la vocación de cada uno de
nosotros consiste en ser, junto con Jesús, pan partido para la vida del mundo" ( ib. ).
Nuestro Redentor dirige esta invitación en particular a nosotros, queridos hermanos
y hermanas de Roma, reunidos en torno a la Eucaristía en esta histórica plaza: os
saludo a todos con afecto. Mi saludo va ante todo al cardenal vicario y a los obispos
auxiliares, a los demás venerados hermanos cardenales y obispos, así como a los
numerosos presbíteros y diáconos, a los religiosos y las religiosas, y a todos los
fieles laicos.
Al final de la celebración eucarística nos uniremos en procesión, como para llevar
idealmente al Señor Jesús por todas las calles y barrios de Roma. Por decirlo así, lo
sumergiremos en la cotidianidad de nuestra vida, para que camine donde nosotros
caminamos, para que viva donde vivimos. En efecto, como nos ha recordado el
apóstol san Pablo en la carta a los Corintios , sabemos que en toda Eucaristía,
también en la de esta tarde, "anunciamos la muerte del Señor hasta que venga"
(cf. 1 Co 11, 26). Caminamos por las calles del mundo sabiendo que lo tenemos a
él a nuestro lado, sostenidos por la esperanza de poderlo ver un día cara a cara en
el encuentro definitivo.
Mientras tanto, ya ahora escuchamos su voz, que repite, como leemos en el libro
del Apocalipsis : "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me
abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" ( Ap 3, 20).
La fiesta del Corpus Christi quiere hacer perceptible, a pesar de la dureza de
nuestro oído interior, esta llamada del Señor. Jesús llama a la puerta de nuestro
corazón y nos pide entrar no sólo por un día, sino para siempre. Lo acogemos con
alegría elevando a él la invocación coral de la liturgia: "Buen pastor, verdadero
pan, oh Jesús, ten piedad de nosotros (...). Tú que todo lo sabes y lo puedes, que
nos alimentas en la tierra, lleva a tus hermanos a la mesa del cielo, en la gloria de
tus santos". Amén.
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