BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
III Domingo de Adviento , 13 de diciembre de 2009
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos ya en el tercer domingo de Adviento. Hoy en la liturgia resuena la
invitación del apóstol san Pablo: "Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito,
estad alegres. (...) El Señor está cerca" ( Flp 4, 4-5). La madre Iglesia, mientras nos
acompaña hacia la santa Navidad, nos ayuda a redescubrir el sentido y el gusto de
la alegría cristiana, tan distinta de la del mundo. En este domingo, según una bella
tradición, los niños de Roma vienen a que el Papa bendiga las estatuillas del Niño
Jesús, que pondrán en sus belenes. Y, de hecho, veo aquí en la plaza de San Pedro
a numerosos niños y muchachos, junto a sus padres, profesores y catequistas.
Queridos hermanos, os saludo a todos con gran afecto y os doy las gracias por
haber venido. Me alegra saber que en vuestras familias se conserva la costumbre
de montar el belén. Pero no basta repetir un gesto tradicional, aunque sea
importante. Hay que tratar de vivir en la realidad de cada día lo que el belén
representa, es decir, el amor de Cristo, su humildad, su pobreza. Es lo que hizo san
Francisco en Greccio: representó en vivo la escena de la Natividad, para poderla
contemplar y adorar, pero sobre todo para saber poner mejor en práctica el
mensaje del Hijo de Dios, que por amor a nosotros se despojó de todo y se hizo
niño pequeño.
La bendición de los "Bambinelli" —como se dice en Roma— nos recuerda que el
belén es una escuela de vida, donde podemos aprender el secreto de la verdadera
alegría, que no consiste en tener muchas cosas, sino en sentirse amados por el
Señor, en hacerse don para los demás y en quererse unos a otros. Contemplemos
el belén: la Virgen y san José no parecen una familia muy afortunada; han tenido
su primer hijo en medio de grandes dificultades; sin embargo, están llenos de
profunda alegría, porque se aman, se ayudan y sobre todo están seguros de que en
su historia está la obra Dios, que se ha hecho presente en el niño Jesús. ¿Y los
pastores? ¿Qué motivo tienen para alegrarse? Ciertamente el recién nacido no
cambiará su condición de pobreza y de marginación. Pero la fe les ayuda a
reconocer en el "niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre", el "signo" del
cumplimiento de las promesas de Dios para todos los hombres "a quienes él ama"
( Lc 2, 12.14), ¡también para ellos!
En eso, queridos amigos, consiste la verdadera alegría: es sentir que un gran
misterio, el misterio del amor de Dios, visita y colma nuestra existencia personal y
comunitaria. Para alegrarnos, no sólo necesitamos cosas, sino también amor y
verdad: necesitamos al Dios cercano que calienta nuestro corazón y responde a
nuestros anhelos más profundos. Este Dios se ha manifestado en Jesús, nacido de
la Virgen María. Por eso el Niño, que ponemos en el portal o en la cueva, es el
centro de todo, es el corazón del mundo. Oremos para que toda persona, como la
Virgen María, acoja como centro de su vida al Dios que se ha hecho Niño, fuente de
la verdadera alegría.
© Copyright 2009 - Libreria Editrice Vaticana