BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 14 de marzo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En este cuarto domingo de Cuaresma se proclama el Evangelio del padre y de los
dos hijos, más conocido como parábola del "hijo pródigo" ( Lc 15,11-32). Este pasaje
de san Lucas constituye una cima de la espiritualidad y de la literatura de todos los
tiempos. En efecto, ¿qué serían nuestra cultura, el arte, y más en general nuestra
civilización, sin esta revelación de un Dios Padre lleno de misericordia? No deja
nunca de conmovernos, y cada vez que la escuchamos o la leemos tiene la
capacidad de sugerirnos significados siempre nuevos. Este texto evangélico tiene,
sobre todo, el poder de hablarnos de Dios, de darnos a conocer su rostro, mejor
aún, su corazón. Desde que Jesús nos habló del Padre misericordioso, las cosas ya
no son como antes; ahora conocemos a Dios: es nuestro Padre, que por amor nos
ha creado libres y dotados de conciencia, que sufre si nos perdemos y que hace
fiesta si regresamos. Por esto, la relación con él se construye a través de una
historia, como le sucede a todo hijo con sus padres: al inicio depende de ellos;
después reivindica su propia autonomía; y por último —si se da un desarrollo
positivo— llega a una relación madura, basada en el agradecimiento y en el amor
auténtico.
En estas etapas podemos ver también momentos del camino del hombre en la
relación con Dios. Puede haber una fase que es como la infancia: una religión
impulsada por la necesidad, por la dependencia. A medida que el hombre crece y se
emancipa, quiere liberarse de esta sumisión y llegar a ser libre, adulto, capaz de
regularse por sí mismo y de hacer sus propias opciones de manera autónoma,
pensando incluso que puede prescindir de Dios. Esta fase es muy delicada: puede
llevar al ateísmo, pero con frecuencia esto esconde también la exigencia de
descubrir el auténtico rostro de Dios. Por suerte para nosotros, Dios siempre es fiel
y, aunque nos alejemos y nos perdamos, no deja de seguirnos con su amor,
perdonando nuestros errores y hablando interiormente a nuestra conciencia para
volvernos a atraer hacia sí. En la parábola los dos hijos se comportan de manera
opuesta: el menor se va y cae cada vez más bajo, mientras que el mayor se queda
en casa, pero también él tiene una relación inmadura con el Padre; de hecho,
cuando regresa su hermano, el mayor no se muestra feliz como el Padre; más aún,
se irrita y no quiere volver a entrar en la casa. Los dos hijos representan dos modos
inmaduros de relacionarse con Dios: la rebelión y una obediencia infantil. Ambas
formas se superan a través de la experiencia de la misericordia. Sólo
experimentando el perdón, reconociendo que somos amados con un amor gratuito,
mayor que nuestra miseria, pero también que nuestra justicia, entramos por fin en
una relación verdaderamente filial y libre con Dios.
Queridos amigos, meditemos esta parábola. Identifiquémonos con los dos hijos y,
sobre todo, contemplemos el corazón del Padre. Arrojémonos en sus brazos y
dejémonos regenerar por su amor misericordioso. Que nos ayude en esto la Virgen
María, Mater misericordiae .
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