BENEDICTO XVI
REGINA CAELI
Castelgandolfo
Domingo 11 de abril de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Este domingo cierra la Octava de Pascua como un único día «en que actuó el Señor»,
caracterizado por el distintivo de la Resurrección y de la alegría de los discípulos al
ver a Jesús. Desde la antigüedad este domingo se llama «in albis», del término latino
«alba», dado al vestido blanco que los neófitos llevaban en el Bautismo la noche de
Pascua y se quitaban a los ocho días, o sea, hoy. El venerable Juan Pablo II dedicó
este mismo domingo a la Divina Misericordia con ocasión de la canonización de sor
María Faustina Kowalska, el 30 de abril de 2000.
De misericordia y de bondad divina está llena la página del Evangelio de san Juan (20,
19-31) de este domingo. En ella se narra que Jesús, después de la Resurrección, visitó
a sus discípulos, atravesando las puertas cerradas del Cenáculo. San Agustín explica
que «las puertas cerradas no impidieron la entrada de ese cuerpo en el que habitaba la
divinidad. Aquel que naciendo había dejado intacta la virginidad de su madre, pudo
entrar en el Cenáculo a puerta cerrada» ( In Ioh. 121, 4: CCL 36/7, 667); y san
Gregorio Magno añade que nuestro Redentor se presentó, después de su Resurrección,
con un cuerpo de naturaleza incorruptible y palpable, pero en un estado de gloria
(cfr. Hom. in Evang. , 21, 1: CCL141, 219). Jesús muestra las señales de la pasión,
hasta permitir al incrédulo Tomás que las toque. ¿Pero cómo es posible que un
discípulo dude? En realidad, la condescendencia divina nos permite sacar provecho
hasta de la incredulidad de Tomás, y de la de los discípulos creyentes. De hecho,
tocando las heridas del Señor, el discípulo dubitativo cura no sólo su desconfianza,
sino también la nuestra.
La visita del Resucitado no se limita al espacio del Cenáculo, sino que va más allá,
para que todos puedan recibir el don de la paz y de la vida con el «Soplo creador». En
efecto, en dos ocasiones Jesús dijo a los discípulos: «¡Paz a vosotros!», y añadió:
«Como el Padre me ha enviado, también yo os envío». Dicho esto, sopló sobre ellos,
diciendo: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les son
perdonados; a quienes se los retengáis, les son retenidos». Esta es la misión de la
Iglesia perennemente asistida por el Paráclito: llevar a todos el alegre anuncio, la
gozosa realidad del Amor misericordioso de Dios, «para que —como dice san Juan—
creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su
nombre» (20, 31).
A la luz de estas palabras, aliento, en particular a todos los pastores a seguir el
ejemplo del santo cura de Ars, quien «supo en su tiempo transformar el corazón y la
vida de muchas personas, pues logró hacerles percibir el amor misericordioso del
Señor. Urge también en nuestro tiempo un anuncio semejante y un testimonio tal de la
verdad del amor» ( Carta de convocatoria del Año sacerdotal ). De este modo haremos
cada vez más familiar y cercano a Aquel que nuestros ojos no han visto, pero de cuya
infinita Misericordia tenemos absoluta certeza. A la Virgen María, Reina de los
Apóstoles, pedimos que sostenga la misión de la Iglesia, y la invocamos exultantes de
alegría: Regina caeli...