SOLEMNIDAD DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo 30 de mayo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Después del tiempo pascual, que concluyó el domingo pasado con Pentecostés, la
liturgia ha vuelto al «tiempo ordinario». Pero esto no quiere decir que el
compromiso de los cristianos deba disminuir; al contrario, al haber entrado en la
vida divina mediante los sacramentos, estamos llamados diariamente a abrirnos a
la acción de la gracia divina, para progresar en el amor a Dios y al prójimo. La
solemnidad de hoy, domingo de la Santísima Trinidad, en cierto sentido recapitula
la revelación de Dios acontecida en los misterios pascuales: muerte y resurrección
de Cristo, su ascensión a la derecha del Padre y efusión del Espíritu Santo. La
mente y el lenguaje humanos son inadecuados para explicar la relación que existe
entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, y, sin embargo, los Padres de la Iglesia
trataron de ilustrar el misterio de Dios uno y trino viviéndolo en su propia existencia
con profunda fe.
La Trinidad divina, en efecto, pone su morada en nosotros el día del Bautismo: «Yo
te bautizo —dice el ministro— en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu
Santo». El nombre de Dios, en el cual fuimos bautizados, lo recordamos cada vez
que nos santiguamos. El teólogo Romano Guardini, a propósito del signo de la cruz,
afirma: Lo hacemos antes de la oración, para que nos ponga espiritualmente en
orden; concentre en Dios pensamientos, corazón y voluntad; después de la oración,
para que permanezca en nosotros lo que Dios nos ha dado Esto abraza todo el
ser, cuerpo y alma, y todo se convierte en consagrado en el nombre del Dios uno
y trino» ( Lo spirito della liturgia . I santi segni, Brescia 2000, pp. 125-126).
Por tanto, en el signo de la cruz y en el nombre del Dios vivo está contenido el
anuncio que genera la fe e inspira la oración. Y, al igual que en el Evangelio Jesús
promete a los Apóstoles que «cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará
hasta la verdad completa» ( Jn 16, 13), así sucede en la liturgia dominical, cuando
los sacerdotes dispensan, cada semana, el pan de la Palabra y de la Eucaristía.
También el santo cura de Ars lo recordaba a sus fieles: «¿Quién ha recibido vuestra
alma —decía— recién nacidos? El sacerdote. ¿Quién la alimenta para que pueda
terminar su peregrinación? El sacerdote. ¿Quién la preparará para comparecer ante
Dios, lavándola por última vez en la sangre de Jesucristo? Siempre el sacerdote
( Carta de convocatoria del Año sacerdotal ).
Queridos amigos, hagamos nuestra la oración de san Hilario de Poitiers: «Mantén
incontaminada esta fe recta que hay en mí y, hasta mi último aliento, dame
también esta voz de mi conciencia, a fin de que me mantenga siempre fiel a lo que
profesé en mi regeneración, cuando fui bautizado en el Padre, en el Hijo y en el
Espíritu Santo» ( De Trinitate , XII, 57: CCL 62/a, 627). Invocando a la Virgen María,
primera criatura plenamente habitada por la Santísima Trinidad, pidamos su
protección para proseguir bien nuestra peregrinación terrena.
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