BENEDICTO XVI
ÁNGELUS
Plaza de San Pedro
Domingo, 27 de junio de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Las lecturas bíblicas de la santa misa de este domingo me brindan la oportunidad
de retomar el tema de la llamada de Cristo y de sus exigencias, tema que traté
también hace una semana con ocasión de las ordenaciones de los nuevos
presbíteros de la diócesis de Roma. En efecto, quien tiene la suerte de conocer a un
joven o una chica que deja su familia de origen, los estudios o el trabajo para
consagrarse a Dios, sabe bien de lo que se trata, porque tiene delante un ejemplo
vivo de respuesta radical a la vocación divina. Esta es una de las experiencias más
bellas que se hacen en la Iglesia: ver, palpar la acción del Señor en la vida de las
personas; experimentar que Dios no es una entidad abstracta, sino una Realidad
tan grande y fuerte que llena de modo sobreabundante el corazón del hombre, una
Persona viva y cercana, que nos ama y pide ser amada.
El evangelista san Lucas nos presenta a Jesús que, mientras va de camino a
Jerusalén, se encuentra con algunos hombres, probablemente jóvenes, que
prometen seguirlo dondequiera que vaya. Con ellos se muestra muy exigente,
advirtiéndoles que «el Hijo del hombre —es decir él, el Mesías— no tiene donde
reclinar su cabeza», es decir, no tiene una morada estable, y que quien elige
trabajar con él en el campo de Dios ya no puede dar marcha atrás (cf. Lc 9, 57-
58.61-62). A otro en cambio Cristo mismo le dice: «Sígueme», pidiéndole un corte
radical con los vínculos familiares (cf. Lc 9, 59-60). Estas exigencias pueden parecer
demasiado duras, pero en realidad expresan la novedad y la prioridad absoluta del
reino de Dios, que se hace presente en la Persona misma de Jesucristo. En última
instancia, se trata de la radicalidad debida al Amor de Dios, al cual Jesús mismo es
el primero en obedecer. Quien renuncia a todo, incluso a sí mismo, para seguir a
Jesús, entra en una nueva dimensión de la libertad, que san Pablo define como
«caminar según el Espíritu» (cf. Ga 5, 16). «Para ser libres nos libertó Cristo» —
escribe el Apóstol— y explica que esta nueva forma de libertad que Cristo nos
consiguió consiste en estar «los unos al servicio de los otros» ( Ga 5, 1.13). Libertad
y amor coinciden. Por el contrario, obedecer al propio egoísmo conduce a
rivalidades y conflictos.
Queridos amigos, está llegando a su fin el mes de junio, caracterizado por la
devoción al Sagrado Corazón de Cristo. Precisamente en la fiesta del Sagrado
Corazón renovamos con los sacerdotes del mundo entero nuestro compromiso de
santificación. Hoy quiero invitar a todos a contemplar el misterio del Corazón
divino-humano del Señor Jesús, para beber de la fuente misma del Amor de Dios.
Quien fija su mirada en ese Corazón atravesado y siempre abierto por amor a
nosotros, siente la verdad de esta invocación: «Sé tú, Señor, mi único bien»
(Salmo responsorial), y está dispuesto a dejarlo todo para seguir al Señor. ¡Oh
María, que correspondiste sin reservas a la llamada divina, ruega por nosotros!
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