BENEDICTO XVI
AUDIENCIA GENERAL
Plaza de San Pedro
Miércoles 31 de marzo de 2010
El Triduo pascual
Queridos hermanos y hermanas:
Estamos viviendo los días santos que nos invitan a meditar los acontecimientos
centrales de nuestra redención, el núcleo esencial de nuestra fe. Mañana
comienza el Triduo pascual, fulcro de todo el año litúrgico, en el cual estamos
llamados al silencio y a la oración para contemplar el misterio de la pasión,
muerte y resurrección del Señor.
En las homilías, los Padres a menudo hacen referencia a estos días que, como
explica san Atanasio en una de sus Cartas pascuales , nos introducen "en el
tiempo que nos da a conocer un nuevo inicio, el día de la santa Pascua, en la
que el Señor se inmoló" ( Carta 5, 1-2: pg 26, 1379).
Os exhorto, por tanto, a vivir intensamente estos días, a fin de que orienten
decididamente la vida de cada uno a la adhesión generosa y convencida a Cristo,
muerto y resucitado por nosotros.
En la santa Misa crismal, preludio matutino del Jueves santo, se reunirán
mañana por la mañana los presbíteros con su obispo. Durante una significativa
celebración eucarística, que habitualmente tiene lugar en las catedrales
diocesanas, se bendecirán el óleo de los enfermos, de los catecúmenos, y el
crisma. Además, el obispo y los presbíteros renovarán las promesas sacerdotales
que pronunciaron el día de su ordenación. Este año, ese gesto asume un relieve
muy especial, porque se sitúa en el ámbito del Año sacerdotal , que convoqué
para conmemorar el 150° aniversario de la muerte del santo cura de Ars. Quiero
repetir a todos los sacerdotes el deseo que formulé en la conclusión de la carta
de convocatoria : "A ejemplo del santo cura de Ars, dejaos conquistar por Cristo
y seréis también vosotros, en el mundo de hoy, mensajeros de esperanza,
reconciliación y paz".
Mañana por la tarde celebraremos el momento de la institución de la Eucaristía.
El apóstol san Pablo, escribiendo a los Corintios, confirmaba a los primeros
cristianos en la verdad del misterio eucarístico, comunicándoles él mismo lo que
había aprendido: "El Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan, y
después de dar gracias, lo partió y dijo: "Esto es mi cuerpo, entregado por
vosotros; haced esto en memoria mía". Lo mismo hizo con el cáliz, después de
cenar, diciendo: "Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre. Haced
esto cada vez que bebáis, en memoria mía"" ( 1 Co 11, 23-25). Estas palabras
manifiestan con claridad la intención de Cristo: bajo las especies del pan y del
vino, él se hace presente de modo real con su cuerpo entregado y con su sangre
derramada como sacrificio de la Nueva Alianza. Al mismo tiempo, constituye a
los Apóstoles y a sus sucesores ministros de este sacramento, que entrega a su
Iglesia como prueba suprema de su amor.
Además, con un rito sugestivo, recordaremos el gesto de Jesús que lava los pies
a los Apóstoles (cf. Jn 13, 1-25). Este acto se convierte para el evangelista en la
representación de toda la vida de Jesús y revela su amor hasta el extremo, un
amor infinito, capaz de habilitar al hombre para la comunión con Dios y hacerlo
libre. Al final de la liturgia del Jueves santo, la Iglesia reserva el Santísimo
Sacramento en un lugar adecuadamente preparado, que representa la soledad
de Getsemaní y la angustia mortal de Jesús. Ante la Eucaristía, los fieles
contemplan a Jesús en la hora de su soledad y rezan para que cesen todas las
soledades del mundo. Este camino litúrgico es, asimismo, una invitación a
buscar el encuentro íntimo con el Señor en la oración, a reconocer a Jesús entre
los que están solos, a velar con él y a saberlo proclamar luz de la propia vida.
El Viernes santo haremos memoria de la pasión y de la muerte del Señor. Jesús
quiso ofrecer su vida como sacrificio para el perdón de los pecados de la
humanidad, eligiendo para ese fin la muerte más cruel y humillante: la
crucifixión. Existe una conexión inseparable entre la última Cena y la muerte de
Jesús. En la primera, Jesús entrega su Cuerpo y su Sangre, o sea, su existencia
terrena, se entrega a sí mismo, anticipando su muerte y transformándola en
acto de amor. Así, la muerte que, por naturaleza, es el fin, la destrucción de
toda relación, queda transformada por él en acto de comunicación de sí,
instrumento de salvación y proclamación de la victoria del amor. De ese modo,
Jesús se convierte en la clave para comprender la última Cena que es
anticipación de la transformación de la muerte violenta en sacrificio voluntario,
en acto de amor que redime y salva al mundo.
El Sábado santo se caracteriza por un gran silencio. Las Iglesias están desnudas
y no se celebran liturgias particulares. En este tiempo de espera y de esperanza,
los creyentes son invitados a la oración, a la reflexión, a la conversión, también
a través del sacramento de la reconciliación, para poder participar, íntimamente
renovados, en la celebración de la Pascua.
En la noche del Sábado santo, durante la solemne Vigilia pascual, "madre de
todas las vigilias", ese silencio se rompe con el canto del Aleluya, que anuncia la
resurrección de Cristo y proclama la victoria de la luz sobre las tinieblas, de la
vida sobre la muerte. La Iglesia gozará en el encuentro con su Señor, entrando
en el día de la Pascua que el Señor inaugura al resucitar de entre los muertos.
Queridos hermanos y hermanas, dispongámonos a vivir intensamente este
Triduo sacro ya inminente, para estar cada vez más profundamente insertados
en el misterio de Cristo, muerto y resucitado por nosotros. Que nos acompañe
en este itinerario espiritual la Virgen santísima. Que ella, que siguió a Jesús en
su pasión y estuvo presente al pie de la cruz, nos introduzca en el misterio
pascual, para que experimentemos la alegría y la paz de Cristo resucitado.
Con estos sentimientos, desde ahora os deseo de corazón una santa Pascua a
todos, felicitación que extiendo a vuestras comunidades y a todos vuestros seres
queridos.
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