SANTA MISA EN LA SOLEMNIDAD DE LA EPIFANÍA DEL SEÑOR
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Martes 6 de enero de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Hoy, solemnidad de la Epifanía, la gran luz que irradia desde la cueva de Belén,
a través de los Magos procedentes de Oriente inunda a toda la humanidad. La
primera lectura, tomada del libro del profeta Isaías, y el pasaje del Evangelio de
san Mateo, que acabamos de escuchar, ponen la promesa junto a su
cumplimiento, en la tensión particular que se produce cuando se leen
sucesivamente pasajes del Antiguo y del Nuevo Testamento. Así se nos presenta
la espléndida visión del profeta Isaías, el cual, tras las humillaciones infligidas al
pueblo de Israel por las potencias de este mundo, ve el momento en el que la
gran luz de Dios, aparentemente sin poder e incapaz de proteger a su pueblo,
surgirá sobre toda la tierra, de modo que los reyes de las naciones se inclinarán
ante él, vendrán desde todos los confines de la tierra y depositarán a sus pies
sus tesoros más preciosos. Y el corazón del pueblo se estremecerá de alegría.
En comparación con esa visión, la que nos presenta el evangelista san Mateo es
pobre y humilde: nos parece imposible reconocer allí el cumplimiento de las
palabras del profeta Isaías. En efecto, no llegan a Belén los poderosos y los
reyes de la tierra, sino unos Magos, personajes desconocidos, tal vez vistos con
sospecha; en cualquier caso, no merecen particular atención. Los habitantes de
Jerusalén son informados de lo sucedido, pero no consideran necesario
molestarse, y parece que ni siquiera en Belén hay alguien que se preocupe del
nacimiento de este Niño, al que los Magos llaman Rey de los judíos, o de estos
hombres venidos de Oriente que van a visitarlo. De hecho, poco después,
cuando el rey Herodes da a entender quién tiene efectivamente el poder
obligando a la Sagrada Familia a huir a Egipto y ofreciendo una prueba de su
crueldad con la matanza de los inocentes (cf. Mt 2, 13-18), el episodio de los
Magos parece haberse borrado y olvidado. Por tanto, es comprensible que el
corazón y el alma de los creyentes de todos los siglos se hayan sentido más
atraídos por la visión del profeta que por el sobrio relato del evangelista, como
atestiguan también las representaciones de esta visita en nuestros belenes,
donde aparecen los camellos, los dromedarios, los reyes poderosos de este
mundo que se arrodillan ante el Niño y depositan a sus pies sus dones en cofres
preciosos. Pero conviene prestar más atención a lo que los dos textos nos
comunican.
En realidad, ¿qué vio Isaías con su mirada profética? En un solo momento,
vislumbra una realidad destinada a marcar toda la historia. Pero el
acontecimiento que san Mateo nos narra no es un breve episodio intrascendente,
que se concluye con el regreso apresurado de los Magos a sus tierras. Al
contrario, es un comienzo. Esos personajes procedentes de Oriente no son los
últimos, sino los primeros de la gran procesión de aquellos que, a lo largo de
todas las épocas de la historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben
avanzar por los caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar,
así, a Aquel que aparentemente es débil y frágil, pero que en cambio puede dar
la alegría más grande y más profunda al corazón del hombre. De hecho, en él se
manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y está cerca de
nosotros, de que su grandeza y su poder no se manifiestan en la lógica del
mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la del amor que
se confía a nosotros. A lo largo de la historia siempre hay personas que son
iluminadas por la luz de la estrella, que encuentran el camino y llegan a él.
Todas viven, cada una a su manera, la misma experiencia que los Magos.
Llevaron oro, incienso y mirra. Esos dones, ciertamente, no responden a
necesidades primarias o cotidianas. En ese momento la Sagrada Familia habría
tenido mucha más necesidad de algo distinto del incienso y la mirra, y tampoco
el oro podía serle inmediatamente útil. Pero estos dones tienen un significado
profundo: son un acto de justicia. De hecho, según la mentalidad vigente en
aquel tiempo en Oriente, representan el reconocimiento de una persona como
Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión. Quieren decir que desde aquel
momento los donadores pertenecen al soberano y reconocen su autoridad. La
consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos ya no pueden proseguir
por su camino, ya no pueden volver a Herodes, ya no pueden ser aliados de
aquel soberano poderoso y cruel. Han sido llevados para siempre al camino del
Niño, al camino que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de
este mundo y los llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, al camino del
amor, el único que puede transformar el mundo.
Así pues, no sólo los Magos se pusieron en camino, sino que desde aquel acto
comenzó algo nuevo, se trazó una nueva senda, bajó al mundo una nueva luz,
que no se ha apagado. La visión del profeta se ha realizado: esa luz ya no puede
ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia aquel Niño y serán
iluminados por la alegría que sólo él sabe dar. La luz de Belén sigue
resplandeciendo en todo el mundo. San Agustín recuerda a cuantos la acogen:
"También nosotros, reconociendo en Cristo a nuestro rey y sacerdote muerto por
nosotros, lo honramos como si le hubiéramos ofrecido oro, incienso y mirra; sólo
nos falta dar testimonio de él tomando un camino distinto del que hemos
seguido para venir" ( Sermo 202. In Epiphania Domini, 3, 4).
Por consiguiente, si leemos juntamente la promesa del profeta Isaías y su
cumplimiento en el Evangelio de san Mateo en el gran contexto de toda la
historia, resulta evidente que lo que se nos dice, y lo que en el belén tratamos
de reproducir, no es un sueño ni tampoco un juego vano de sensaciones y
emociones, sin vigor ni realidad, sino que es la Verdad que se irradia en el
mundo, a pesar de que Herodes parece siempre más fuerte y de que ese Niño
parece que puede ser relegado entre aquellos que no tienen importancia, o
incluso pisoteado. Pero solamente en ese Niño se manifiesta la fuerza de Dios,
que reúne a los hombres de todos los siglos, para que bajo su señorío recorran
el camino del amor, que transfigura el mundo. Sin embargo, aunque los pocos
de Belén se han convertido en muchos, los creyentes en Jesucristo parecen
siempre pocos. Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han
entendido su mensaje. Los estudiosos de la Escritura del tiempo de Jesús
conocían perfectamente la Palabra de Dios. Eran capaces de decir sin dificultad
alguna qué se podía encontrar en ella acerca del lugar en el que habría de nacer
el Mesías, pero, como dice san Agustín: "Les sucedió como a los hitos (que
indican el camino): mientras dan indicaciones a los caminantes, ellos se quedan
inertes e inmóviles" ( Sermo 199. In Epiphania Domini, 1, 2).
Entonces podemos preguntarnos: ¿cuál es la razón por la que unos ven y
encuentran, y otros no? ¿Qué es lo que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta
a aquellos que permanecen indiferentes, a aquellos que indican el camino pero
no se mueven? Podemos responder: la excesiva seguridad en sí mismos, la
pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber
formulado ya un juicio definitivo sobre las cosas hacen que su corazón se cierre
y se vuelva insensible a la novedad de Dios. Están seguros de la idea que se han
hecho del mundo y ya no se dejan conmover en lo más profundo por la aventura
de un Dios que quiere encontrarse con ellos. Ponen su confianza más en sí
mismos que en él, y no creen posible que Dios sea tan grande que pueda
hacerse pequeño, que se pueda acercar verdaderamente a nosotros.
Al final, lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es
más grande, pero también la valentía auténtica, que lleva a creer en lo que es
verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme. Falta la
capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse y de salir de sí
para avanzar por el camino que indica la estrella, el camino de Dios. Sin
embargo, el Señor tiene el poder de hacernos capaces de ver y de salvarnos. Así
pues, pidámosle que nos dé un corazón sabio e inocente, que nos permita ver la
estrella de su misericordia, seguir su camino, para encontrarlo y ser inundados
por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a este mundo. Amén.
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