CONCELEBRACIÓN EUCARÍSTICA EN LA SOLEMNIDAD DE PENTECOSTÉS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica Vaticana
Domingo 23 de mayo de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
En la celebración solemne de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en
la presencia y en la acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre
nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por tanto, hagamos nuestra,
y con especial intensidad, la invocación de la Iglesia: Veni, Sancte Spiritus! Una
invocación muy sencilla e inmediata, pero a la vez extraordinariamente
profunda, que brota ante todo del corazón de Cristo. En efecto, el Espíritu es el
don que Jesús pidió y pide continuamente al Padre para sus amigos; el primer y
principal don que nos ha obtenido con su Resurrección y Ascensión al cielo.
De esta oración de Cristo nos habla el pasaje evangélico de hoy, que tiene como
contexto la última Cena. El Señor Jesús dijo a sus discípulos: «Si me amáis,
guardaréis mis mandamientos; y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito,
para que esté con vosotros para siempre» ( Jn 14, 15-16). Aquí se nos revela el
corazón orante de Jesús, su corazón filial y fraterno. Esta oración alcanza su
cima y su cumplimiento en la cruz, donde la invocación de Cristo es una cosa
sola con el don total que él hace de sí mismo, y de ese modo su oración se
convierte —por decirlo así— en el sello mismo de su entrega en plenitud por
amor al Padre y a la humanidad: invocación y donación del Espíritu Santo se
encuentran, se compenetran, se convierten en una única realidad. «Y yo rogaré
al Padre y os dará otro Paráclito, para que esté con vosotros para siempre». En
realidad, la oración de Jesús —la de la última Cena y la de la cruz— es una
oración que continúa también en el cielo, donde Cristo está sentado a la derecha
del Padre. Jesús, de hecho, siempre vive su sacerdocio de intercesión en favor
del pueblo de Dios y de la humanidad y, por tanto, reza por todos nosotros
pidiendo al Padre el don del Espíritu Santo.
El relato de Pentecostés en el libro de los Hechos de los Apóstoles —lo hemos
escuchado en la primera lectura (cf. Hch 2, 1-11)— presenta el «nuevo curso»
que la obra de Dios inició con la resurrección de Cristo, obra que implica al
hombre, a la historia y al cosmos. Del Hijo de Dios muerto, resucitado y vuelto
al Padre brota ahora sobre la humanidad, con inédita energía, el soplo divino, el
Espíritu Santo. Y ¿qué produce esta nueva y potente auto-comunicación de Dios?
Donde hay laceraciones y divisiones, crea unidad y comprensión. Se pone en
marcha un proceso de reunificación entre las partes de la familia humana,
divididas y dispersas; las personas, a menudo reducidas a individuos que
compiten o entran en conflicto entre sí, alcanzadas por el Espíritu de Cristo, se
abren a la experiencia de la comunión, que puede tocarlas hasta el punto de
convertirlas en un nuevo organismo, un nuevo sujeto: la Iglesia. Este es el
efecto de la obra de Dios: la unidad; por eso, la unidad es el signo de
reconocimiento, la «tarjeta de visita» de la Iglesia a lo largo de su historia
universal. Desde el principio, desde el día de Pentecostés, habla todas las
lenguas. La Iglesia universal precede a las Iglesias particulares, y estas deben
conformarse siempre a ella, según un criterio de unidad y de universalidad. La
Iglesia nunca llega a ser prisionera de fronteras políticas, raciales y culturales;
no se puede confundir con los Estados ni tampoco con las Federaciones de
Estados, porque su unidad es de otro tipo y aspira a cruzar todas las fronteras
humanas.
De esto, queridos hermanos, deriva un criterio práctico de discernimiento para la
vida cristiana: cuando una persona, o una comunidad, se cierra en su modo de
pensar y de actuar, es signo de que se ha alejado del Espíritu Santo. El camino
de los cristianos y de las Iglesias particulares siempre debe confrontarse con el
de la Iglesia una y católica, y armonizarse con él. Esto no significa que la unidad
creada por el Espíritu Santo sea una especie de igualitarismo. Al contrario, este
es más bien el modelo de Babel, es decir, la imposición de una cultura de la
unidad que podríamos definir «técnica». La Biblia, de hecho, nos dice (cf. Gn 11,
1-9) que en Babel todos hablaban una sola lengua. En cambio, en Pentecostés,
los Apóstoles hablan lenguas distintas de modo que cada uno comprenda el
mensaje en su propio idioma. La unidad del Espíritu se manifiesta en la
pluralidad de la comprensión. La Iglesia es por naturaleza una y múltiple,
destinada como está a vivir en todas las naciones, en todos los pueblos, y en los
contextos sociales más diversos. Sólo responde a su vocación de ser signo e
instrumento de unidad de todo el género humano (cf. Lumen gentium , 1) si
permanece autónoma de cualquier Estado y de cualquier cultura particular.
Siempre y en todo lugar la Iglesia debe ser verdaderamente católica y universal,
la casa de todos en la que cada uno puede encontrar su lugar.
El relato de los Hechos de los Apóstoles nos ofrece también otra sugerencia muy
concreta. La universalidad de la Iglesia se expresa con la lista de los pueblos,
según la antigua tradición: «Somos partos, medos, elamitas...», etcétera. Se
puede observar aquí que san Lucas va más allá del número 12, que siempre
expresa ya una universalidad. Mira más allá de los horizontes de Asia y del
noroeste de África, y añade otros tres elementos: los «romanos», es decir, el
mundo occidental; los «judíos y prosélitos», comprendiendo de modo nuevo la
unidad entre Israel y el mundo; y, por último, «cretenses y árabes», que
representan a Occidente y Oriente, islas y tierra firme. Esta apertura de
horizontes confirma ulteriormente la novedad de Cristo en la dimensión del
espacio humano, de la historia de las naciones: el Espíritu Santo abarca hombres
y pueblos y, a través de ellos, supera muros y barreras.
En Pentecostés el Espíritu Santo se manifiesta como fuego. Su llama descendió
sobre los discípulos reunidos, se encendió en ellos y les dio el nuevo ardor de
Dios. Se realiza así lo que había predicho el Señor Jesús: «He venido a arrojar
un fuego sobre la tierra y ¡cuánto desearía que ya estuviera encendido!» ( Lc 12,
49). Los Apóstoles, junto a los fieles de las distintas comunidades, han llevado
esta llama divina hasta los últimos confines de la tierra; han abierto así un
camino para la humanidad, un camino luminoso, y han colaborado con Dios que
con su fuego quiere renovar la faz de la tierra. ¡Qué distinto este fuego del de
las guerras y las bombas! ¡Qué distinto el incendio de Cristo, que la Iglesia
propaga, respecto a los que encienden los dictadores de toda época, incluido el
siglo pasado, que dejan detrás de sí tierra quemada! El fuego de Dios, el fuego
del Espíritu Santo, es el de la zarza que arde sin quemarse (cf. Ex 3, 2). Es una
llama que arde, pero no destruye; más aún, ardiendo hace emerger la mejor
parte del hombre, su parte más verdadera, como en una fusión hace emerger su
forma interior, su vocación a la verdad y al amor.
Un Padre de la Iglesia, Orígenes, en una de sus homilías sobre Jeremías, refiere
un dicho atribuido a Jesús, que las Sagradas Escrituras no recogen, pero que
quizá sea auténtico; reza así: «Quien está cerca de mí está cerca del fuego»
( Homilía sobre Jeremías L. I [III]). En efecto, en Cristo habita la plenitud de
Dios, que en la Biblia se compara con el fuego. Hemos observado hace poco que
la llama del Espíritu Santo arde pero no se quema. Y, sin embargo, realiza una
transformación y, por eso, debe consumir algo en el hombre, las escorias que lo
corrompen y obstaculizan sus relaciones con Dios y con el prójimo. Pero este
efecto del fuego divino nos asusta, tenemos miedo de que nos «queme»,
preferiríamos permanecer tal como somos. Esto depende del hecho de que
muchas veces nuestra vida está planteada según la lógica del tener, del poseer,
y no del darse. Muchas personas creen en Dios y admiran la figura de Jesucristo,
pero cuando se les pide que pierdan algo de sí mismas, se echan atrás, tienen
miedo de las exigencias de la fe. Existe el temor de tener que renunciar a algo
bello, a lo que uno está apegado; el temor de que seguir a Cristo nos prive de la
libertad, de ciertas experiencias, de una parte de nosotros mismos. Por un lado,
queremos estar con Jesús, seguirlo de cerca; y, por otro, tenemos miedo de las
consecuencias que eso conlleva.
Queridos hermanos y hermanas, siempre necesitamos que el Señor Jesús nos
diga lo que repetía a menudo a sus amigos: «No tengáis miedo». Como Simón
Pedro y los demás, debemos dejar que su presencia y su gracia transformen
nuestro corazón, siempre sujeto a las debilidades humanas. Debemos saber
reconocer que perder algo, más aún, perderse a sí mismos por el Dios
verdadero, el Dios del amor y de la vida, en realidad es ganar, volverse a
encontrar más plenamente. Quien se encomienda a Jesús experimenta ya en
esta vida la paz y la alegría del corazón, que el mundo no puede dar, ni tampoco
puede quitar una vez que Dios nos las ha dado. Por lo tanto, vale la pena
dejarse tocar por el fuego del Espíritu Santo. El dolor que nos produce es
necesario para nuestra transformación. Es la realidad de la cruz: no por nada en
el lenguaje de Jesús el «fuego» es sobre todo una representación del misterio de
la cruz, sin el cual no existe cristianismo. Por eso, iluminados y confortados por
estas palabras de vida, elevamos nuestra invocación: ¡Ven, Espíritu Santo!
¡Enciende en nosotros el fuego de tu amor! Sabemos que esta es una oración
audaz, con la cual pedimos ser tocados por la llama de Dios; pero sabemos
sobre todo que esta llama —y sólo ella— tiene el poder de salvarnos. Para
defender nuestra vida, no queremos perder la eterna que Dios nos quiere dar.
Necesitamos el fuego del Espíritu Santo, porque sólo el Amor redime. Amén.
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