SOLEMNIDAD DE LOS APÓSTOLES SAN PEDRO Y SAN PABLO
PRIMERAS VÍSPER AS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
Basílica de San Pablo extramuros
Domingo 28 de junio de 2010
Queridos hermanos y hermanas:
Con la celebración de las primeras Vísperas entramos en la solemnidad de San
Pedro y San Pablo. Tenemos la gracia de hacerlo en la basílica papal dedicada al
Apóstol de los gentiles, congregados en oración ante su tumba. Por eso, deseo
orientar mi breve reflexión en la perspectiva de la vocación misionera de la
Iglesia. En esta dirección van la tercera antífona de la salmodia que hemos
rezado y la lectura bíblica. Las dos primeras antífonas están dedicadas a san
Pedro, la tercera a san Pablo, y dice: «Apóstol san Pablo, tú eres un instrumento
elegido para anunciar la verdad a todo el mundo». Y en la lectura breve, tomada
del discurso inicial de la carta a los Romanos , san Pablo se presenta como
«llamado a ser apóstol, escogido para anunciar el Evangelio de Dios» ( Rm 1 1).
La figura de san Pablo, su persona y su ministerio, toda su existencia y su duro
trabajo por el reino de Dios, están completamente dedicados al servicio del
Evangelio. En estos textos se advierte un sentido de movimiento, donde el
protagonista no es el hombre, sino Dios, el soplo del Espíritu Santo, que impulsa
al Apóstol por los caminos del mundo para llevar a todos la buena nueva: las
promesas de los profetas se han cumplido en Jesús, el Cristo, el Hijo de Dios,
muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación. Saulo ya no
existe; existe Pablo, más aún, existe Cristo que vive en él (cf. Ga 2, 20) y quiere
llegar a todos los hombres. Por tanto, si la fiesta de los santos patronos de Roma
evoca la doble aspiración típica de esta Iglesia, a la unidad y a la universalidad,
el contexto en que nos encontramos esta tarde nos llama a privilegiar la
segunda, dejándonos, por decirlo así, «arrastrar» por san Pablo y por su
extraordinaria vocación.
El siervo de Dios Giovanni Battista Montini, cuando fue elegido Sucesor de Pedro,
en plena celebración del concilio Vaticano II, escogió llevar el nombre del Apóstol
de los gentiles. Dentro de su programa de actuación del Concilio, Pablo VI
convocó en 1974 la Asamblea del Sínodo de los obispos sobre el tema de la
evangelización en el mundo contemporáneo, y casi un año después publicó la
exhortación apostólica Evangelii nuntiandi , que comienza con estas palabras: «El
esfuerzo orientado al anuncio del Evangelio a los hombres de nuestro tiempo,
animados por la esperanza, pero a la vez perturbados con frecuencia por el
temor y la angustia, es sin duda alguna un servicio que se presta a la comunidad
cristiana e incluso a toda la humanidad» (n. 1). Impresiona la actualidad de
estas expresiones. Se percibe en ellas toda la particular sensibilidad misionera
de Pablo VI y, a través de su voz, el gran anhelo conciliar a la evangelización del
mundo contemporáneo, anhelo que culmina en el decreto Ad gentes , pero que
impregna, todos los documentos del Vaticano II y que, antes aún, animaba los
pensamientos y el trabajo de los padres conciliares, reunidos para representar
de modo más tangible que nunca la difusión mundial alcanzada por la Iglesia.
No hay palabras para explicar cómo el venerable Juan Pablo II, en su largo
pontificado, desarrolló esta proyección misionera, que —conviene recordar
siempre— responde a la naturaleza misma de la Iglesia, la cual, con san Pablo,
puede y debe repetir siempre: «Si anuncio el Evangelio, no lo hago para
gloriarme: al contrario, es para mí una necesidad imperiosa. ¡Ay de mí si no
predicara el Evangelio!» ( 1 Co 9, 16). El Papa Juan Pablo II representó «en
vivo» la naturaleza misionera de la Iglesia, con los viajes apostólicos y con la
insistencia de su magisterio en la urgencia de una «nueva evangelización»:
«nueva» no en los contenidos, sino en el impulso interior, abierto a la gracia del
Espíritu Santo, que constituye la fuerza de la ley nueva del Evangelio y que
renueva siempre a la Iglesia; «nueva» en la búsqueda de modalidades que
correspondan a la fuerza del Espíritu Santo y sean adecuadas a los tiempos y a
las situaciones; «nueva» porque es necesaria incluso en países que ya han
recibido el anuncio del Evangelio. A todos es evidente que mi Predecesor dio un
impulso extraordinario a la misión de la Iglesia, no sólo —repito— por las
distancias que recorrió, sino sobre todo por el genuino espíritu misionero que lo
animaba y que nos dejó en herencia al alba del tercer milenio.
Recogiendo esta herencia, afirmé al inicio de mi ministerio petrino que la Iglesia
es joven, abierta al futuro. Y lo repito hoy, cerca del sepulcro de san Pablo: en el
mundo la Iglesia es una inmensa fuerza renovadora, ciertamente no por sus
fuerzas, sino por la fuerza del Evangelio, en el que sopla el Espíritu Santo de
Dios, el Dios creador y redentor del mundo. Los desafíos de la época actual
están ciertamente por encima de las capacidades humanas: lo están los desafíos
históricos y sociales, y con mayor razón los espirituales. A los pastores de la
Iglesia a veces nos parece revivir la experiencia de los Apóstoles, cuando miles
de personas necesitadas seguían a Jesús, y él preguntaba: ¿Qué podemos hacer
por toda esta gente? Ellos entonces experimentaban su impotencia. Pero
precisamente Jesús les había demostrado que con la fe en Dios nada es
imposible, y que unos pocos panes y peces, bendecidos y compartidos, podían
saciar a todos. Pero no sólo había —y no sólo hay— hambre de alimento
material: hay un hambre más profunda, que sólo Dios puede saciar. También el
hombre del tercer milenio desea una vida auténtica y plena, tiene necesidad de
verdad, de libertad profunda, de amor gratuito. También en los desiertos del
mundo secularizado, el alma del hombre tiene sed de Dios, del Dios vivo. Por
eso Juan Pablo II escribió: «La misión de Cristo redentor, confiada a la Iglesia,
está aún lejos de cumplirse», y añadió: «Una mirada global a la humanidad
demuestra que esta misión se halla todavía en los comienzos y que debemos
comprometernos con todas nuestras energías en su servicio» ( Redemptoris
missio, 1). Hay regiones del mundo que aún esperan una primera
evangelización; otras, que la recibieron, necesitan un trabajo más profundo; y
hay otras en las que el Evangelio ha echado raíces durante mucho tiempo,
dando lugar una verdadera tradición cristiana, pero en las que en los últimos
siglos —con dinámicas complejas— el proceso de secularización ha producido
una grave crisis del sentido de la fe cristiana y de la pertenencia a la Iglesia.
En esta perspectiva, he decidido crear un nuevo organismo, en la forma de
«Consejo pontificio», con la tarea principal de promover una renovada
evangelización en los países donde ya resonó el primer anuncio de la fe y están
presentes Iglesias de antigua fundación, pero que están viviendo una progresiva
secularización de la sociedad y una especie de «eclipse del sentido de Dios», que
constituyen un desafío a encontrar medios adecuados para volver a proponer la
perenne verdad del Evangelio de Cristo.
Queridos hermanos y hermanas, el desafío de la nueva evangelización interpela
a la Iglesia universal, y nos pide también proseguir con empeño la búsqueda de
la unidad plena entre los cristianos. Un signo elocuente de esperanza en este
sentido es la costumbre de las visitas recíprocas entre la Iglesia de Roma y la de
Constantinopla con ocasión de las fiestas de sus respectivos santos patronos. Por
esto acogemos hoy con renovada alegría y reconocimiento la delegación enviada
por el Patriarca Bartolomé I, al cual dirigimos el saludo más cordial. Que la
intercesión de san Pedro y san Pablo obtenga a toda la Iglesia fe ardiente y
valentía apostólica para anunciar al mundo la verdad que todos necesitamos, la
verdad que es Dios, origen y fin del universo y de la historia, Padre
misericordioso y fiel, esperanza de vida eterna. Amén.
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